Soy de la Durangueña y no soy delincuente
El estigma de vivir en el poniente
Mala fama
Si alguien pregunta dónde se puede conseguir droga en Torreón, la primera respuesta que viene a la
mente es la Durangueña, en el poniente de Torreón.
'Soy de la 'dura''
La segregación geográfica e histórica ha
fomentado un arraigo de identidad entre la gente, quienes se sienten orgullosos de ser a la zona.
Rechazo
Los empleadores niegan el trabajo a jóvenes con tan sólo mirar la dirección en donde viven en las solicitudes de empleo.
Por: Francisco Rodríguez
Fotos: Francisco Rodríguez
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Édgar de la Garza
Torreón, Coahuila.- “La Durangueña es como un borracho que dejó de tomar, ya se le quedó la fama de borracho aunque ya no lo sea”, me dice Roberto un mediodía caluroso en la parte baja de la colonia Durangueña de Torreón, quizá la primera colonia que le viene a la mente a cualquier lagunero cuando se le pregunta por la venta de droga en esta región semidesértica.
La Durangueña ha sido históricamente –inclusive antes de que se desatara la guerra entre grupos criminales– el lugar predilecto de cabecillas locales para resguardarse y comerciar droga. Aquí era el punto de venta oficial y se distribuía para cualquier barrio. Después estalló la pelea por la plaza en años recientes y el tronido del plomo a todas horas desplazó a decenas de vecinos. Ahora que el sonido de los cuernos de chivo ha bajado de decibeles, la gente en la Durangueña sufre la discriminación de ser parte de esta colonia apretujada del poniente de Torreón.
Ya la sola imagen de la Durangueña es violenta: no tiene trazo coherente, las casas están amontonadas y media colonia está abandonada. La Durangueña está compuesta por 22 callejones paralelos, pero un sinfín de pasadizos al interior que se convierten en un laberinto infranqueable. Para llegar hay que pasar por un costado del mercado Alianza, uno de los más antiguos de Torreón, y rodear para llegar al pie de las vías del tren. Las viviendas levantadas anárquicamente en la pendiente del cerro se convierten en un búnker que ofrece el panorama ideal para ver la entrada de cualquier comando. Desde allí, pistoleros tiraban balazos como en feria contra sus rivales apostados en la colonia Cerro de la Cruz.
Aquí los funcionarios de Gobierno –me asegura Roberto– no se meten porque se aterran los zapatos. Ni Catastro municipal ni ninguna dependencia conoce cuántas viviendas están sin habitar, pero cualquier vecino que camine una mañana calurosa va a lanzar el diagnóstico sin necesidad de cobrar en la nómina municipal: mucha gente fue desplazada, hay muchas casas solas y abandonadas.
Desde hace un par de años, el discurso del Gobierno local y estatal se ha centrado en la colonia Nuevo México, a un kilómetro de la Durangueña, en el mismo poniente de la ciudad. Los habitantes de la Nuevo México fueron desplazados violentamente para hacer de sus casas –también atragantadas en pendientes del cerro– una guarida de los Zetas. El discurso se ha atorado en el supuesto regreso de esos desplazados y dando la espalda a los desplazados de otras colonias del poniente como la Polvorera, San Joaquín, Cerro de la Cruz, Constancia, Durangueña. Fuera de la colonia Nuevo México ninguna dependencia de Gobierno sabe cuánta gente fue corrida a balazos en otras colonias como la Durangueña. Tampoco hay diagnósticos del fenómeno.
Aquí no hay una cifra exacta porque no hay nada que presumir. Aquí la gente se fue sin mirar atrás, y los que quedan, sufren el estigma de decir: “soy de la Dura”.
La colonia Durangueña, a las faldas del Cerro de las Noas, es un laberinto infranqueable compuesto por 22 callejones.
Los olvidados
Sobre la avenida Durangueña, la calle por donde corre el tren una a dos veces al día, se halla María de Jesús, de 56 años. Tiene cuatro hijos y asegura que los discriminan porque son de esta colonia.
