Confesiones de un hombre de 30 años que pensaba que no era machista

Es necesario que los hombres hablen de los problemas que ocasionan, del violento contexto del que forman parte y de que prefieren asumir el asunto como normal
Ilustración: Esmirna Barrera

Texto: CÉSAR GAYTÁN
Ilustración: ESMIRNA BARRERA

 

Soy un hombre a punto de cumplir 30 años y estoy en crisis. No me lo dijo una persona especializada. Tampoco creo que sea sobreinterpretación alarmista. La angustia se siente real: está presente en muchos razonamientos y en gran parte de mis actos. Todo se relaciona con la discusión de género tan pertinente y efervescente en estos días.

Simplemente no puedo sacarme de la cabeza que todo lo que hago, digo o tengo en planes es machista. No sé si cada cosa que he hecho o que pienso hacer es una forma de violencia de género. Temo que sí, me excuso en que no y creo que todos los días cometo los mismos errores sin poder evitarlos.

Dicho de otra manera, yo estaba seguro de que no encajaba para nada en la descripción de macho opresor. Creía que mis actos eran más el resultado de un niño de clase media formado en colegios, una adolescencia rebelde como la de cualquiera y ejemplo de caballerosidad como pocos.

La crisis empezó cuando Eliza, mi novia, estudió una especialidad en género y se hizo feminista. Me compartió lecturas, inquietudes, puntos de vista y me contagió de todas sus preocupaciones.

Antes de eso nunca me detuve a pensar en las dificultades y obstáculos (los visibles y otros más siniestros y ocultos) que enfrenta una mujer de manera cotidiana, estructural y sistemática.

Después descubrí que muchas de las mujeres con quienes he compartido mi juventud y adultez también son feministas. Hoy me parece una decisión valiente, digna y necesaria, pero no quiero ejercer una doble moral: cuando me relacioné de forma cercana a estos temas todo me parecía una moda.

No sabía entonces que ese pensamiento era una mezcla de mi ignorancia, formación cultural, machismo y privilegios patriarcales. Al contrario, pensé que era normal. Es más, hasta creí que llevar la contra y desestimar los puntos de vista en torno al feminismo significaba tener la razón.

Encima “respaldaba” mi postura con respuestas viejas y mañosas: “nunca le he pegado a una mujer”, “yo no les digo piropos guarros ni las acoso”, o quizá la más pedante: “a los hombres también nos matan y nadie habla de eso”. Y aventaba esos comentarios con orgullo de ser parte de un grupo selecto de hombres correctos. Ja.

Suena absurdo, lo sé. Nunca lo había escrito pero a decir verdad me doy asco por eso. Y no puedo responsabilizar a nadie más por esas conclusiones tan estúpidas.

Aquí me gustaría decir que este artículo propone soluciones o que encontré la forma de convertirlo en un manual para que los hombres nos reeduquemos y matemos a nuestro macho tóxico. Pero no es así.

Necesito calmar mi neurosis y saber: ¿qué hago con esta crisis interior?, ¿qué le exige el feminismo a los batos?, ¿cómo debe ser un hombre en el siglo 21?, ¿soy machista todo el tiempo? Y si sí, ¿qué puedo hacer al respecto?

Es evidente que no se trata de un texto sobre feminismo. Y creo más o menos entender que no hace falta la opinión de otro hombre al respecto. Lo que sí considero necesario es que los hombres hablemos de los problemas que ocasionamos, del contexto tan violento del que formamos parte y que preferimos ignorar o asumir como normal. 

¿Le tengo miedo a la deconstrucción?

Uno de los temas más recurrentes en las pláticas con Eliza es la “deconstrucción”. Aun cuando ella me explicó lo que es y leí varios ensayos al respecto, no lo entiendo del todo. Lo intuyo como un proceso de autoevaluación donde tomas en cuenta diversos factores para tratar de erradicar lo nocivo y trabajar de manera constante en cómo ser una mejor persona.

