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Rubén Herrera: Entre la academia y la libertad
Yo floto en mi tristeza, que es honda y que no brilla,
en tanto que los vientos me arrancan de la orilla
con rumbo a las oscuras riberas de la muerte.
Luis G. Urbina
“El Poema del Lago”
I
En el año 1905 el fauvismo –Matisse, Vlaminck…- hacía su aparición en la escena occidental del arte “de vanguardia” y en 1908 Picasso pintaba en París “Las señoritas de Avignon” cuando Rubén Herrera, un muchacho de la provincia coahuilense, se embarcaba hacia Europa para estudiar pintura en Roma. Tenía 20 años de edad.
Años atrás, sus padres habían llegado de un pueblo llamado Villa de Coss, en el estado de Zacatecas, para instalarse en Saltillo, la capital de Coahuila. Gracias al talento artístico que su maestro preparatoriano –el pintor Francisco Sánchez Uresti- advirtió en el joven Rubén, éste fue beneficiado por el gobierno del Estado con una pensión que le permitiría estudiar en Roma, como era la costumbre en la época.
En la Ciudad Eterna, Rubén Herrera se inscribió en dos prestigiadas instituciones de arte, la Academia de Bellas Artes de Francia y la de San Lucas, donde impartía cátedra el famoso pintor catalán Antonio Fabrés. De éste y de otros profesores el joven aspirante a artista aprendería los gajes del difícil menester de pintar.
Esto quiere decir que, en un momento marcado por las revoluciones políticas, estéticas e ideológicas, Rubén Herrera entró de lleno en el estudio de las reglas académicas de la pintura: el canon clásico; ese mismo que había venido instituyéndose a partir de la normativa grecolatina hasta desembocar en el impresionismo, una de las corrientes artísticas inaugurales de las llamadas “vanguardias” que cuestionarían no sólo esas normas sino otras de carácter aún más profundo.
La vida y la obra de Rubén Herrera podría, así, dividirse arbitrariamente en tres etapas: la de su formación en el Ateneo Fuente de Saltillo, la de su estancia de 12 años en Roma y la de su presencia en la capital de Coahuila marcada por dos hechos importantes: una gran exposición de su trabajo plástico en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México y la formación de la Academia de Pintura en su casi ciudad natal.
De su primera etapa no quedó mucho. De lo hecho en Europa hay una buena cantidad de obras que lo muestran como un buen aprendiz, y después, como un adelantado discípulo de la Academia, con Fabrés a la cabeza. Aprendió entonces diversas técnicas, desde las más sencillas y humildes hasta las más exigentes y elaboradas, como el lápiz, el carbón, la tinta, el pastel, el óleo.
Se sumergió, como era habitual entonces, en todos los recursos de la pintura figurativa: la simetría, la perspectiva, el claroscuro, la figura humana. Sus modelos fueron, primero, copias de piezas escultóricas clásicas, y luego, seres humanos vivos; también cualquier tipo de objetos y entes naturales como flores, frutos, legumbres, tubérculos.
El discípulo aprendió rápidamente a sacar partido de su destreza y de su capacidad de observación. Como tantos otros artistas de su época, realizó copias de algunas grandes obras del Renacimiento y el Barroco; elaboró algunos “particolari” de pasajes de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, de Las Meninas de Velázquez, de algunas obras de Rubens y otros pintores célebres.
El Rubén Herrera académico estaba ya formado después de unos años de arduo aprendizaje en estas instituciones. Consolidaría esa formación trabajando unos años más en Roma y ejercitando varias técnicas, aunque sea notoria su preferencia por el lápiz y el carbón. Sin embargo, como colorista, su talento es manifiesto en algunos óleos que conserva el Museo Rubén Herrera de Saltillo, entre ellos, su retrato de una “Campesina italiana” (óleo/tela, s/f).
Rubén Herrera permaneció en Europa de 1908 a 1920. Allá se convertiría en un artista de formación bastante sólida; allá se casaría con la joven italiana Dora Scaccioni, que lo acompañaría en su viaje de regreso a México; allá recibiría la invitación de don Venustiano Carranza para llevar a cabo algunos trabajos importantes en nuestro país, recién herido por una revolución que no acababa de tomar forma y que seguía cobrando mucha sangre y más discordia…
II
El siguiente y último periodo en la vida y en la obra de Rubén Herrera estuvo marcado por un éxito y un desencanto: su magna exposición en Bellas Artes, que le reportó espléndidos elogios de la crítica, y el retiro del subsidio oficial del Estado para continuar su labor como director de su Academia de Pintura.
