El hombre sin brazos que trabaja en los mercados de la ciudad
Por: Jesús Peña
Fotos: Marco Medina
Video: Jesús Peña
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Édgar de la Garza
Arturo se agacha, toma el cordón con los dientes, se lo ensarta por la cabeza, el cuello, los hombros y empieza a jalar su pesado carrito, de lámina, por el mercado.
Los que caminan la calle, atestada de puestos y de gentes, voltean sin disimulo, lo miran largamente y murmuran frases que no entiendo.
Arturo se sabe observado, pero no se enfada ni putea.
Él no sería el centro de atención ni el foco de todas las miradas si tuviera brazos.
Arturo no tiene brazos.
Hace 44 años que Arturo Morales Herrera –“pa toda la raza”, dice–, originario de Monterrey, de la colonia Los Altos, nació sin brazos.
Camino con Arturo por el mercado.
Sus amigos puesteros que lo ven aproximarse con su carrito lo saludan sin morbo, “¡cafre!”, y con naturalidad.
Y es natural: tantos años de verlo ir y venir por los mercados con su carrito pregonando su papel aluminio, de dos cajitas por 10 pesos, sus bolsas para la basura, de a cinco por 10, y sus paquetes de higiénico, de cuatro por 20 pesos.
Ya llevo cinco días yendo con él, siguiéndolo por los mercados sobre ruedas más grandes y populosos de Saltillo, y no puedo evitar sentirme una piltrafa, un pocacosa, un güevón, una cucaracha, nada.
Quisiera saber de dónde es que este hombre bajito, de piel tostada por el sol, rechoncho, como un pingüino, saca tanta fuerza de voluntad, tanto coraje de vivir.
“Nunca se me enseñó que yo era especial. No por ser una persona con discapacidad, ‘pobrecito’. No, pobrecito de ti si no te enseñan a trabajar. Porque el día que tus padres se vayan y que tú te quedes solo, es donde vas a sentir. Ahí es donde pobrecito de ti porque vas a vivir peor que los pordioseros que andan pidiendo en la calle. Peor, porque nunca te enseñaron a trabajar, porque todo te lo dieron”, dice Arturo, una mañana calurosa de viernes que almorzamos en el mercado de la colonia Centenario, en el puesto de pescado de su amigo “Poncho Pescados”.
Con los días me daré cuanta de que si algo ha hecho Arturo, además de buscarse la vida en los mercados rodantes de la cuidad, son amigos, hartos amigos.
Arturo inclina la cara sobre la mesa, abre la boca y alcanza con los dientes una de las gorditas rellenas que hace rato compró a una vendedora trashumante de gorditas, jala del plato la gordita hacia sí, la muerde y la engulle sin prisas.
Luego vuelve a inclinarse, aprisiona con los dientes el borde de un vaso de unicel, lo levanta en el aire, como un experimentado equilibrista, y da un sobro largo a la Pepsi Cola que minutos antes le sirvió “Poncho Pescados”.
A Arturo hay que servirle el refresco en el vaso, no es la etiqueta, es que le faltan los brazos.
“No me tomes, no me tomes”, dice Arturo en tomo de súplica, cuando ve que enciendo mi videocam y le apunto.
Le pregunto por qué, me responde que porque se puede prestar al morbo.
Desisto.
Risas, solidaridad y amistad
El carro que arrastra Arturo con sus productos fue hecho por los locatarios del mercado, quienes lo valoran y lo consideran un ejemplo a seguir:
De vez en cuando, los comensales que comparten mesa con nosotros nos miran por el rabillo del ojo, pero Arturo ni se entera.
Me da prurito, pero no puedo evitar preguntarle a Arturo ¿cómo demonios es que un hombre sin brazos, sin manos, como él, pueda bañarse, ponerse la ropa, el desodorante, peinarse, lavarse los dientes, ir al inodoro, vender aluminio en los mercados ambulantes?
Arturo responde como si le hubiera preguntado ¿cómo se revuelve un café?
“Para mí son cosas normales, como para ti. Tú naciste completo, la mayoría nació completo, es normal para ustedes bañarse, peinarse, todo, lo mismo yo. La diferencia es que a mí me cuesta más trabajo, por el hecho de que no tengo mis extremidades, nada más, eso es lo único diferente. No es gran cosa de ‘ay, ¿cómo le hace?’, sorprendidos. Es normal, para mí no es algo del otro mundo”.
