Crónica: Médico desnuda las batallas contra el coronavirus dentro de un hospital en México
Es abril. Es mediodía.
Voy manejando bajo los 38 grados de un abrasador cielo lagunero que no da tregua a la enfermedad, al amor, a la inseguridad ni a nada. El cielo tiene esa tonalidad azul muy clara, característica de las regiones desérticas. El aire, cargado de polvo, sugiere que más tarde habrá tolvaneras. “La lluvia lagunera”, le dicen aquí, en una zona donde pocas veces llueve pero, cuando lo hace, las calles se colman de agua, baches y moyotes. El aire acondicionado del carro no se da abasto y apenas si alcanza a refrescarme la cara tapada por un cubrebocas. Mi único compañero de viaje, un irritante locutor en la radio, actualiza los datos en un tono que sugiere más bien preocupación: casi seis mil infectados y quinientos muertos en el país, hasta el día de hoy. La cifra continua en alarmante incremento.
A pesar de ser una de las horas con más tráfico, la ciudad luce semivacía. Las escuelas y algunas empresas han suspendido labores. Casi no hay gente en las aceras y unos escasos autos circulan por las calles. Veo transitar algunos camiones de transporte público y, a lo lejos, una patrulla estacionada con las torretas apagadas. Los negocios tienen las cortinas abajo y las puertas cerradas. En todos lados se extiende un raro silencio.
Por lo regular, hago quince minutos de trayecto a mi trabajo; hoy llegué en seis. En el Instituto, lugar donde he laborado por más de diez años, el guardia me da una bienvenida no muy cordial: “Jefe, la entrada para personal va a ser por urgencias”, me indica, algo molesto. Por el área de urgencias el acceso es más complicado y los guardias no menos férreos, así que verifico que de mi cuello cuelgue el gafete que me identifica como empleado, ese gafete con mi foto que me tomaron hace dos inviernos, cuando ni siquiera imaginábamos que algo de tal magnitud viniera a azotarnos.
En seguida me doy cuenta porqué el acceso es ahora por un lugar no habitual: en la entrada principal de la clínica se aglomeran unas treinta personas. “No están dejando pasar más que al citado”, grita una señora, que porta un cubrebocas azul, unos prominentes lentes oscuros y una sombrilla de Hello Kitty. “Oiga, pero si yo tengo aquí desde las cinco de la mañana, ¿cómo es que no me va a dejar entrar”, reclama un señor de unos sesenta años, barbudo, con la espalda encorvada hacia adelante y la frente perlada de sudor y hastío. “Deme chance, mi jefe”, le dice un chavo de unos veinte años con una playera negra de Pink Floyd, “solo vengo por las medicinas de mi mamá”. “Lo siento”, responde el guardia inmutable, quien porta un cubrebocas de los blancos, de los buenos. “Son órdenes de allá arriba”.
Mientras camino hacia Urgencias percibo el aire seco y caliente que entra a mi nariz, y que acarrea el olor característico lagunero mezcla de carne adobada, tierra y polvo de excrementos que vienen desde quién sabe dónde.
Ajenos a lo que nos rodea, unos chiquillos corren entre los secos jardines de la explanada. De la nariz de uno de ellos cuelga un largo hilo de mocos verdes. Grita estruendosamente y persigue a los demás, quienes tratan de ocultarse atrás de unos raquíticos árboles que no dan ni tantita sombra. A ellos no parece importarles las peripecias que ocurren en las afueras de la clínica, ni el intenso calor, ni el hambre que empieza a calar a esa hora, ni el enemigo invisible contra el que se intenta luchar.
En los días previos a la pandemia, Atención Médica Continua (o Urgencias, como la mayoría de la gente la llama), asemejaba a un mercado popular: familias completas acompañando a la abuelita que le subió el azúcar; parejitas abrazadas, dándose caricias paliativas a sus dolores; vendedores ambulantes ofreciendo aguas embotelladas, cocas, duritos preparados con salsa y pico de gallo, fundas para la cartilla con la imagen de San Juditas Tadeo y, así, un larguísimo etcétera. Hoy, a casi dos meses del primer fallecido por el coronavirus en México, el escenario es totalmente distinto: alcanzo a ver, aún medio encandilado por el sol, únicamente a tres o cuatro personas en la sala de espera: un muchacho sentado bajo el fresco del aparato de aire, una señora con un pie vendado y su niña, de unos cuatro años, visiblemente aburrida, buscando el consuelo entre los brazos de ella. Todos portan un cubrebocas y están sentados en lugares separados por letreros impresos en Word que indican con letras bien grandes: “CONTINGENCIA DEL CORONAVIRUS. POR FAVOR NO SE SIENTE AQUÍ”.