Es difícil separar la obra de un artista de su propia vida. Algunos teóricos suponen que la obra no puede entenderse sin el conocimiento de la existencia de su autor; otros sugieren que el conocimiento de contexto histórico-político general en que vivió un artista es imprescindible para comprender su obra; otros más aseguran que la obra se basta por sí misma. ¿Cuál es la verdad?
Todas esas opiniones constituyen una verdad: la vida, el contexto y la obra de un artista conforman un trinomio indisoluble. Podemos ver cualquier apunte, cualquier boceto, cualquier óleo de Rubén Herrera, pero es posible que alcancemos a avizorar un poco más si tenemos alguna información, así sea somera, de las circunstancias en que esas obras fueron realizadas. ¿Es preciso tenerla? No, no lo es, pero ayudaría un poco para su relativa plena comprensión, si es que podemos hablar de una “comprensión plena” en la obra de cualquier artista.
¿Qué hizo como pintor Rubén Herrera en Saltillo desde su arribo en 1920 hasta su muerte, que ocurrió en 1933, a los 45 años de edad? Trece años estuvo aquí, luego de su regreso de Europa. En esta ciudad, en Saltillo, él y su esposa Dora Saccioni procrearon dos hijos: Mario y María Romana.
Estas fechas parecen equivalentes: 12 años en Europa, 13 años en Saltillo: en la vida de un artista y de cualquier ser humano 25 años tienen por fuerza algún sentido. ¿Cuál fue el desarrollo artístico que ahora podemos contemplar en la obra de Rubén Herrera desde cierta perspectiva cronológica? ¿Fue en todo momento el mismo pintor académico que se había formado en Roma durante más de una década? Podemos responder que sí, que por supuesto, pero se trataría de un sí levemente relativo.
Si observamos su trabajo con atención y detenimiento, advertimos algunas influencias de corrientes y artistas que sin estar alejadas del academicismo buscaban otros derroteros, acaso no tan abruptos como el cubismo, el fauvismo o el futurismo italiano, para citar sólo algunos que entonces constituían “las vanguardias” a las que hoy llamamos “vanguardias históricas”. Pero es evidente que algunas de esas tendencias proyectan alguna luz sobre el estilo de Rubén Herrera.
Y hay que decir que, incluso durante su estancia en Italia, tales corrientes ayudarán al pintor coahuilense en su subterránea necesidad de liberarse un poco de las cadenas de la academia, aunque sin abandonarla jamás.
Así que podríamos hablar, quizá, de dos Rubén Herrera: el obediente y diestro seguidor del inconmovible canon grecolatino, es decir, el clásico, y el otro Rubén, el que se saltó algunos preceptos –muy pocos- para respirar una bocanada de libertad y de un aire un tanto autónomo. Podemos ver perfectamente a ambos Rubén Herrera en muchas de sus obras, especialmente en sus apuntes, sus bocetos, sus instantáneas de la vida cotidiana italiana, la vida de la calle, la vida común de todos los días.
En estos excelentes esbozos utilizaba el lápiz, el carbón, la pluma y la tinta china sobre papel. Hace suceder ante nuestra mirada el trabajo del campo, el transeúnte citadino, el modesto trabajador de la urbe, el paisaje de la vida industriosa, la vida del trabajo diario, la vida de la supervivencia.
No vemos en estos bocetos a personajes que pagaron por un retrato “en forma”, sino la vida rústica e intermitente, el producto de la observación de un hombre que aplicaba su destreza plástica en temas acaso no bien vistos por el canon de la academia. Pero es la obra vertiginosa de este Rubén Herrera la que complementa a la otra, aquélla que ejecutaba y depuraba en su estudio y la que, igualmente, sorprende por su maestría.
