Soy Toño, tengo 9 años y dicen que estoy muerto en vida.... yo no lo creo
Por: Jesús Peña
Fotos: Mayra Franco
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Édgar de la Garza
Estoy acostado en mi cama oyendo desde hace rato a Rosy, mi mamá, platicando con un extraño.
No sé quién es, no lo conozco, jamás había escuchado esa voz, pero por las preguntas y preguntas que le hace a mamá me imagino que ha de ser de un periódico o algo así.
Ya va para dos años que estoy aquí, tirado en esta cama de la cocina de mi casa, calle Aguajes 309, en la colonia Teresitas, sin poder hablar, sin poder ver, sin poder moverme. Como un bulto.
Hoy es viernes y hay sol, según me contó mi mamá en la mañana que me desperté, como hace todas las mañanas desde que me pasó lo que me pasó: “mira, hijo, ora es sábado y mira está el sol” o “cobíjate, porque está haciendo frío, está nublado”. La verdad es que para mí siempre es de noche y siempre es invierno.
Mamá dice que tengo las manos frías, aunque haga calor.
A mí no me gusta estar tapado con las cobijas.
Oigo que mamá está llorando, sé que es ella porque conozco su llanto.
Llevo ya días y meses oyéndolo, sin poder levantarme para abrazarla, para acariciarla y decirle “no llores más, vieja”, así le digo yo, “vieja”, como le dice mi padre.
Pero cuando hay visitas en la casa le digo mamá.
“Tengo nueve años, pero es como si tuviera un mes: no camino, no hablo, no veo, lloro como si fuera un bebé y mamá me da biberón y me pone pañal, como a las gemelas”
El accidente
Jugaba en el patio a subir y bajar las escaleras
Yo tenía entonces siete años y andaba jugando en el patio a subir y a bajar las escaleras de cemento
que dan a la azotea de la casa. Mi mamá estaba bañando a las gemelas cuando vio que volé yo del cuarto
escalón.
Salió y me encontró de rodillas y de codos contra el suelo, llorando. Me agarró,
me cargó y me sentó en una silla. Ya después me contenté...
18 ó 20 de agosto de 2015 fue la tarde cuando Toño se cayó de las escaleras y se lastimó los codos y las rodillas. En diciembre de ese año, Toño y su mamá fueron al Hospital del Niño.
Mamá le está contando al desconocido del día en que escuchó que una doctora del Hospital del Niño, ella no sabe cómo se llama esa doctora, le dijo a otra doctora que yo ya estaba muerto en vida.
“Ah, no, a él déjalo así, síguele poniendo lo mismo. Él ya está muerto en vida”, oigo que le platica mi mamá al extraño y llora.
No sé qué hora es, pero oigo que mis chiquillas, así les digo a mis hermanitas gemelas de dos años, Renata y Regina, andan traficando por el cuarto.
Puedo oír sus pasos y sus gritos.
Debe ser mediodía o de tarde porque oigo a papá martillando los motores viejos que un amigo le trae de la chatarrera para que les saque el cobre y el aluminio; se los entregue al amigo y él le dé a papá unos 800 ó mil pesos a la semana.
La última vez que vi a mis chiquillas, las gemelas, despuesito de mi accidente y antes de que perdiera la vista, tenían seis meses de edad, ahorita ya han de haber crecido.
Recuerdo que yo les daba el biberón, las dormía y las cuidaba en el portabebé.
A veces pienso que me gustaría verlas, saber cómo son, jugar con ellas y parece que mamá me entiende, que me lee el pensamiento porque me dice “mira, papi, las chiquillas son así: Renatita ta morenita, tiene el pelito chinito y es muy chiflada con tu papá. Reginita tiene la carita chiquita, los ojitos chiquitos, también está chinita, ella está medio blanquita, güerita y es bien peleonera. Ya caminan y están gorditas”.
Y cada que amanece, mamá sube a las gemelas a la cama: “vengan a darle los buenos días a Toño” y ellas se me acercan y me besan en los cachetes.
Me llamo Arturo Antonio Ordaz Gómez, pero me gusta que me digan Toño.
Tengo nueve años, pero es como si tuviera un mes: no camino, no hablo, no veo, lloro como si fuera un bebé y mamá me da biberón y me pone pañal, como a las gemelas.
Hace poco llegamos de un rancho que se llama Sábana Grande, municipio de Mazapil, Zacatecas, donde hay casas de adobe con techos de lámina, un estanque donde toman las vacas y las gentes y muchas tierras donde se cosecha maíz, frijol y calabaza, cuando llueve.
El rancho es bonito y puede uno andar libre y sin peligros, no como acá, en Saltillo, que se la pasa uno nomás encerrado.
Mamá le está contando al del periódico del día de mi accidente.
