La voz de los ‘nadie’: el arte de reportear en el Infierno
Periodismo en primera persona
NO FICCIÓN
Este género de periodismo reivindica como sus objetos de estudio el recuerdo próximo y remoto y la memoria familiar del sujeto que narra.
NOVELA DEL YO
Es un campo atípico del periodismo latinoamericano que construye la versión sin restricciones de las experiencias de un individuo.
MUNDO INTERIOR
La crónica desde esta perspectiva, gira entorno a una red asociativa y no restringe el relato al devenir de los sucesos, sino a las impresiones subjetivas.
Texto: Lucila Navarrete Turrent
Edición: Quetzali García
Fotos: Manuel Guadarrama/ Francisco Rocha/ Cortesía
Diseño: Edgar de la Garza
“Estar ahí”: el potencial político del testimonio. A propósito de La tropa del silencio. Memorias periodísticas desde un campo de batalla (2019) de José Carlos Nava
En 1970, siete años antes de haber sido secuestrado y desaparecido por la última dictadura militar en Argentina, el extraordinario escritor y testimonialista Rodolfo Walsh, decía en entrevista con Ricardo Piglia, que el “arte de ficción” estaba alcanzando su esplendoroso final, “en el sentido probable de que un nuevo tipo de sociedad y nuevas formas de producción exijan un nuevo tipo de arte más documental, mucho más atenido a lo que es mostrable”. En el futuro, decía Walsh, tal vez “se inviertan los términos” y “lo que realmente se aprecie en cuanto a arte sea la elaboración del testimonio o del documento” que, “evidentemente en el montaje, la compaginación, la selección, en el trabajo de investigación se abren inmensas posibilidades artísticas”.
Rodolfo Walsh pensaba en términos de un arte político, un arte crítico de la noción higiénica de las “bellas artes”, que las desvincula de su realidad social. Y es que ésta, tal y como se nos presenta es convulsa, desbordada, profundamente desigual y violenta. ¿Será, entonces, que la literatura puede quedar al margen del grito, siempre sofocado, de las víctimas de un sistema feroz y descarnado? Walsh sostenía que no, que los géneros literarios estaban siendo impactados, lo que los volvía inclasificables.
Desde fines de la década de los cincuenta hasta nuestros días, América Latina ha producido un inmenso caudal de literatura testimonial. Este hecho incomoda a no pocos, puesto que encumbra al “yo” como única fuente de autoridad, y cumple la incómoda función de agrietar el discurso de las instituciones para abrir su propio espacio discursivo. De viva voz, el testimonio evidencia la ausencia absoluta de Estado de derecho, procesa el vacío de la promesa del ejercicio de los derechos fundamentales, apelando a la indefensión de la subjetividad.
El testimonio es un género de larga data en nuestro continente. Obras como Juan Pérez Jolote: biografía de un zotzil (1948) de Ricardo Pozas, u Operación Masacre (1957) de Rodolfo Walsh parecen inaugurar el género, aunque sobre la senda previamente trazada por Heriberto Frías y su Tomóchic (1906). De clara raigambre periodística y etnográfica el género llegaría a ser institucionalizado por la cubana “Casa de las Américas”, en el contexto posterior al triunfo de la Revolución cubana y la promesa de las emancipaciones, mismas que se vieron trágicamente sofocadas tras la penetración del Terrorismo de Estado en el Cono Sur en los años setenta.
Como lo vaticinaba Walsh, la proliferación del testimonio en el siglo XXI en sus múltiples variantes, como el literario o el fílmico-documental, se ha convertido en un género, no sólo omnipresente, sino quizás el de mayor relevancia en nuestros tiempos. Un vistazo rápido a los estantes de novedades editoriales confirma que, sobre las formas ya canonizadas, como la novela, emerge la voz, el testimonio, la “no ficción”, que nos sitúa frente a la voz de “los nadies”, denominador común de este híbrido y siempre caprichoso discurso en el cruce disciplinar. Obras como Antígona González de Sara Uribe, Tierras arrasadas de Emiliano Monge, El libro centroamericano de los muertos de Balam Rodrigo, El guerrillero Raúl Florencio Lugo de Saúl Rosales y La tropa del silencio de José Carlos Nava, por poner tan sólo algunos ejemplos recientes, revelan el potencial político de las narraciones de las víctimas y testigos de la irrefrenable violencia que ha caracterizado a nuestro avanzado siglo XXI.