Según lo que me cuenta, ella empezó su deconstrucción gracias al feminismo. Ni siquiera sabía que una mujer debía deconstruirse en este sentido. Mi conflicto es cuando mi novia dice, también estoy en ese proceso y es ahí donde no sé qué pensar.

¿Es posible?, ¿cómo sé si estoy en deconstrucción o no cuando hace poco tiempo me parecía un tema irrelevante?, ¿toda persona es candidata a deconstruirse? ¿cómo se siente una deconstrucción?, ¿es algo voluntario, causal o un destino inevitable? ¿cuándo se acaba un proceso de estas características? Caray, ¿cuáles son esas características?

Mi primer punto de inflexión fue conocer los micromachismos. Unas prácticas que no podría definir de otra forma que como “chingaquedito”. Porque están ahí, sutiles, disfrazadas de cualquier otra cosa, pero jodiendo como quiera.

Eliza me explicó el tema. Me vi reflejado en diversos estudios académicos y listas de internet. Entonces negué todo. Lo justifiqué con “no está mal, así son las cosas” o “eso no es machismo, son costumbres”, entre otra sarta de tonterías.

Me quedó más claro cuando me lo explicaron con mi familia. ¿Quién se encarga de la mayor parte de la limpieza? Mi madre. ¿Cocinar? Mi madre. ¿Administración de los gastos de la casa? Mi madre. Eso además de cumplir con su trabajo, procurarnos a mi hermano y a mí, sin dejar de ver por mi papá.

Así fue todo el tiempo que viví en casa de mis padres. Me parecía normal que los tres hombres de esa casa nos comportáramos así, ocupados por otras cosas, dejándole gran parte de esas labores, (cuando no todo) a ella.

Recientemente me enseñaron que eso es parte del trabajo invisible, el no remunerado. Y generalmente lo hace la mujer. ¿Por qué? Por el patriarcado. Porque simplemente por el género muchos esperamos que sean ellas quienes lo hagan. Sé que muchos hombres están cansados ya de esta discusión. Hasta hace poco a mí me parecía repetitiva e innecesaria. Pero las cosas cambian.

Eliza y yo vivimos juntos desde hace varios años. Tratamos de balancear las responsabilidades de la casa. Repartimos según las cosas que nos gustan y las que no. Lo más común es que ella cocine, por ejemplo. Pero no por ser mujer sino porque tiene mejor sazón (a las pruebas me remito). En cambio, yo soy quien lava los trastes y encuentro una paz reconfortante en esa tarea.

Llevamos las cosas en paz con un acuerdo que señala lo obvio: se trata de responsabilidades, no de favores. Ninguno está “ayudando” al otro en este sentido. Y esta declaración no busca aplausos ni felicitaciones. Más bien es un recordatorio de que me di cuenta de algo tan básico cuando ya era muy tarde.

Ocurre otra cosa curiosa. Cuando comemos fuera de casa, hay ocasiones en que mi madre me da dinero antes de entrar para que “yo pague”. Yo lo tomo sin remordimiento. Y pago. Con dinero que no gané, que no me pertenece. Ni siquiera entiendo bien la razón de este comportamiento. De hecho estas palabras son mi primera reflexión al respecto. Y no es precisamente una reconfortante.

Hay otra cosa curiosa en los restaurantes. Cuando salgo con amigas y es evidente que ellas piden una cerveza, el mesero o mesera me la llevan a mí. Ocurre lo mismo con la cuenta. Me parecía normal. Inofensivo. Y no entendía por qué mis acompañantes se enojaban.

De nuevo, no pude advertirlo solo y me explicaron que se trata de la “invisibilización” de la mujer, de asumir que al género le corresponden ciertas habilidades intrínsecas y de no reconocerlas como seres individuales.