III
Rubén Herrera dibujó y pintó abordando casi todos los géneros de la pintura: el bodegón, la naturaleza muerta, el paisaje, el floral, el “vanitas”, el boceto –que él convirtió en obra maestra-, la copia disciplinaria –no la “apropiación”, como diríamos hoy-, el estudio pormenorizado de manos, vegetales, animales, rostros ideales, etc.
Pero el maestro académico pintó varios de los retratos y los autorretratos más interesantes e importantes de la pintura mexicana de la primera mitad del siglo XX. Entre ellos y en primer lugar, citaría su impresionante autorretrato “Aquí me tenéis” (óleo/tela, 1913); después, el “Retrato de la Srita. Dora Scaccioni” (carbón/papel, hacia 1912-13), el sobrecogedor “Retrato de Laura” (carbón y pastel/papel, 1909), que es, en realidad, una espléndida copia al carbón de un retrato pintado al óleo por su maestro catalán Antonio Fabrés.
Otros retratos y autorretratos reveladores son: “Autorretrato sonriendo” (carbón/papel, s/f), “Dama con sombrero” (lápiz/papel, 1916), “Ni envidiado, ni envidioso” (óleo/tela, 1913), “Autorretrato con moño” (carbón/papel, s/f), “Retrato de la Sra. Ida Palomba” (lápiz/papel, 1917), “Retrato de la Srita. Dora Scaccioni” (lápiz/papel, 1917), “Mujer” (carboncillo/papel, s/f) y, entre otros, el deslumbrante óleo “Retrato de la Srita. Dora Scaccioni (óleo/tela, 1917).
A estas obras de carácter retratístico deben añadirse los rápidos bocetos que de Sánchez Uresti (lápiz/papel, 1907), de Antonio Fabrés (lápiz/papel, s/f) y otros apuntes que realizó en distintos momentos. Es fácil advertir la evolución del pintor si vemos alternativamente los bocetos citados: el retrato de Sánchez Uresti es el trabajo de un muchacho bien dotado para la línea; los dos que hizo de Fabrés son la obra de un artista que ha trabajado, que ha aplicado una cotidiana disciplina a su mano, a su capacidad de percepción y a su sensibilidad.
Casi todos estos retratos llaman la atención por la delicadeza con que fueron ejecutados. En estos retratos hechos a lápiz, al carbón o al óleo, el espectador descubre de inmediato a un artista de suma brillantez. El protagonista en estas obras no es otro que el dibujo, una capacidad que el arte contemporáneo parece haber desplazado a un segundo o tercer plano en el quehacer plástico.
Rubén Herrera fue un dibujante excepcional: en el retrato, el bodegón o el paisaje, el maestro supo capturar sus motivos con absoluta pericia. Dueño de una técnica a partir de cierto momento impecable, el pintor trasladó al lienzo o al papel todo lo que llamaba su atención. ¿Qué caracteriza sus retratos además del dominio de esta técnica? El enigma que de ellos se desprende, sin duda. O mejor dicho: un misterio que no acaba de entregársenos… Acaso suceda lo mismo con todos los retratos del mundo, pero en este momento hablamos de Rubén Herrera.
Lo que vemos en su óleo “Aquí me tenéis”, por ejemplo, es un autorretrato magnífico, sí, pero también una suerte de acertijo. El pintor se representa de cuerpo entero y nos mira casi de arriba hacia abajo: lo vemos envuelto en una gran capa negra de forro color granate y tocado con un sombrero, de ala ancha, también negro, ligeramente al sesgo; lleva una corbata de moño, el único toque de blanco que se ve en el cuadro; su pantalón es gris; el fondo es una bruma grisácea que va descendiendo por el cuadro de formato vertical hasta alcanzar tonalidades ocres. La mirada, fija en nosotros, y su mano izquierda, que hace descansar en su cadera, acentúan ese carácter enigmático.
Todo retrato es misterioso porque representa la fugacidad de la vida, entre tantas otras cosas. Un retrato es, a su manera, un “vanitas”: nos recuerda, querámoslo o no, la finitud de la existencia, la ilusión de eso que llamamos “la vida”. Bajo el brocado, el encaje, la seda o los andrajos está la carne, y más adentro, los huesos y finalmente el polvo: el retrato es la ilusión de una ilusión. Con Quevedo y Góngora, lo dice sor Juana:
Este que ves, engaño colorido,/ que, del arte ostentando los primores,/ con falsos silogismos de colores
es cauteloso engaño del sentido;/ éste, en quien la lisonja ha pretendido/ excusar de los años los horrores,/ y venciendo del tiempo los rigores/ triunfar de la vejez y del olvido,/ es un vano artificio del cuidado,/ es una flor al viento delicada,/ es un resguardo inútil para el hado:/ es una necia diligencia errada,/ es un afán caduco y, bien mirado,/ es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.