“Normal”, dice Arturo y cada vez que dice “normal”, a mí me da una punzada en las tripas, me jode.
Recuerdo que a los pocos días de haberlo conocido, le pedí a Arturo que me llevara a su casa.
Quería saber, le dije, cómo es vivir sin brazos.
Apenas llegamos a su pequeño apartamento de un multifamiliar en la colonia Hacienda Las Isabeles –olvidé decir que Arturo vive solo–, me abrió la puerta girando la manivela con un pie, encendió el televisor de su cuarto con la boca y accionó con el pie el ventilador de piso. Luego fue hasta la cocina y abrió con el pie el refrigerador, después se sentó a la mesa y con la boca prendió su bocina USB.
Cantó Marisela.
Yo me quedé de a seis.
Una noche, en la soledad de mi casa, intento saber qué se siente no tener brazos.
Apenas echo las manos hacia atrás y las cruzo por la espalda, me viene el pánico y como un ataque de histeria.
Concluyo: no sabría qué hacer sin brazos.
Arturo sí lo sabe.
La mañana asfixiante que fui a buscarlo al mercado de la Centenario para conocerlo y pedirle que me dejara estar con él algunos días, lo vi descender de un taxi después que el chofer le abrió la puerta y se acomidió a bajar varias cajas con mercancía.
En ese momento, el dueño de una verdulería itinerante recogió las cajas del pavimento, las abrió y vacío su contenido en dos guacales de plástico previamente enganchados con una cuerda, como los vagones de un tren.
Mira si serán buenas las gentes del mercado que quieren a Arturo como si fuera de su casa, pensé.
Y me quedé turulato cuando vi a aquel hombre sin brazos, con un cordón lazado a los hombros, que iba arrastrando dos guacales por la calle y gritando, a todo pulmón, entre la marea de marchantes del mercado:
“Papel aluminio, dos por 10”.
En el negocio de Arturo, sus clientes se despachan solos: toman el papel aluminio del guacal y echan las monedas en la cangurera que lleva Arturo colgada al cuello.
Arturo Morales Herrera no necesita brazos para trabajar.
“Hay gente que tiene todo y es güevona, no quiere trabajar. Mira, ahí va arrastrando con sus hombros y hay quien tiene brazos, pies y no le echa ganas, prefieren la droga, la mariguana, ser güevón más que nada”, me dijo Alejandro, el dependiente de un puesto de queso fresco del mercado de la colonia Pueblo Insurgente.
Era martes.
Ese día Arturo iba tirando, con su cordón lazado a los hombros, de un carro de lámina, bajo un sol encabronado.
Ahora que lo pienso se me pasó preguntarle a Arturo cuánto es que pesa su carrito de fierro, pero por la forma en que lo he visto jadear y vaciarse por los poros, cada vez que sube alguna calle empinada del mercado, calculo que un chingo.
Muchas veces vi Arturo sudar la gota gorda yendo con su carro por los flacos corredores del tianguis de la Pueblo Insurgente, gritando “aguas, aguas, ai voy”.
Yo me sentí un haragán, un inútil, un fracasado con dos brazos.
“¿Nadie quiere comprarle papel aluminio a Arturito dos por 10, bolsa pa la basura también a 10 pesitos? Arturito vende papel aluminio y bolsas pa la basura. Corre y se va…”, voceó por el megáfono el señor del puesto de la lotería y varias doñas que estaban jugando se pararon a comprar.
Durante el tiempo que estaré con él, sabré que Arturo tiene un medio de trasporte de su mercancía diferente para cada día, en cada mercado:
Los viernes, en el mercado de la Centenario, guacales de plástico; sábado y domingo, carro de tabla, en el mercado Guayulera; martes, carro de lámina en Pueblo Insurgente; miércoles, de nuevo guacales en el mercado Vista Hermosa; y jueves, carro de chapa en Bellavista.
En cada mercado habrá siempre un alma buena que se encargue de custodiar y tener listos los guacales o los carritos, según sea el caso, pa cuando llegue Arturo.
La gentes del mercado me cuentan que antes, cuando Arturo no tenía ni guacales ni carritos, recorría las calles empujando con los pies, pateando, las cajas de mercancía.