Solo recuerdo haber visto Urgencias así de vacío en dos ocasiones: un 24 de diciembre y en la final Santos – Toluca del Torneo de Clausura del 2018. Sin embargo, la gente ahora no acude a urgencias porque haya afuera algo más importante que atender su salud: ahora la gente no viene al Instituto porque tiene miedo.
Y es que lo vemos a cada rato en la tele, en el Facebook o en las cadenitas, verdaderas o falsas, que nos mandan por WhatsApp: este es un virus peligroso que puede matarte si no tomas las medidas adecuadas. Un virus que al inicio se veía muy lejano, tan lejano como la apartada China. Un virus del que se decía que solo se contagiaba los ricos, los que viajaban al extranjero o los que comían murciélagos en su dieta habitual. Un virus que nunca imaginamos que llegaría y que pronto saltó las fronteras. Un virus que ataca sin importarle la raza, la edad, el sexo o el estrato social. Un virus que llegó a México y que, de un día para otro se diseminó rápidamente, infectando a miles y cobrando la vida de otros muchos.
Subo las escaleras hacia el primer piso y llego a mi consultorio. Un consultorio que he hecho propio y que me ha albergado por más de diez años. Aquí he visto a gente llorar, reír, refunfuñar y mentarme la madre. Aquí es mi espacio, mi lugar, casi mi segunda casa. Tomo asiento detrás del escritorio y me dispongo a iniciar la consulta, cuando oigo que abren la puerta. Es mi coordinadora, que entra sin tocar. “Doctor” me dice, “venga a la oficina tantito, por favor”.
En el pasillo que da hacia la coordinación el escenario no cambia mucho: al exterior de los once consultorios que conforman el primer piso alcanzo a contar, además del personal, a solo una decena de pacientes en espera de consulta. Una señora lee un libro, tal vez de oraciones, ya que de una de sus manos pende un rosario. Otra, se adormece con la vista fija a una de las ventanas. Otra más, absorta, no despega los ojos de un videojuego en su teléfono celular. Extrañamente, no se escucha el llanto de algún niño, o el acostumbrado barullo infantil característico del ambiente hospitalario. Lo recuerdo de inmediato: el guardia les ha impedido la entrada. Solo han dejado ingresar a la clínica al que viene citado, sin otra mera compañía más que la bendición de Dios.
“Buenas tardes, doctor”, me saluda la segunda de las coordinadoras. “Como sabe, el problema del virus ya se está poniendo algo serio. Venga, le voy a entregar su equipo. Por favor, fírmeme a un ladito de su nombre en esta lista”. Firmo y descubro que el equipo consiste en un cubrebocas marca 3M, tipo N95. “Gracias, doctora. Y, ¿cada cuándo nos van a dar uno de éstos?”, pregunto intrigado. “No lo sé, doctor”, me responde. “Lo único que nos mandaron fue uno para cada quien. Trate de que el cubrebocas le aguante todo el mes”.
Hace algunos días, compañeras asistentes y enfermeras, se plantaron en la entrada de la clínica, a un lado del checador, en una especie de paro laboral. Su petición: trabajar con las medidas de protección necesarias. Hasta hace poco, acudíamos al Instituto tan solo con nuestras ropas y uniformes habituales. Aún no teníamos casos confirmados en la región pero, poco a poco, los rumores, que luego se volvieron noticias, fueron llegando por todos lados: un brote del coronavirus en un hospital en Monclova, tres casos en Saltillo, una chica de Torreón que venía de un viaje a Italia sin saberse contagiada y así, asintomática, asistió a una fiesta donde se reunían un centenar de personas.