Hoy la solución es muy sencilla: nos ponemos de acuerdo previamente y pagamos a mitades casi siempre. Pero uno puede invitar al otro cinco veces seguidas sin que eso nos genere un conflicto de género. Ella me invita por gusto o si no tengo dinero en ese momento. Lo mismo ocurre de mi parte. El secreto, para nosotros, es que no hay secreto.

Seguro que estas cosas parecen minúsculas e intrascendentes. Pero fueron las primeras actitudes que pensé que no tenían que ver con el machismo y en realidad sí.

Tampoco me quiero desviar. Llegué aquí hablando de la deconstrucción de mi novia y de cómo me resisto a creer que estoy en ese proceso. Supongo que en realidad tengo miedo de aceptarlo porque eso significa asumir que casi todo lo que he aprendido sobre el tema está mal. Y bueno, a quién le gusta estar equivocado.Nunca me detuve a pensar en las dificultades y obstáculos (los visibles y otros más siniestros y ocultos) que enfrenta una mujer de manera cotidiana, estructural y sistemática”.

Ilustración: Esmirna Barrera

Del ‘yo no soy macho’ al ‘quiero dejar de serlo’ . ¿Todos son machistas menos yo?

Antes de llegar a mi crisis actual, enfrenté un panorama opuesto. Como ya me habían explicado un par de cosas sobre género, creí que tenía todo muy en claro. Y aunque nunca lo dije en voz alta, tenía total certidumbre al respecto: “todos son machistas menos yo”. ¿Estúpido de nuevo? ¡Oh, sí!

Juzgaba en silencio las pláticas con mis amigos o los comentarios en internet. Y eso me daba una confianza moral silenciosa muy fuerte. Porque sentía que identificar acciones en los demás era parte se hacer un cambio.

Aún así me reía de comentarios sexistas. Ridiculizaba las posturas más radicales del feminismo, porque, además de no entenderlas, eran las que tenían más proyección en redes sociales y medios de comunicación (además de presentarlas descontextualizadas). Y en vez de poner un alto a este tipo de actitudes me escudaba en frases como: “cada quien es responsable de sí mismo”.

Escrito y en retrospectiva, por supuesto que advierto los errores. Pero fue solo hasta que Eliza me lo dijo de frente que se volvieron actitudes conscientes y empecé a trabajar en corregirlas. Porque también es cierto que ninguna de las cosas mencionadas las hacía con malicia o ganas de perjudicar a nadie.

Conocía el concepto de mansplaining. Esa innecesaria intervención de un hombre para explicar algo a una mujer o explicarlo en lugar de una mujer “para que quede claro”. Pero no advertí otras maneras de invisibilización.

En una reunión con amigos y amigas decidimos sacar juegos de mesa. No recuerdo el nombre, pero la dinámica era hacer equipos y responder preguntas. No me di cuenta que al momento de nuestra participación, entablaba diálogo solo con otros hombres ignorando por completo no solo la opinión sino hasta la presencia de las mujeres. Como si ellas no tuvieran una aportación valiosa.

Y luego está también la carne asada. ¿Que por qué el que prende el carbón es casi siempre un hombre mientras las mujeres están en el interior de la casa con la preparación de otros alimentos?

Reconozco que he sido intransigente al decir: “Yo nada más prendo el carbón, arréglense con todo lo demás”. Uno se apodera del asador, y lleva a cabo todo el ritual y es cierto que frente al fuego uno se vuelve más primitivo. Justo como en los ejemplos anteriores, mi justificación era cualquiera menos machismo.

Hay una situación diferente que no sé en qué categoría entra. Eliza tiene dos carreras profesionales, cuatro especialidades de posgrado y un sinfín de capacitaciones. Tiene un mejor sueldo y mejores prestaciones que yo.

En cambio yo no estoy titulado, desdeño los sistemas de educación convencionales y cuento con muy poco respaldo académico en mi preparación.