Cuando le pregunto por lo años en que las balaceras estaban a la orden del día, María de Jesús se ríe y dice que ya hasta se le olvidó porque prefiere no acordarse: “No salía uno, se puso feo porque le daban al que iba pasando. Parecía tiro al blanco”, apenas atina a decir.
Pero María de Jesús siente que la colonia está olvidada y los hacen menos. “La Nuevo México está más escondida”, reclama en referencia a la colonia donde el Estado y el Municipio han apostado sus reflectores como un modelo de cambio, pese que existen decenas de casa que únicamente fueron maquilladas y abandonadas como obra negra.
–¿Por qué nos hacen de menos? –se pregunta María de Jesús. Y ella misma se responde– Quedó la fama.
Tampoco hay algún estudio o diagnóstico sobre la prevalencia de los jóvenes en este sector pero por las calles se miran pocos. La mayoría huyó de la colonia y se fue a vivir a otra zona de la ciudad.
Los que regresaron volvieron con familias rotas, gente desaparecida, niños huérfanos, jóvenes asesinados, colonias sin jóvenes. Pero no hay una radiografía de estos fenómenos. Nadie cuenta ni mide ni atiende las consecuencias de la violencia.
Reflectores y maquillaje
El discurso del Gobierno local se ha centrado en la recuperación de la colonia Nuevo México, a un kilómetro de la Durangueña, cuyos habitantes también fueron desplazados por la violencia. El discurso se ha centrado en el supuesto regreso de los vecinos de la Nuevo México (donde existen decenas de casas que sólo fueron maquilladas y abandonadas como obra negra), olvidando a los desplazados de otras colonias del poniente. Aquí no existen cifras que se puedan presumir.
Discriminados
Tania Díaz es socióloga y fue coordinadora de un proyecto en el poniente de la ciudad, de la asociación civil nacional Circo Volador.
Una de tantas cosas que detectaron en el proyecto de intervención fue la discriminación que vive la gente, especialmente los jóvenes. “Ellos fueron carne de cañón para el narcotráfico, pero en general niños, adultos, ancianos, enfrentan actos de discriminación histórica”, comenta Díaz.
Para la socióloga, la asociación discriminatoria no parte sólo de la violencia que se vivió hace unos años, sino desde la forma de sobrevivencia de las familias, quienes se dedican muchos de ellos a actividades como la fayuca, los mercados de segunda o compra venta de autopartes de segunda o robadas. También existe una discriminación geográfica que influye. La Durangueña como el resto del poniente, parece una zona excluida del resto de la ciudad.
La ciudad nació en esta zona. El nacimiento de la estación del ferrocarril y la edificación de fábricas, llevó a convertir la franja poniente en colonias obreras, hacinadas, sin ningún servicio público.
Históricamente la gente que fue adquiriendo dinero se salió a poblar otras áreas. Quienes no salieron siempre fueron vistos como los “marginados”.
Pasan los años y las mismas quejas parecen estar tatuadas en las nomenclaturas: no hay agua, no hay alumbrado, el drenaje no sirve.
Migdy García Vargas, en su capítulo “La construcción social del territorio; un acercamiento histórico a la violencia del poniente de Torreón”, del libro “Levantar el Poniente”, concluye que la violencia que se ha vivido en la ciudad tiene como origen la dinámica desarrollada en el espacio geográfico del poniente desde hace décadas, haciendo del sector un territorio históricamente violento.
“Fue hasta que los niveles de violencia alcanzaron las zonas residenciales, los lugares de esparcimiento y diversión cuando entonces el poniente de Torreón cobró relevancia. Años de abandono por parte de la clase política y de la sociedad han contribuido a la violencia histórica”, escribió García Vargas.
Esta segregación geográfica e histórica ha fomentado un arraigo de identidad entre la gente, quienes se sienten orgullosos de ser de la zona. “Nadie dice ‘soy de Las Torres (otra colonia)’, pero ellos sí asumen una identidad y pareciera que no les queda de otra que unirse, mucho de ese arraigo es desencadenado de la exclusión, de sentirse que nadie los quiere”, ahonda Díaz.