Esa misma tarde, llegó un oficio con indicaciones específicas: todas aquellas personas que fueran portadoras de una enfermedad crónico degenerativa, diabetes, hipertensión, obesidad mórbida, VIH, inmunosupresión, asma u otros problemas respiratorios, embarazadas o en periodo de lactancia, mayores de 65 años y otros casos especiales, deberían pasar confinamiento en casa. Varios compañeros entraron dentro de estos grupos de riesgo, por lo que las licencias para el ausentismo por contingencia se tramitaron en cuestión de horas. Con esto, la población trabajadora del Instituto se vio mermada en casi un cuarenta por ciento. Para mi fortuna (y espero nunca llegar a decir que para mi desgracia), no entré en ninguna de estas categorías.
De vuelta al consultorio, mi asistente sonríe al verme llegar con mi nueva adquisición -mi valioso cubrebocas-. Saca de su mochila un paquete envuelto en varias bolsas plásticas y me lo muestra: es un respirador con doble filtro. “Mire doc, se lo dejo barato”. El precio: dos mil quinientos pesos. “Aproveche, doc… éstos ya se andan cotizando en Mercado Libre hasta en seis mil”. Le pido que me deje pensarlo un poco y que lo aguante a la quincena. “A ver si no se me vende antes, doc; es el último que me queda y, usted sabe, ahorita todo mundo quiere traer uno de estos”.
Los dirigentes de la salud en el país y los medios lo han recalcado hasta el cansancio: los cubrebocas N95 tienen una vida media de cuarenta horas, si es que no se tiene contacto con un paciente sospechoso o infectado; después de este tiempo se deben desechar, puesto que pierden absoluta efectividad. Dentro de mi cabeza formulo unas cuentas rápidas: cuarenta horas corresponden a cinco días de mi jornada laboral en el Instituto. Calculo, además, las horas laborales que restarían para completar el mes: son ciento veinte. Ciento veinte horas en las que el cubrebocas perderá efectividad y podré inhalar el virus de cualquier persona. Ciento veinte horas en las que estaré expuesto a la infección por cualquier portador asintomático. Ciento veinte horas en las que podré acarrear el virus e invitarlo a ingresar a casa. Ciento veinte horas en las que podré contagiarme y contagiar a los demás.
La inquietud me invade. Y este no es el primer día en que esto pasa, ni el último.
Desde el inicio de la cuarentena, una opresión en el pecho me acompaña a todas partes. Una constante ansiedad que se manifiesta en diversas áreas del organismo: pocos deseos de comer, diarreas recurrentes, sudoraciones, insomnio, caída del cabello… Aunque en Saltillo y Torreón los casos confirmados hasta hoy, que escribo esto, han sido relativamente pocos. Pero al otro lado del Nazas, en la ciudad de Gómez Palacio, el panorama luce distinto: dos colegas han fallecido en cumplimiento de su deber por complicaciones del coronavirus. En Monclova, el brote hospitalario ha cobrado la vida de cinco compañeros, e infectado a un centenar más. De los casi trescientos casos registrados en Coahuila, la mitad corresponden a personal del Sector Salud, ya sean médicos, enfermeras, administrativos, auxiliares o personal de limpieza. Las curvas en las gráficas siguen en vertiginoso ascenso y, de acuerdo al comportamiento epidemiológico y a las cifras estimadas, esto representaría solo una octava parte de la población que realmente está infectada sin saberlo.
Comparto estos datos, duros y reales, con mis amigos médicos. Ellos sienten la misma preocupación. Y es que el panorama es aterrador y poco alentador. Aun así, un gran sector de la población parece no entenderlo.