Fue el 18 o el 20 de agosto de 2015, mamá no recuerda bien ni yo tampoco.
Yo tenía entonces siete años y andaba jugando en el patio a subir y a bajar las escaleras de cemento que dan a la azotea de la casa.
Mamá estaba ocupada bañando a las gemelas.
En eso me vio por la ventana, me tocó por el vidrio y me gritó que fuera: “ven, mijo, porque te vas a caer de ahí, bájate…”
Fui donde mamá y “Toño, te vas a caer de ahí, hijo, estoy ocupada, no puedo salir a verte”, me regañó poquito.
Mamá nunca me regaña ni me pega.
A mis hermanos los grandes sí se los sonaba cuando vivíamos allá en el rancho, porque eran bien peleoneros, pero a mí nunca me ha pegado mamá, dice que porque soy el chiquito de la casa.
Esa vez que andaba yo subiendo y bajando las escaleras tampoco me pegó; y hasta me dio 10 pesos para que comprara algo en la tienda y me quedara quieto, mientras ella terminaba de bañar a las gemelas.
Llegué de la tienda y me senté un rato.
Mamá seguía con las niñas. Había entrecerrado la puerta del baño y yo me salí de vuelta al patio a seguir jugando en las escaleras.
Mamá estaba envolviendo a una de las chiquillas, cuando, quién sabe cómo se enderezó, vio que volé yo del cuarto escalón, vio que venía volando.
Entonces soltó a la bebé, “Ay, Dios mío, mi niño”, y salió a la carrera.
Me encontró de rodillas y de codos contra el suelo, llorando.
Me agarró, me cargó y me sentó en una silla: “¿qué te hiciste, mi niño?, ¿dónde te pegaste?”
A mí me dolían mucho los codos y las rodillas.
Lloré mientras me dolió, ya después me contenté.
Oigo que le dice mamá al del periódico y otra vez llora. Puedo oír sus sollozos, sus suspiros.
Cada que oigo llorar a mamá me pongo triste y me da por llorar a mí también.
Entonces ella me toma en sus brazos y yo le acaricio su cara suavecita.
Antes no podía yo mover las manos, las tenía tiesas, engarrotadas y siempre que mamá me estiraba los brazos para ponerme la camisa era una de llorar.
Hasta que la vecina de al lado nos llevó con don Ceferino, el pastor de la iglesia bautista que es quiropráctico, me da terapia y ora por mí.
Ora ya puedo estirar los brazos, mover las piernas, voltearme de lado.
Lenguaje de miradas. Yo me desespero de no poder hablarle, darle las gracias, y me pongo a llorar, pero mamá me consuela: “¿qué, hijo?, ¿qué quiere, mijo?, ¿tiene hambre?, ¿lo cargo?, ¿lo agarro?, ¿eh?, ¿sí?, ¿ya te cansaste?, ¿eh?, ¿ya está cansadito, mi amor?, ¿quiere que lo duerma?”
Mamá dice que es Dios.
“Mi Dios es el que me está sanando a mi muchachito”.
Mamá se está acordando de cuando se me fue la voz, que ya no pude hablar.
Fue al tercer día de que me internaron en el Hospital del Niño.
La tarde anterior yo había estado muy contento platicando con mamá.
A la mañana siguiente que ella vino a verme a la sala escolar, donde están los niños más grandes, yo ya no hablé, se me fue la voz.
Papi, ¿cómo estás?
M–m.
Papi, pa, ¿por qué no hablas?
Mamá se agarró a llorar.
Yo nomás le pelaba los ojos y trataba de decirle algo, pero no me salía la voz.
Entonces llegaron muchos doctores al cuarto, se hicieron bolita y empezaron hablar entre ellos.
Mamá les preguntaba que qué me había pasado, que por qué yo ya no hablaba, pero ellos no le hacían caso.
Entonces escuchó que una doctora, mamá no sabe su nombre, pero dice que la reconocería entre mil, le dijo a otra que yo ya estaba muerto en vida.
A Arturo Antonio se le aplicó el mismo medicamento, pero ya no habla. Se le fue la voz.
A él déjalo así, síguele poniendo lo mismo. Él ya está muerto en vida.
Mamá se sintió muy mal y no pudo pelear.
Eran muchos doctores.
Iban a decir cualquier cosa.
No les iba a ganar.
Recuerdo que lueguito que me internaron en el hospital me pusieron suero, a las cuantas horas una inyección en el suero y a cada tanto me traían una jeringuita con algo que yo me tomaba.
Mamá no sabe qué medicamentos eran esos, los doctores no se lo dijeron.
Cuando ya no hablé, que se me fue la voz, mamá le pidió a mi padre que la acompañara donde el director del hospital para poner el reporte, pero él no quiso.