Cuando hablamos de esta brecha, mi novia me cuestiona si nunca me he sentido menos capaz que otras personas para hacer cualquier trabajo. Si necesito esforzarme el doble o el triple para que me tomen en cuenta. Si creo que a una mujer le pagarían lo mismo por hacer lo que yo hago.

Todas mis respuestas eran: “no me incomoda nada de eso porque todo depende de la persona”. Como si fuera un plan educativo diseñado a medida, mi novia me explicó entonces sobre los privilegios y cómo es imperceptible para los hombres advertirlos, porque incluso sin darnos cuenta, obtenemos ventajas todo el tiempo.

Los últimos días he reflexionado en cómo identificarlos y si es posible renunciar a ellos. Todo indica que no. Al menos hasta el momento. No puedo entender un cólico ni todas sus implicaciones. En ninguna de mis entrevistas de trabajo me han preguntado si tengo planes de tener hijos, como si mi respuesta condicionara la contratación.

Me gusta salir a caminar por la noche. O viajar solo sin avisar a nadie. Y es cierto lo que dicen otras mujeres. Como hombre, no siento miedo de hacerlo. No me preocupa que puedan atacarme, violarme o matarme. Salvo en los tiempos de la cruda violencia del narcotráfico, ese tema no me incomoda.

Incluso si pienso en acoso, la realidad no se compara. Me han acosado una sola vez en mi vida. Y fue otro hombre que me agarró la pierna mientras viajaba en el camión. Luego me persiguió al bajar por un par de cuadras, pero solo lo ignoré y se fue. Me pareció más molesto que peligroso.

Total, que por donde lo veo soy machista, privilegiado y todos los adjetivos negativos que pensé que no me iban… en fin. Soy el Patriarcado.

Lo acepto: soy el patriarcado

Todo el tema me parece muy complejo. Me cuesta mucho diferenciar entre micromachismos, actos machistas más visibles, y estos privilegios que al principio catalogué como una invención.

Hace poco entré a un blog feminista y leí que si tenía pensamientos sobre cualquier mujer también era violencia de género. Creí que mi mente era el único lugar seguro para ser el yo que no sale a la luz pública, para desatar cualquier razonamiento por más instintivo que fuera. Pero no. Ahora cada vez que veo o conozco una mujer ni siquiera estoy a gusto. Me pregunto si lo que estoy diciendo es alguna forma de acoso que no reconozco, si mis gestos la hacen sentir incómoda, si mi comportamiento demuestra que en efecto soy un violador en potencia.

No estoy cómodo conmigo, ni en mis pensamientos. Aunque si lo comparo con la cantidad de atrocidades que se cometen día a día contra las mujeres, mi crisis es apenas una tontería.

¿Qué ocurre con la caballerosidad? ¿está mal? Suelo abrir la puerta de cualquier acompañante en mi auto, sea hombre o mujer. Ahora no sé si con los primeros son actos de privilegios y con las segundas una acción violenta. No me queda claro si todo es un proceso introspectivo o se llega a una respuesta mejor al socializar las inquietudes.

Algo cambió en mí después de las marchas feministas que ocurrieron en agosto de 2019 en México. No sé bien qué, no sé si es suficiente. La primera manifestación de este cambio fue denunciar memes en Facebook que se burlaban del movimiento.

También tomé un poco de coraje para dejar la pasividad de esta crisis. Ahora me aventuro a señalar las actitudes machistas de mis amigos y hombres cercanos. No con afán de superioridad, sino para cortar esa violencia.

La verdad siento un gran caos en este momento. No tengo una postura clara sobre las nuevas masculinidades. Y trato de encontrar el rol más adecuado en esta coyuntura de género.

Lo único que veo con certeza es esta confesión. Una frase totalmente seria toda vez que hoy pienso en el machismo como una adicción: “Buenos días. Soy César y soy el patriarcado”.Es innecesaria la intervención de un hombre para explicar algo a una mujer, o explicarlo en lugar de una mujer ‘para que quede claro’