Leí hace unos días una publicación compartida por una persona en Facebook, donde se hacía una simple pregunta al aire: “¿Conoces tú a alguien contagiado por el Covid-19?” La mayoría de los cometarios respondían que no. Algunos se atrevían a sugerir que todo se trataba de una conspiración, de un virus inventado por alguna de las potencias mundiales con el único fin de desestabilizar la economía global. Decían que en México eso no era más que un invento, como la Llorona o el Chupacabras. Un sentimiento muy parecido a la rabia me hizo animarme a responder a uno de esos comentarios: “Yo sí conozco a una persona. Una anestesióloga de Monclova, que estudió en la misma Facultad de Medicina que yo y que, por fortuna, pudo sanar del coronavirus, aunque dejó estragos importantes en sus pulmones de los que quizá nunca se vaya a recuperar”. ¿Y qué respuestas obtuve? “Ja, ja, ja, no mames, eso ni existe”. “Simón, wey, si ni pruebas hay”. “¿Y sí fue coronavirus o una neumonía atípica?”. “¿Y tú quién eres? ¿Un pinche chairo, pupilo de López-Gatell?”
Intento calmarme e inhalo profundo, antes de colocarme el cubrebocas que obstruye un poco el paso del aire. Mi consulta da inicio. Para mi fortuna, termino de atender a los pacientes sin haber tenido contacto con ningún caso sospechoso, aunque no pasa lo mismo en los demás consultorios. A uno de ellos ha llegado una persona de unos 25 años, quien recién regresa de un viaje a Turquía. Tiene un poco más de veinticuatro horas de haber iniciado los síntomas: dolor de cabeza intenso, aumento de la temperatura, dolores articulares y de los músculos y tos seca, que ha aumentado con el paso de las horas. Por la noche llamó al 911, respondió el cuestionario y siguió las indicaciones necesarias para cumplir con el aislamiento. Pero, el personal con las pruebas necesarias para la detección tardaba mucho en llegar. Él no se sentía nada bien y sus síntomas empeoraban, por lo que decidió acudir a la unidad de salud que le corresponde. Fue recibido por la asistente médica, quien a su vez, notificó el caso a la dirección. Luego bajaron los directivos, coordinadores y el personal de epidemiología. Tras un largo interrogatorio y de mirarse los unos a los otros, decidieron colocarle un cubrebocas y reiterarle las indicaciones emitidas por el Sistema de Salud: “Señor, si no tiene dificultad respiratoria, tiene que aislarse en casa, hasta que el personal capacitado acuda a atenderlo. Aquí no podemos hacerle nada. No contamos con las pruebas ni con la infraestructura para recibirlo en estos momentos”. El paciente parece entender lo que le han dicho y, con la mirada baja, se retira a otro hospital.
Después de algunos minutos que parecen eternos, ha terminado mi turno. Me quito el incómodo cubrebocas que imprime marcas rojizas alrededor de mi cara. Salgo del consultorio, bajo las escaleras y dirijo mis pasos al checador, donde plasmo la huella del índice derecho sobre el pequeño sensor verde. Una voz femenina confirma mi salida a las 20:30 horas: “ACCESO CORRECTO”. Luego tomo un poco del alcohol gel que han colocado en un dispensador y frenéticamente limpio mis manos. La cabeza me duele y una vaga sensación de ardor comienza a adueñarse de mi garganta. Quizá sea un simple resfriado o una mera sugestión, pero a esta hora ya no puedo pensar en otra cosa; estoy cansado, fastidiado y a la vez, temeroso. Mis motivos son muchos, pero, evidentemente, hay uno en particular. No quiero contagiarme de esa madre. No quiero que el coronavirus, con el que probablemente estuve en contacto hace unos minutos, se apodere de mí. No quiero llevarlo al cobijo de mi casa y contagiar a mis seres queridos. No quiero seguir vulnerable en el ejercicio de la profesión que elegí y que amo. No me quiero morir…
Manejo de regreso a casa, en una noche apacible de luna llena y cielo estrellado. La oscuridad da una pausa al inclemente calor y un viento ligeramente fresco sopla desde el norte. Las calles lucen aún más desiertas que al mediodía. Todo se encuentra en aparente y obligada calma. La Laguna parece una tétrica comarca abandonada. Una ciudad fantasma, como las que nos han enseñado las películas de terror. Un relato apocalíptico del cual, por desgracia, todos somos sus infortunados protagonistas.
Una vez en casa, mientras veo el cansino rostro de Ciro Gómez-Leyva en la televisión actualizando las desesperanzadoras cifras, concluyo en que solo queda rezar y afrontar los miedos con la mirada hacia arriba. Mañana, estoy casi seguro, me espera otro complicado día.