Además, está la asociación de la gente a temas de violencia, de actividades ilícitas, de drogas, que hasta la gente del lugar prefiere omitir dar su nombre. “No, para qué, mejor así, anónimo, no vaya ser”, se excusaron la mayoría de los entrevistados.
La exclusión se acentuó con la violencia. Ni los vendedores de agua, leche, gas, querían llegar a las faldas del cerro. La población tuvo que encontrar estrategias de supervivencia.
“De las colonias del poniente, creo que la Durangueña sí es la más estigmatizada. Ahí no ha habido tanto apoyo, no hay centros comunitarios, no hay nada. Ha estado más en el olvido. Tienen el problema de violencia, exclusión por pobreza y se tiene esta idea que siempre ahí se ha vendido droga, que siempre ha estado el narco, que sigue ahí y que seguirá. Tiene más esa asociación de que hay puchadores, de cosas así, aunque no lo sea”, comenta la socióloga.
Pero la misma gente ya ve normal que ahí vendan droga. “La cosa está calmada, ya puede subir”, dijo alguna señora. “Ahí siguen, uno ni los conoce, son chavillos”, contó un hombre cuarentón. “Hace unos días se escuchaba que hubo muertos, pero no balazos. Quién sabe más al rato esto despierta otra vez… cuando le dé su gana”, lanzó una mujer dueña de un puesto de gorditas.
La fama
“Crea fama y échate a dormir. Sólo queda la fama”, lamenta Pablo, un testimonio anónimo de la Durangueña. “Haz de cuenta como a los negros cuando los discriminaban por su color de piel, a nosotros nos discriminan por ser de la Durangueña”, compara Pablo.
A causa de la fama por vivir en la Dura, como le dicen a la Durangueña, Pablo optó hace cuatro años por cambiar su credencial de elector.
Tiene viviendo sus 43 años en la colonia, pero pidió a un familiar que le prestara su domicilio para modificar su identificación. La cambió por temor, porque no fueran a confundirlo, para que no lo discriminaran. “Te andan levantando sólo por ser de aquí”, asegura el vecino que prefiere no decir su nombre.
A varios amigos, dice, les han negado trabajo por ser de acá. Los taxis no entran. Pablo recuerda que hace unos años, cuando las ráfagas eran un concierto cotidiano, hasta los soldados les pedían que se fueran de la colonia. “Por qué me voy a cambiar si aquí vivo. A nadie le debo”, les decía Pablo.
La socióloga Tania Díaz también palpa esa discriminación laboral. Los jóvenes, principalmente, le contaban que los empleadores los rechazaban con sólo mirar la dirección donde vivían en las solicitudes de empleos. “Cómo le exiges entonces a alguien que se dedique a un empleo digno si tú mismo le niegas la puerta”, critica Díaz.
En la Durangueña se camina a todas horas, se juega, se sale como antes no se podía, pero la ofrenda de Fermín y el coche emplomado parecen recordarle a la gente que aquí el luto es un fantasma.
Ser de la 'Dura'
Laura es una madre de 30 años, cuatro hijos y un perro que se llama "Killer", como si hubiera sido bautizado así sólo por vivir en una zona violenta. Laura también ha vivido la discriminación de vivir en esta colonia. Hace unos meses se presentó en una zapatería que buscaba empleada y no la aceptaron por ser de la Durangueña.
–Es una colonia muy conflictiva –le argumentaron.
–Quiero trabajar –les pidió Laura.
–Mejor no, tiene que salir de noche. Después vemos –la pararon en seco.
La colonia, lo sabe Laura, está muy quemada. “Ahí entierran vivos”, le dicen los taxistas cuando no quieren llevarla. “La tienen como lo peor.
"Ya hasta nos da miedo decir de dónde somos”, lamenta.