Un retrato como éste, que de sí mismo pintó Rubén Herrera, es doblemente conmovedor. ¿A quién o a qué tiene que decir “aquí me tenéis” y por qué? El nombre del cuadro y el retrato mismo son un desafío, un reto que no admite evasión. ¿Qué pudo haber conminado al artista a pintarse así? Frente a la aparente neutralidad y “distanciamiento” de sus retratos, el espectador adivina o sospecha algo más. En el caso de “Aquí me tenéis” la sospecha crece y se convierte en incertidumbre.
Varios retratos del artista despiertan esta inquietud, como los que hizo de “La Srita. Scaccioni”, su novia primero y después esposa. Adivinamos en algunos de ellos el influjo del prerrafaelismo inglés y el simbolismo francés; intuimos cierta reminiscencia del barroco holandés… Pero asumiendo y admirando de antemano la maestría técnica de Rubén Herrera, ¿hay algo más en estos cuadros? Sí, hay algo más, pero ¿qué?
Sor Juana nos auxilia en la comprensión de este género de obras. Ella nos recuerda lo que todo cuadro de esta índole nos empuja a sentir: el retrato es una ilusión, “un engaño de los sentidos”. Aunque sor Juana se refiere a un retrato de mujer y habla de él no sin coquetería, en los retratos y autorretratos de Rubén Herrera el espectador encuentra también ese aire contradictorio de engaño y desengaño: nos miren o no, los retratados son la representación y “la encarnación” de lo fugaz, un engaño fraguado por el artista y por nuestra percepción; el desengaño constituye la desembocadura de esto que no es, al fin y al cabo, sino una extraña ilusión óptica.
IV
Fernando Pessoa escribe en su Libro del desasosiego: “No creo en el paisaje. Sí. No lo digo porque crea en ese «el paisaje es un estado de alma» de Amiel, uno de los buenos momentos verbales de la más insoportable interioridad. Lo digo porque no creo.”
Una buena parte de la obra de Rubén Herrera está dedicada al paisaje, al natural, al pueblerino y al urbano. En este género el artista muestra también su gran destreza. Trátese de apuntes o de obras más acabadas, sus paisajes son estudios del natural, no sólo buenas copias. El paisaje ofrece al artista una libertad que difícilmente podía alcanzar en el retrato.
Sus florestas, sus prados, sus vistas de grandes extensiones de vegetación realizadas al carbón o a lápiz complementan otro tipo de obras que parecen minimalistas: ramas, troncos solitarios, fragmentos de árbol, arbustos. Éstos son, a su vez, el correlato de los innumerables pliegos en que hizo sus estudios de manos, labios, fragmentos de rostros, pies, objetos diversos…
El paisaje está presente en casi toda la obra del artista. Los encontramos realizados a lápiz, al carbón, a tinta china y en ellos hace gala de distintos puntos de vista, diversas perspectivas y tratamientos de la línea, el claroscuro y la composición.
En otros utiliza el óleo y la línea desaparece para dar entrada a un manejo del empaste oleaginoso que no vemos en otras obras suyas: el contraste de color, la irrupción de la luz o de la sombras, la composición misma lo acercan más al impresionismo que a la academia en la que fue formado. Esto muestra que sí hay una evolución en la pintura de Rubén Herrera; es visible en estos paisajes como lo es en sus obras postreras, que anunciaban una indeterminada directriz.
Los paisajes de Rubén Herrera no suelen ser tan precisos como muchos de sus retratos, pero literalmente capturan un instante de la vida vegetal. Sin que pueda ser visto, el viento se nos revela gracias al movimiento del follaje de las arboledas: en una sinestesia cómplice, escuchamos el ruido de los árboles a través de la línea y sus sombras. Oímos con los ojos: sí, otra vez Sor Juana.