Entonces sus amigos puesteros y los líderes de los mercados se pusieron de acuerdo, apoquinaron para el material y mandaron hacer el carro de madera y los dos carros de chapa.
Lalo, un comerciante de aparatos electrodomésticos del mercado Bellavista, se aventó el jale.
“Se los regalamos, son regalados”, me dice un jueves a mediodía que charlamos entre olores de fritangas, changarros de ropa de usada, maniquíes nalgonas, frutas y acordes de cueros, güiros, acordeones, cumbias colombianas.
Es sábado en el mercado de la Guayulera.
Otra jornada de trabajo con Arturo.
La jornada de Arturo es así: caminar de ida y vuelta, de ida vuelta, de ida y vuelta por calles y calles del mercado, hasta vender toda la mercancía.
La jomada incluye que Arturo se detenga casi en cada puesto por donde pasa; chacoteé y se ría un buen rato con sus amigos comerciantes; compre unas gordas, unos tamales o se empuje un agua de sandía con la señora de las aguas.
“Ora no me puedes decir nada, no puedes andar de cábula. Mira, traigo escolta”, grita Arturo de repente al encargado de un puesto de frutas.
Sus risotadas son un estruendo por todo el mercado.
La primera vez que oí a Arturo carcajearse, pensé, qué güevos los de este tipo, que nació sin brazos y todavía se pitorrea.
¿Te gustan los mercados?
“Sí, porque aquí conoces a mucha gente, te haces amigo de mucha gente. Aquí no batallas, no te mueres de hambre, cualquier persona te echa la mano, te ve trabajar y te echa la mano. Aparte de que trabajo, me la paso padre”, dice.
“Es una persona que valoramos mucho por su estado físico y porque no se deja. Tiene una actitud muy positiva”, me dice Everardo Santamaría, el dueño del negocio donde surte Arturo.
Después de caminar y caminar cuadras y cuadas de tendajones, entramos en una fonda donde Arturo acostumbra descansar y comer algo.
“Ai pone su carrito enfrente y empieza a vender su aluminio, su papel sanitario. Ai está el jovenazo, ejemplo de vida para todos esos del fenómeno del suicidio que sucede en Saltillo, ‘ay, me dejó la novia. Me quito la vida. Me dejó el novio’, quítate la vida, aquí está un ejemplo de vida”, me dice el propietario de este restaurante nómada de gordas y chescos.
En nuestro recorrido por el kilométrico tianguis de la Guayulera, nos topamos a dos músicos urbanos de vallenato, a un chavo en silla de ruedas que pide limosna para comprar inhalables, a un señor que le da unas monedas a Arturo “pa que se eche un refresco” y a Alejandra, la muchacha menudita, de sonrisa fácil, promotora de una compañía de celulares, el amor imposible de Arturo.
¿Qué piensas de Arturo?, le pregunto a la nena
“Un gran ejemplo a seguir”, responde.
¿Qué te platica?
“De que si quiero ser su novia y así”.
¿Y sí quieres?
“No, oiga, eso no lo vaya a pasar”.
De chico, Arturo había asistido a escuelas para gente normal en Monterrey.
Hizo la primaria en la “Profesor Lauro Aguirre Espinosa”, la secundaria en la “Pedro María Anaya” y estudió computación en el Centro de Capacitación Número 10.
Con los pies tomaba notas en sus cuadernos –lo que es el instinto de supervivencia, pienso–, y escribía con el gis en la boca cada que lo pasaban al pizarrón.
Su paso por las aulas de clase transcurrió sin privilegios ni canonjías.
Sus maestros eran tan duros con sus compañeros como con él. Nada de que “ay, pobrecito el discapacitado”, ni esas niñerías.
Nunca fue muy bueno en las matemáticas.
Entonces Los Altos, donde vivía Arturo, era una colonia de tejabanes y pandilleros; sin pavimento ni cloacas y con una toma comunitaria de agua.
Arturo habla poco de sí mismo. Sólo dice que tiene cuatro hermanos, sus padres, muchos amigos; jura que nunca se ha enculado de una mujer y su infancia fue normal.
“Me enseñaron a trabajar desde un principio. Nunca me dijeron ‘ay, pobrecito, yo te doy, yo te tengo’. Me enseñaron el mundo real, no el mundo imaginario. El mundo real es en el que vivimos, en el que tú te tienes que acomodar a las cosas, las cosas no se tienen que acomodar a ti. O sea, a lo fácil no”.
