El México que quiero (Cobertura Vanguardia)
-¿Quiere un café?
-No, muchas gracias.
-¿Un pan o una torta?, Necesita comer, oiga.
Nunca había sentido al contemplar una sola escena, que la piel se me erizara más de tres veces. Me pueden llamar sensible si quieren.
Olga, una capitalina que vive en una zona lejana de la ciudad me ofreció todo lo necesario para hacerme sentir mejor, en un momento tan difícil para las pupilas.
Yo me pregunto: ¿Este es el México del que tanto hablamos, verdad?
Creo que la respuesta podía concentrarse en todos los poros de la piel, y en la mordida que le dí a ese único sándwich envuelto en una servilleta, y que tomé de una bolsa de pan con la seguridad de que estuvo hecho por las manos de un mexicano ejemplar.
Supe, que venía de las manos de quienes tomaron en cuenta, que las personas que estábamos en las zonas de desastre haciendo cualquier tipo de trabajo, teníamos que tomar líquidos y alimento, aunque no fuera nuestra preocupación principal.
Para ser sincero, el silencio me es aterrador. Regularmente pienso que cuando hay silencio, es cuando algo acaba, cuando algo ya se terminó, o cuando hay que apechugar algún sentimiento aunque este no nos guste.
El silencio de la Ciudad de México no vino solo. Llegó para asentarse en los alrededores de las pirámides de escombros que dejó el terremoto más doloroso en los últimos 32 años si somos exactos.
Insisto, no vino solo, un puño en la mano acompañó a la ausencia del sonido; una situación que se volvía contradictoria en una ciudad tan caótica. “¡Shhh. Queremos ver si todavía hay gente ahí dentro. Apaguen esas máquinas’’, le decían los capitalinos a las autoridades. Los ciudadanos tomaron el control, aunque sólo se les permitiera hacerlo a 500 metros de la llamada “Zona Cero”.
De niño, pensaba todo el tiempo en que quería retratar todo este tipo de momentos, los más difíciles, en los que se pudiera apoyar y desenfundar el corazón para plasmarlo en lo que me fuera posible. Recuerdo el atentado de las Torres Gemelas, y los latinos que se quedaron entre los pisos de hasta el fondo (donde siempre nos tienen los gringos), quería ir, que el dolor y el miedo no fuera para ellos nada más. Cuando estalló la guerra en el Medio Oriente, quería ir. ¿Y los niños?, preguntaba.
Esta vez me tocó presenciar uno de los momentos más impactantes para una ciudad que me cobijó durante tres años, y que me llevó a “los chingazos” a ser otra persona, incluso a saber que lo que lo quiero hacer por el resto de mi vida se llama periodismo.
Estuve en al menos cinco zonas, y en una de ellas pensé: guarda silencio y pon el puño en alto. El silencio colectivo me llevó a recordar todos los momentos en que alguien se preocupó por mí, y todos en los que rechacé la ayuda para que fuera destinada a quienes en realidad lo necesitan. A nadie le importó, todos seguían y seguían ofreciendo lo que podían traer de sus casas, de sus estufas, de la tiendita de la esquina, sacando de sueldos o de sus ahorros que tanto sirven en un país como este, donde la desigualdad predomina, y la mayoría de los políticos no levantan la mano para proponer soluciones.
Fue doloroso ver que miles de personas no podrán regresar a sus casas por las grietas que hay en las paredes, pero todos ellos tuvieron un abrazo y un mensaje de esperanza. ‘’Resiste México’’.
Parecido a una canción de amor, las clases sociales no importaron, todos ellos eran niños, jóvenes, adultos, ancianos, ricos, pobres, clase media, millennials y generación equis. Las filas para ayudar NUNCA se acabaron, ni las caras de angustia.
“Disculpen, venimos a preguntar si ¿necesitan ayuda?”, dijo por ejemplo un joven tomando a la mano a su hermana de cinco años, mientras su papá los esperaba en el auto para ir preguntando en todos los puntos hasta llegar a uno que les dijera: ¡Éntrale!. Por fortuna, todos estaban saturados.
El retrato que me quiero llevar a la tumba es este. Ahora entiendo qué era eso que me hacía tener tanta esperanza en que seremos un país grande y justo. Ahora sólo queda esperar que la memoria colectiva no lo deseche, y que los puños permanezcan levantados hasta que sea la mitad del año 2018.