“Es que no les vas a ganar, vieja. Le pusieron lo que le pusieron, no les vas a ganar”, dijo papá.
A los cuantos días de haber llegado al hospital ya no me pude mover.
Perdí el movimiento.
El cuerpo se me puso tieso.
Me hicieron varios estudios, pero los doctores nunca le dijeron a mamá por qué me había quedado sin voz y con los brazos y las piernas engarrotados, después que había entrado hablando y caminado.
Entonces mamá habló con una doctora del Hospital del Niño que se llama Tania:
“Doctora, no me han dado informes del estudio que le hicieron el día que lo internamos”, y la doctora, “es que yo no le puedo decir nada porque la doctora que lo está viendo, la neuróloga, todavía no me avisa a mí nada, ¿ni ha hablado con usted?”, y mamá, “no, pos no”.
Días después de que salí del hospital, estando en mi casa, perdí poco a poco la vista.
No sé ni cómo pasó.
Uno de mis hermanos grades se dio cuenta un día que puso delante de mis ojos el jugo que me había traído de la tienda y yo, por más que lo buscaba, no lo veía.
“¿Amá, el niño no mira?”, le preguntó a mamá y ella, “¿por qué?”, y mi hermano, “sí, mire”, y me acercó otra vez el jugo: “ten, papi, un juguito”, pero yo no lo veía.
Entonces papá le habló por celular a una de las doctoras del hospital que nos había dejado su número, por si algo se ofrecía: “doctora, discúlpeme, pero al niño se le está yendo la vista”, le dijo mi padre.
La doctora colgó y apagó su teléfono.
Mamá quiso ir a reclamar, pero mi padre no la dejó:
“Vieja, ¿qué ganas?, se van a dar el sacón de que no, que ellos no hicieron nada”.
Yo siempre les había tenido mucho miedo a los doctores.
Jamás había estado internado en un hospital.
Casi no me enfermaba.
Si acaso de la garganta, en tiempo de frío.
Por eso desde el primer día que me internaron fue puro llorar, lloraba mucho: “amá, no me dejes, no me dejes solito”, le decía yo a mamá y ella: “no llores, hijo, no te hacen nada aquí. No andes llorando porque hay niños chiquitos y los despiertas”, me calmaba.
Mamá no quería llevarme al hospital.
Como que algo presentía.
Sino que a los pocos días que me caí de las escaleras empecé a cojear del pie derecho.
Mamá le dijo a mi padre: “oye, viejo, el niño, fíjate que chuequea” y me hicieron que caminara para verme de espalda.
“Sí, vieja, fíjate que sí”, dijo papá.
Anduvimos entonces con muchos doctores que me mandaron sacar muchos análisis y radiografías.
Al final los doctores decían que yo no tenía nada.
Hasta un día de diciembre de 2015 que fuimos a consulta al hospital, por primera vez, y una doctora ordenó: “el niño se va a quedar”.
A los seis o siete días me dieron de alta, que ya me daban de alta, le dijeron a mis papás, y que regresaran cuando tuvieran la resonancia que no me habían podido sacar en el hospital, para saber qué tenía yo en el cerebro, porque el aparato estaba descompuesto.
Papá anduvo preguntando mucho por ese estudio y a donde quiera que llegaba le decían que costaba de 20 ó 30 mil pesos.
Como mis padres no tienen dinero, fuimos a Mazapil para pedirle al presidente municipal que nos echara la mano y sí, nos ayudó.
Me mandó a Zacatecas, a una clínica particular, para que me hicieran la resonancia, unas radiografías y unos análisis.
Luego con una doctora del Seguro Popular para que viera los resultados de los estudios.
Yo escuché cuando la doctora le dijo a mamá que ya no había nada que hacer, que no había ni tratamiento para eso y… pos que yo me iba estar acabando poco a poco.
Cuando regresamos a Saltillo fuimos de nuevo al Hospital del Niño con la neuróloga, a llevarle los estudios que me habían hecho en Zacatecas.
“¿Tiene vida mi niño o qué doctora?, dígame”, le preguntó mamá y la doctora así, con muy mal modo, le respondió “sí, sí se le va a curar, va a tardar, esto va a ser lento, pero se va a curar, tenga fe”.
Los familiares de mi padre le han dicho a mamá que ya mejor se resigne, que ya me entregue a Dios, pero ella les contesta que “no, mijo va a la vida, el niño quiere vida, quiere vivir”.
Todos los días mamá pone su mano en mi cabeza y habla con Dios, como le dijo el pastor Ceferino: “Dios mío, no me lo quites. Dios mío, yo quiero mi muchachito”.
Ya han pasado muchas horas y el desconocido que está platicando con mamá no se ha ido.
Ya no escucho a las gemelas.
Seguro que papá se las ha de haber llevado con su madrina, que vive en la casa de junto, para que dejen estar tranquila a mamá.
