Salgado Macedonio es Morena; el discurso que tambalea a la democracia
DIEGO FONSECA
El cuasicancelado Michel Foucault decía que el discurso es tanto capaz de esconder sus intenciones políticas —sobre todo cuando proviene del poder— como de fijar significados. De esa manera puede pretenderse ahistórico o científico y con vocación universal cuando es un producto de una época e individuos particulares. O puede decirse no violento cuando, sin mucha máscara, lo es.
Bienvenidos a los días de la retórica enmascaradora de Andrés Manuel López Obrador y el discurso violento de Félix Salgado Macedonio. Paso a paso, el gobierno de López Obrador ha ido asentando cimientos autoritarios de manera abierta o sutil para lograr que Morena, su movimiento, se consolide como proyecto hegemónico.
Tras cuestionar a numerosas instituciones —como el organismo de información y transparencia— estos últimos días AMLO puso la mira en el Instituto Nacional Electoral (INE) justo cuando México entró en la campaña para las elecciones intermedias. El gobierno parece temer que las autoridades electorales sean un escollo en su deseo de obtener una mayoría determinante que permita a AMLO controlar el sexenio, y diseñar su continuidad.
Hace días, Félix Salgado Macedonio amenazó con persecuciones y acosó públicamente a los siete consejeros del INE que votaron contra la validez de su candidatura a gobernador del estado de Guerrero. “Si no se reivindican los vamos a hallar”, dijo. Y fue directo sobre el titular del instituto: “¿No le gustaría al pueblo de México saber dónde vive Lorenzo Córdova? […] ¿Cómo está su casita de lámina negra?”.
Hubo ataúdes con las imágenes de los consejeros, una corona de flores junto a una imagen de Córdova y una turba reclamando el final del organismo que vela por la legalidad electoral. Con todo el afán provocador, Félix Salgado Macedonio vociferó sus amenazas enfrente de las puertas mismas del INE. La bravuconada no fue circunstancial: él es una muestra desembozada de un proyecto autoritario oculto bajo el poncho del caciquismo paternalista.
La violencia debe ser condenada, en discurso y, sobre todo, en acto. La justicia, por ejemplo, debe actuar de oficio contra Macedonio por amenazas directas de violencia. Y Morena debiera cortar vínculos y expulsarlo del partido. Pero no sucederá, pues Macedonio es Morena.
En pocas palabras, Félix Salgado Macedonio desnuda el sentimiento íntimo de la organización: caudillismo conservador hijo de otra época, incapaz de convivir con la prensa, la oposición, la sociedad civil y las instituciones democráticas del siglo XXI.
Este año, AMLO tiene serias chances de obtener mayoría absoluta en el Congreso, pero no ha dejado de sugerir que las autoridades electorales piensan arruinarle el plan. Es un comportamiento paranoico. Ya había señalado al INE como cómplice de su derrota en las elecciones presidenciales de 2006 y por eso cuando Félix Salgado Macedonio los atacó siguió dudando de su probidad: aunque no avalaba las palabras de su aliado, llamó a “luchar contra el fraude”.
Hay una línea, visible o no, entre esos comportamientos. La política de símbolos, sugería Foucault, crea política, no ficciones. Produce sentidos. La gente toma decisiones porque los dichos suelen ser sucedidos por actos. La convocatoria al acoso o la violencia no son gratuitos del mismo modo que los ataques a un organismo regulador como el INE pueden minar la creencia social en sus capacidades y enlodar el proceso electoral.
Cuando es el poder —o sus aliados— el que prescribe el discurso, esos actos expresan niveles variados de violencia institucional. El último ejemplo: la prórroga del periodo del presidente de la Suprema Corte de Justicia, cercano a AMLO. Es inconstitucional y una provocación: el gobierno cree que la justicia debe ser permeable a las decisiones presidenciales. AMLO ya dejó clara esa vocación cuando anunció que quería someter la continuidad de la candidatura de Félix Salgado Macedonio a una encuesta telefónica después de que fuera cancelada por el INE.
El gobierno de México está nervioso. AMLO acusa sistemáticamente a sus críticos de querer derrumbar su autopromocionada Cuarta Transformación. En los últimos tiempos algunas encuestas sugirieron la posibilidad de que no logre una mayoría determinante en las elecciones intermedias de junio, escenario que le obligaría a dialogar con una oposición a la que aborrece (el sentimiento es mutuo).
La creciente pérdida de autocontrol del presidente actualiza peligrosas y nada distantes experiencias de autoritarismo abierto. Hace dos años escribí sobre las coincidencias entre AMLO y Donald Trump. El expresidente de Estados Unidos, como ahora AMLO, atacó al sistema desde los márgenes y llevó la discusión política a un territorio dominado por sus ocurrencias y enemistades. Ambos alimentan la idea de que los medios y la prensa independiente son enemigos y abonan antagonismos. Como AMLO, Trump dejaba que sus subordinados lanzaran globos de ensayos para medir la tolerancia de la opinión pública. Como Trump, también AMLO acusa a los organismos de control electoral y a sus opositores de tolerar o preparar un complot contra él.
El parecido es evidente porque filosofía y método son similares. Del mismo modo que supremacistas, como Stephen Miller, fueron parte del gobierno de Trump, hombres como Félix Salgado Macedonio tienen cabida natural en Morena. A menudo promueven un personalismo autoritario para ocupar el poder por la vía electoral y luego minan el sistema desde dentro, muchas veces modificando las normas para eternizarse.
Es riesgoso dar por seguro que habrá una crisis institucional en México porque la futurología es proclive al error y el ridículo. Pero las señales no pueden desdeñarse; el país está en riesgo. Cuando los funcionarios en el poder plantean la convivencia en términos de enfrentamiento, crece la posibilidad de la violencia. También cuando se aviva la tensión por acción u omisión minando la integridad de los contrapesos institucionales. Salgado Macedonio y AMLO saben lo que hacen: enlodar la imagen de una institución todavía creíble lleva la disputa a su terreno: sin control, gana el poder. El poder, decía Foucault, no es puramente coercitivo sino discursivo.
No hay salida fácil para el camino que encara México. Un gobierno autoritario se enfrentará en las elecciones a partidos opositores castigados por el descredito. Las elecciones legislativas de México no se resolverán por el mal menor sino optando por escalones aun más bajos: quién, de todos, es menos peor. División, polarización y violencia discursiva rara vez son el final del camino, sino el comienzo del descenso a un abismo. c.2021 The New York Times Company
*Escritor y director del Seminario Iberoamericano de Periodismo Emprendedor en CIDE-México y del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. “Voyeur” es su último libro.