Al principio Arturo era el nene sobreprotegido de sus viejos.
Su mundo se limitaba a la casa, la escuela y la cuadra y media que lo separaba de donde vivía su abuela.
¿Cuándo te soltaron?, le pregunto.
No, me solté yo solito, responde con una de sus eternas risotadas.
Un día, a sus 19 años, un señor ya grande, dice, lo enseñó:
“‘Es que tú puedes trabajar’, le dije ‘sí’, dice ‘¿entonces por qué no lo haces?’, le digo ‘porque no he tenido la facilidad con quién ni de contactarme con gente’”.
Comenzó vendiendo diarios en el centro de Monterrey.
Aprendió a andar en la calle, a trasladarse en camión, sin brazos para sostenerse.
Tiempo después, la gente de Saltillo se quedó boquiabierta cuando vio en los cruceros a un hombre sin brazos que empujaba un diablito rebosante de periódicos del día.
Después vino lo de los mercados.
“Amá”, grita Arturo mientras entramos en el solar de una casa de la colonia Isabel Amalia, en la que, dice, llegó a vivir por primera vez cuando se mudó de Monterrey a Saltillo para trabajar, hace unos 11 años.
“¿Eh?”, responde una voz femenina desde adentro.
Arturo me ha traído aquí porque quiere que conozca a Juana Obregón Rangel, su mamá adoptiva, la que le lava la ropa, le da comer, lo lleva al doctor cuando se enferma, baila con él en las fiestas y le cuida el carrito de lámina que usa para vender su aluminio en el mercado de la Pueblo Insurgente.
Arturo viene sudoroso y pide a su mamá Juana le traiga agua.
La señora atraviesa la cortina de trapo de un cuarto de block y a su regreso la miro dándole de beber agua en la boca a Arturo de un vaso grande.
“Así lo verá. A él no se le dificulta nada. Es muy buen muchacho”, dice la mujer.
¿Qué siente de que le diga mamá?
“Muy bonito”.
Otra mañana que le hago una visita inesperada, Juana me cuenta de la vez que ella andaba ayudando a Arturo a tapar una gotera en el techo de su cuarto, necesitaba un ladrillo, Arturo lo agarró con el píe y se lo pasó.
Arturo tenía su parrillita, donde montaba una cacerola que Juana le prestaba, y se ponía freír huevos con el pie, para el desayuno.
“Meneaba el huevo con el pie. No, si le digo que este señor hace unas cosas que uno…”, me dice doña Juana.
Y cuando vivía en casa de Juana a Arturo le gustaba jugar dominó y lotería con ella y su cuñada.
“Como un pollito. Haga de cuenta que agarraba las fichas con la boca y las ponía”.
Pero una tarde que lo acompaño a tomar el colectivo, después de terminar su jornada en el mercado de la Centenario, Arturo me confía que tiene problemas con algunos choferes de rutas urbanas que se niegan a ayudarle a sacar la tarjeta de prepago de su cangurera y pasarla por la maquina contadora.
“Una vez le dije a un chofer, ‘saca la tarjeta de aquí y pásala, por favor’, dijo ‘yo no soy tu gato’”.
A mí se me revolvió el estómago del coraje con la anécdota. Miércoles, nublado, como a las 11:00.
Desayunamos en un puesto de comidas del mercado Vista Hermosa.
De pronto, me quedo mirando un colguije en forma de “T” que Arturo lleva en el pecho.
Dice que es una Tau y que la usa desde que se hizo alvernista (movimiento inspirado en San Francisco de Asís, su espiritualidad y su acción apostólica), después que decidió acercarse a Dios y dejarle a Él las cargas que Arturo no puede sostener sin sus brazos.
¿Vas a la iglesia?
“Sí, bueno de vez en cuando, pero sí voy”.
¿Y qué le pides a Dios?
“Pos nomás que me eche la mano, nomás. Seguir adelante”.
Hoy ha sido uno de esos días malos en el mercado de la Vista Hermosa.
Hubo poca gente y a Arturo se le quedó más de la mitad de su mercancía.
Pero él no se enfada ni putea, al contrario se ríe, se ríe, se ríe…