Hasta para contratar algún crédito los discriminan. Hace poco Laura fue a solicitar un financiamiento de 3 mil pesos en Elektra porque quería festejar a uno de sus hijos. No le prestaron nada por la colonia donde vivía. “Luego nos arriesgamos a ir a cobrar ahí, es complicado y peligroso”, le dijeron.
La socióloga Tania Díaz menciona que prevalecen este tipo de prejuicios, cuando la gente de la zona tiene derecho a optar por un crédito, “tienen derecho a un estudios como cualquier persona, pero se van a lo fácil”, lamenta.
La discriminación por vivir en la Durangueña, insiste Laura, afecta muchísimo. “Nos tienen de la patada”. Asegura que optó, como muchos otros, de omitir o mentir sobre la colonia donde vive. “Ya hasta miedo me da que vayan a hacerme algo”.
Lo han vivido. Su sobrino Manuel que también vive en la Durangueña, iba caminando un día de regreso de la prepa, cuando los Gates, la policía élite del Estado, lo vieron llegar a la colonia.
–¿Qué haces aquí? –le preguntaron.
–Aquí vivo –les dijo.
–¿Y la droga? –lo cuestionaron y lo empezaron a golpear.
El sobrino ya no quiso estudiar. “Tuvo mucho daño emocional, no quería salir porque se ponía a temblar”. Antes, cuenta la gente, los niños no salían por miedo a los Gates. “Entraban como diablos”, recuerda Laura. “Tengo miedo a ellos porque les vale. Los niños no pueden jugar libremente”.
Los policías venían a disparar nomás porque sí y en una ocasión –relata Laura– les dieron a una muchacha embarazada de 22 años y su novio. “Eso apenas dos años, los rociaron. El muchacho murió”.
Los policías, principalmente los municipales o estatales, detienen a los chavos por el solo hecho de estar parados en una esquina de esta zona. Un chavo parado en la esquina de la colonia es sinónimo de vendedor de droga. “Es común el abuso de autoridad, por el solo hecho de ser un chavo es motivo para extorsionarlos, intimidarlos, amedrentarlos”, comenta la socióloga Díaz.
La socióloga explica que se suele criminalizar y discriminar principalmente a los jóvenes, exigirles que sean de cierta forma, que entren dentro de un estereotipo que no tienen por qué cumplirlo, como su forma de vestir.
Pero Laura no pudo huir de la Durangueña porque no tenía a nadie. El padre de una de sus hijas era policía municipal y desapareció hace más de ocho años. “Querían que trabajara para ellos (narcos) y un día ya no volvió”, recuerda.
Laura encontró trabajo en una compañía de limpieza, pero le pagaban mil pesos cada 10 días de trabajo, y su jornada era de 15 horas diarias.
La explotación moderna la orilló a renunciar, apenas aguantó seis meses. Nadie la quiere emplear por ser de la Durangueña.
El luto
Fermín Rivera tomaba unas cervezas arriba del cofre de un auto, en la parte baja de la Durangueña, cuando pistoleros pasaron por el lugar y empezaron a embarrarlo de plomo. “Le tiraron cohetazos”, recuerda su hermano Gonzalo que no quiere hablar mucho.
Fermín trabajaba en la obra y dejó dos hijos huérfanos que terminaron huyendo de la colonia, pero esos niños, como decenas más, no está en ninguna estadística de gobierno. El viejo coche donde estaba sentado Fermín sigue en el lugar: destrozado, aguijoneado de tantos balazos; con los vidrios quebrados, los neumáticos ponchados, oxidándose como fierro viejo. Pero sobre el coche que nunca ningún perito ni ministerial investigó, ni movió ni aseguró, cuelga un adorno de rosas de plástico; y sobre el suelo otras rosas de plástico y dos botes de cerveza. Es la ofrenda de Fermín, el vecino de la Durangueña que fue embarrado de plomo simplemente porque estaba allí, simplemente porque estaba bebiendo una caguama, simplemente por estar en la Dura.