¿Por qué el testimonio importa, especialmente en Latinoamérica? Se trata de una región que históricamente ha sido sometida a procesos de dominación y disciplinamiento. Su ingente diversidad socio-cultural resulta poco conveniente a los intereses del capitalismo. Las tácticas de intimidación, de vigilancia y escarnio público están ahí, escrutando la vida cotidiana, tanto en tiempos de “paz”, como de guerra; estrategias que actúan sobre las vidas de quienes, casi siempre, ocupan los eslabones más débiles de la escala social: mujeres, indígenas, trabajadores y, en síntesis, sujetos anónimos. Dejar el anonimato significa, muchas veces, pasar a formar parte del espectáculo de los cuerpos vejados. El testimonio del débil, de la víctima, el silenciado o marginado, el del sobreviviente, condensa la virtud de alterar las verdades oficiales y reconstruir, al menos, las fracturas de la identidad.
La función desestabilizadora de las verdades oficiales o “históricas”, se cumple plenamente en este género a través de la mediación de un “intelectual”, quien busca al testimoniante, dispone, firma y somete a circulación un texto para buscar interlocutores y apelar al diálogo. Como nos lo ha enseñado de una manera magistral la escritora y periodista mexicana Elena Poniatowska en obras como La noche de Tlatelolco (1971) y Nada, nadie, las voces del temblor (1988), el testimonio es autorizado por un intelectual, a la vez que legitimado por un aparato editorial o académico. El intelectual, entonces, asume a conciencia el lugar privilegiado que ocupa dentro de la sociedad, pues cumple la función de mediar entre el universo de las víctimas y el periodístico-literario y académcio. De modo que la responsabilidad es artística y política.
Un diálogo con La tropa del silencio. Memorias periodísticas desde un campo de batalla (2019)
La reciente aparición de La tropa del silencio de José Carlos Nava constituye uno de los ejercicios más relevantes que se han hecho recientemente sobre la ola de violencia que azotó a la Zona Metropolitana de La Laguna entre 2007 y 2013. Ofrece la posibilidad de acercarse a la llamada “Guerra contra el narco” desde las miradas y voces de quienes ejercieron el oficio periodístico de a pie. “En medio de una turbulenta onda expansiva de violencia criminal (…) un ejército de informadores sin más armas que pluma, libreta, audiograbadora y cámara al hombro emprendía incursiones especiales para cumplir con la labor informativa de la mejor manera posible, a pesar de tener frente a sí el peor de los mundos posibles”, advierte en la introducción el también profesor de la Universidad Autónoma de Coahuila.
Se trata de un conjunto de dieciocho testimonios de diez reporteras y ocho reporteros, cuyas historias, meticulosamente compuestas por el autor, conforman una crónica a coro. En el seno de un culto excesivo a las estadísticas, el trabajo de Nava recae en la dimensión cualitativa de la investigación, pero sobre todo, en las múltiples posibilidades de la experiencia y la narración.
La tropa…, asegura Nava, forma parte de un trabajo de titulación de la Maestría en Periodismo y Asuntos Públicos en el Centro de Investigación y Docencia Económicas, institución de la que egresó a fines de 2012, como parte de la primera generación de dicho posgrado. En ese tiempo, el autor decidió realizar su trabajo de campo en La Laguna, donde recopiló las entrevistas entre abril y noviembre de 2013.
Revelador es el proceso personal de Nava: durante la elaboración del trabajo se sometió a una suerte de cirugía de la memoria, a una terapéutica de la narrativa en la voz de quienes ejercieron el oficio en el contexto de una guerra de la que sobervivieron; una guerra de la que hoy difícilmente se habla, en la medida en que opera un “olvido profundo” –diría la investigadora Elizabeth Jelin- que caracteriza a la casi inexistente cultura de la memoria en nuestra región.