“Son insoportables”, oigo que le dice mamá al extraño y se ríe con una risa triste.
Desde que salí del hospital noto que mamá ya no se ríe como antes.
Siempre está llorando, no le gusta que hagan fiestas en la casa ni que pongan la música fuerte y ya ni siquiera celebra mi cumpleaños ni me canta las mañanitas como hacía cada 16 de marzo.
“No, mis niños, porque pos miren, todavía si quiera mijo mirara, hablara, se emocionara un rato. Por favor quiten la música, yo no quiero así, porque mi hijo era muy alegre y le gustaba mucho bailar”, les dice mamá a mis hermanos.
El que últimamente se ha hecho muy tomador es papá.
Y a veces lo oigo llorar.
Otras que me habla: “párate, viejo, vámonos, viejo, vamos a la calle”.
A papá le gusta mucho el béisbol y todos los domingos nos hacía levantarnos temprano, “arréglense, porque vamos al juego”, entonces mamá ponía comida, unos bollos de leche, y nos íbamos a los campos que están por la colonia el Álamo, a ver jugar a papá.
Pero ya no vamos desde que me enfermé.
Mamá le está contando al periodista que antes de mi tragedia, “su tragedia”, dice mamá, era yo muy callejero, muy mitotero, bailador, parlanchín, amiguero y que me gustaba colarme a las fiestas, nomás por el puro gusto de ir a pegarle a la piñata.
Seguido, los vecinos de la cuadra vienen a verme y lloran con mamá: “mire, Rosy, cómo es la vida. Ay, Dios mío, cómo pasan las cosas oiga, tan bien que andaba Toñito”, y mamá, “mire, un día anda uno bueno, al otro día cae uno en la cama”.
Algunas tardes un amiguito del barrio viene a la casa, “señora vengo a ver a Toño”, se sienta en mi cama y me lee cuentos.
Yo me desespero de no poder hablarle, darle las gracias, y me pongo a llorar, pero mamá me consuela: “¿qué, hijo?, ¿qué quiere, mijo?, ¿tiene hambre?, ¿lo cargo?, ¿lo agarro?, ¿eh?, ¿sí?, ¿ya te cansaste?, ¿eh?, ¿ya está cansadito, mi amor?, ¿quiere que lo duerma?”
“SÍ”, le digo a mamá con los ojos.
Es un lenguaje que mamá y yo hemos inventado para comunicarnos:
“Cuando quieras decir que sí –me dice ella–, cierra los ojitos y cuando quieras decir que no, no los cierres”.
Es otro día.
Parece que hoy también ha venido el del periódico.
Sí, ya decía yo que esa voz se me hacía conocida.
Ayer en la noche yo estuve tan contento, no sé por qué, que hasta me dio por reírme.
Hacía tanto que no me reía como ayer…
Mamá me tenía en sus brazos y me besaba.
Papá estaba mudo de la sorpresa, “mira, viejo”, le decía mamá.
Hace rato que oigo llorar a las gemelas, parece que han peleado y mamá las apacigua.
Despierto una mañana más y lo primero que escucho es a mi madre platicando con el periodista.
Mamá está cansada.
Dice que anoche no durmió bien por estar con el pendiente de mí.
Hoy amanecí malo, con temperatura, pero mamá me dio un paracetamol y ya se me quitó.
Las gemelas se levantaron con tos, seguro que han de haber tomado helado, dice mamá.
El del periódico le ha preguntado que cómo se llama mi enfermedad y ella responde que no sabe.
Los doctores han dicho que es un síndrome y que un síndrome.
Pero mamá no les cree: “discúlpenme, señores de Dios, yo lo tuve, yo crié a mi muchachito”.
Mamá le está enseñando al extraño unas fotos mías de cuando era bebé: yo vestido de marinerito; yo con un mameluco rojo; yo con gafas oscuras, muy coqueto, dice mamá.
“¿Verdá que no tiene cara de síndrome?”
El periodista dice que no y le pregunta si alguna vez me ha soñado.
Mamá dice que algunas noches sueña que ella está ocupada en la estufa y que yo me levanto de la cama y camino hacia uno de los cuartos, “mamá, mira, ya me levanté”, ella voltea asustada, deja lo que está haciendo y me quiere agarrar, “papi, es que tú no caminas, te vas a caer”, en eso despierta asustada, agitada.
Otras noches, sueña sueños muy feos: que Dios me lleva y entonces ella se despierta encarrerada y con la cara empapada en lágrimas.
Entonces yo siento entre sueños que me toca la panza y me pone la mano en la boca.
Cuando comprueba que estoy respirando dice bajito “ay, gracias a Dios” y yo vuelvo a nacer acurrucado contra su pecho tibio.