Uno de los paisajes más sugestivos del maestro que quizá fue realizado en Roma se llama “Mirando al Tíber” (carbón/papel, s/f). Se representa en él una exacta perspectiva del río en medio de un contexto urbano. Vemos una calzada curva flanqueada por árboles y más allá, al fondo, un puente que atraviesa el río. A la izquierda, en primer plano, un hombre de espaldas contempla el paisaje que nosotros contemplamos –él incluso-; está de pie, junto al largo parapeto de piedra, lleva sombrero y tiene las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Debe hacer frío.
En “Mirando al Tíbet” volvemos a encontrar el influjo de su maestro Fabrés, autor del óleo “Joven encantador de serpientes”, donde advertimos una composición que quizá pudo dar pauta al discípulo para la elaboración de este paisaje urbano tan sugerente en el que un hombre de espaldas parece ofrecer otro enigma, como ocurre con todos esos personajes representados –para siempre- de espaldas en muchas obras plásticas. Recordemos, por ejemplo, “La bacanal”, de Tiziano, entre muchas.
Otros paisajes muestran a un Rubén Herrera menos preocupado por seguir los cánones academicistas en cuyos ámbitos se formó: en algunos de ellos vemos que la línea desaparece para dar paso a la creación de vistas realizadas sólo con pinceladas de color de tonalidades deliberadamente neutras. Como en la obra de muchos pintores impresionistas, en estos paisajes el artista se vale del puro contraste para dar volumen y perspectiva.
No llega a romper las reglas aprendidas en la Academia pero es obvio que el maestro era ya dueño de sus posibilidades y que el paisaje le brinda la oportunidad de desembarazarse un poco de la asfixiante preceptiva clasicista.
“L paisaje es un estado del alma”: ésa es la frase de Amiel que nos recuerda Fernando Pessoa. “Uno de los buenos momentos verbales de la más insoportable interioridad”, afirma el poeta portugués que “no creía en el paisaje”. ¿Desde qué rincón de su conciencia decía esto? ¿Qué pensaría Rubén Herrera”?
V
Esta tendencia a la libertad expresiva se revela también en sus bodegones, naturalezas muertas y vanitas. Hay varios ejemplos.
A pesar de ser éstas obras “de género”, es decir, validadas por una larguísima tradición, se ofrecen como tales, pero como en todo artista que se precie de serlo, Rubén Herrera quiere imprimir en ellas no sólo la marca de su destreza técnica sino también un estilo.
Los materiales que emplea suelen ser el lápiz y el carbón. Dos excelentes ejemplos de esto son “Naturaleza muerta con cráneo” (carbón/papel, 1909) y “Naturaleza muerta con pipa” (carbón/papel, 1910). En óleo tenemos dos de sus piezas más interesantes porque muestran a un pintor que, contra el repetido paradigma de “pintor académico”, se presenta como alguien que, después del dominio de una técnica, continúa su búsqueda: “Silla labrada” (óleo/madera, s/f) y la enigmática “Naturaleza muerta con zapatos” (óleo/cartón, s/f), en la que vemos un cántaro de barro, una estatuilla, un sombrero oscuro y unos zapatos puestos sobre una mesa cubierta por un rugoso mantel blanco y algo que parece un cartel de publicidad…
Interesante esta obra por varias razones: en el fondo, como suele ocurrir en la obra de Rubén Herrera, no hay nada que distraiga la mirada o que establezca un nexo entre estos objetos y algún entorno determinado; los zapatos están apenas esbozados en sepia con ciertos detalles; el cartel debe ser visto del revés para poder leer una palabra que encabeza el pliego: “Hirogeno”. ¿Se trata de una publicación italiana? Parece que sí… Si hoy consultamos en Internet cuál es el significado de ese vocablo nos encontraremos con la palabra “hidrógeno”, o bien, con una acepción impensable para el artista. “Los hirógenos son una civilización humanoide en el universo de ficción de Star Trek [Viaje a las Estrellas].” (Wikipedia, 6/VII/2016). ¿Qué era ese “Hirogeno” en la época en que Rubén Herrera pintó este cuadro presuntamente inacabado? ¿Una revista italiana, algún tipo de almacén?