Asumir una “ética del método” que se posiciona políticamente frente al habla, constituye la posibilidad de rehabilitar y restituir la imaginación y la memoria, no sólo personal, sino esencialmente colectiva. La tropa… tiene el poder de hablarle al otro, a la otra, a generar empatía y decirle, decirnos: “ahí estuve y me secuestraron 2 horas; ahí estuve y tuve que ir a terapia durante mucho tiempo; ahí estuve y me secuestraron una semana; ahí estuve y me intimidaron, me amenazaron de muerte; ahí estuve y vi que se los llevaron vivos; ahí estuve y por una diferencia de minutos no me llevaron a mí; ahí estuve y sobreviví, pero pude haber sido torturada, violada, mutilada, asesinada; ahí estuve y dejé de firmar mis notas, me quité mi gafete, me convertí en ‘nadie’; ahí estuve y me autocensuré, me intimidaron; ahí estuve y con mi compañero periodista adoptamos un código común de gestos y señales; ahí estuve y supe lo que era estar solo, sola, sin la protección de la empresa mediática, ahí estuve y nadie me preguntó qué me pasó”. Narrar el “yo estuve ahí”, aunque las fuentes oficiales se empeñaran en el “aquí no pasó nada” o “de esto no se habla nada”; narrar, aunque la ciudadanía no se haya enterado de los sangrientos sucesos en múltiples zonas de conflicto, es, acaso, el mayor potencial de este breve y doloroso libro.
Como dice la gran Beatriz Sarlo en Tiempo pasado, narrar la experiencia es apelar “al cuerpo y a la voz, a una presencia real del sujeto en la escena del pasado”. Sin experiencia el testimonio no cobra sentido, como tampoco la narración. “El lenguaje libera lo mudo de la experiencia, la redime de su inmediatez o de su olvido, y la convierte en lo comunicable, es decir, lo común”. Por esta razón, el testimonio actúa en dos planos: en el de la víctima, testigo o sobreviviente, que procesa el pasado en el acto de narrar; y en el del escucha o lector, que es removido de su zona de confort para invitarle a la acción.
La palabra, pero sobre todo, la posibilidad de relatar, rehabilita, restituye, recobra, revive, tanto como lo hace un tratamiento médico. Del pasado no se prescinde jamás: estructura, agrieta, define nuestra identidad en el presente, siempre. El pasado es indeleble, aunque, también, desgarrador. Como la cicatriz de Ulises, habrá que reconocerse en ella para volver, más que a “mi” identidad, a la dolorosa, la trágica identidad de “mi sociedad”, que abandonó, vejó, silenció, traicionó, pero también tendió la mano y salvó.
El lector encontrará en los testimonios de La tropa del silencio una proximidad contundente: cada uno de las y los periodistas están lejos de representar al estereotipo del periodista con poder de influencia. Nava fue cuidadoso en su selección: entiendió que la interrogación subjetiva del pasado en una sociedad que históricamente se ha empeñado en olvidar, es un tema de orden político. La tropa… cumple el papel de ser portavoz, de “ofrecer a los lectores la oportunidad de aproximarse en primera persona al ejercicio periodístico de alto riesgo”, de cuestionar “el control de la veracidad y los métodos de verificación [que] pierden la batalla en un entorno de inseguridad sistémica poblado por civiles armados en conflicto, militares, marinos, policías federales, estatales y municipales, incursiones por tierra y helicópteros artillados volando a baja altura”, señala el autor en la apertura del libro.
En el marco de la guerra, de sus monstruosos tentáculos, en medio de sus aparatosas dimensiones, del gobierno oficial y paralelo, de las instituciones híbridas entre la corrupción, la oficialidad y la ilegalidad, que promueven sistemáticamente la violencia y la intimidación, están estas dieciocho voces y sus memorias, que desde los márgenes de la sociedad y el oficio reporteril, irradian luz desde las rutinarias, siempre anónimas “tretas del débil”, como diría el historiador Michel de Certau. Desde lo más pequeño, como la cotidianidad de trabajar embarazada o cubrir un partido de fútbol que termina en un cruce de fuegos, desde la madre corresponsal que se distrae constantemente frente a sus hijos porque no puede lidiar con los dolorosos casos que reportea, desde la implementación de pequeños operativos de seguridad personal, desde la constante sensación de miedo, “el pasado vuelve”, como dice Sarlo, “como cuadro de costumbres”, para valorar la minucias, “la excepción a la norma, las curiosidades que ya no se encuentran en el presente”, y que fijan la vista en los pliegues de la cultura y el principio de afirmación de la vida.