Por una nueva capital: ¿Debemos financiar la rehabilitación de una ciudad altamente vulnerable?
La Ciudad de México es para valientes. Se requiere de gran valor y sacrificio radicar en la mayor urbe del planeta, superada únicamente por la monstruosidad de Tokio-Yokohama en cuanto a densidad demográfica se refiere.
Sobrellevar la vida ahí no es cosa fácil ya que requiere tenacidad, astucia, paciencia y excesiva tolerancia al caos vial (el peor tráfico del mundo según la empresa neerlandesa de geo-localización TomTom), el desorden urbano, la actitud poco comunitaria de sus habitantes bajo condiciones regulares de estrés, y la total ausencia del Estado de derecho –plenamente visible tanto al turista nacional como extranjero por la proliferación descontrolada de puestos ilegales en todas las calles sin excepción alguna–.
Si bien los salarios en la capital son más altos que en el resto de la República, el costo de vida es muy elevado con rentas equiparables en algunas zonas a países de primer mundo. La desigualdad económica en el Valle de México es enorme, y los cálculos más conservadores refieren que casi el 60% está constituido por asentamientos irregulares ubicados en la periferia; se trata de colonias altamente marginadas, socialmente aisladas y carentes de servicios básicos como luz, agua, drenaje y pavimentación.
Desafortunadamente los números migratorios no paran. Por el contrario, crecen aceleradamente. De las miles de personas que arriban a la capital cada año en busca de mejores puestos laborales, muy pocas materializan su sueño.
La gran masa de estos desplazados internos son indígenas destinados a trabajar por sueldos de miseria dado su bajo nivel educativo y la omnipresente discriminación racial tan acentuada en nuestra cultura desde el arribo de los europeos.
A los españoles se les puede culpar tanto del rezago de las etnias aborígenes como de la principal desventaja geográfica de la Ciudad de México: la expansión urbana sobre un gran cuerpo de agua. Sin menor consideración por las características naturales del Valle, las autoridades coloniales emprendieron proyectos arquitectónicos en áreas originalmente ocupadas por el lago central de Texcoco, los de Xaltocan y Zumpango al norte, y Xochimilco y Chalco al sur.
Una creciente mancha urbana aunada a la gradual pe-ro imparable desecación de esos volúmenes de agua, causaban ya inundaciones graves en la conquistada Tenochtitlán desde inicios del Siglo XVII, según relatan varias crónicas de la Nueva España.
Irónicamente, hoy en día la capital mexicana sufre constantes anegaciones de agua por la caída natural de lluvia y a la vez cuenta con varios millones de ciudadanos sin acceso al agua potable. La Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) revela que anualmente se requieren poco más de 24 millones de metros cúbicos de agua para satisfacer las necesidades de los defeños, misma que se succiona aceleradamente de sus acuíferos. Esta situación nada sustentable provoca un hundimiento importante de la ciudad. El Dr. Andy Sowter –vía una publicación en The New York Times–, concluyó que la tasa de subsidencia de la capital entre octubre de 2014 y mayo de 2015, fue de hasta 23 centímetros al borde de la zona de Iztapalapa.
Si a la explosión demográfica sin frenos le sumamos escasez del vital líquido, inundaciones persistentes y hundimiento generalizado, la Ciudad de México enfrenta otra pesadilla que cada dos o tres décadas le recuerda a sus habitantes la fragilidad de su existencia. Los grandes terremotos acaecidos en Septiembre de 1985 y 2017 causaron daños irreparables, no por la intensidad misma del movimiento telúrico, sino por el efecto magnificado de su indebido desarrollo sobre una región lacustre. En el corazón político del país los suelos movedizos se comportan como gelatina, logrando colapsar innumerable cantidad de edificios con cimentaciones deficientes durante desplazamientos tectónicos. La catástrofe de hace 32 años, sin embargo, no fue suficiente para convencer a la nación entera sobre la necesidad de trasladar a la capital derruida hacia otro sitio más estable. Se decidió por una reconstrucción que –según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL)–, costó el equivalente al 2.3% del Producto Interno Bruto (PIB) de México en los años ochenta. Dicha inversión ha sido de nueva cuenta borrada, dado que el Banco Mundial pronostica que el más reciente sismo del presente año ocasionó pérdidas colosales que oscilan alrededor de los 11,400 millones de dólares. Por su parte, el Servicio Geológico de Estados Unidos proyecta un impacto preliminar que podría topar casi los 10,000 millones de dólares. Esto no incluye los tradicionales subsidios que los 31 Estados de la República envían anualmente para mantener a flote a la moderna Tenochtitlán.
¿Deberían todos los mexicanos invertir en la rehabilitación de una ciudad rodeada de peligrosos volcanes y en franco declive? La respuesta es no. Esta crisis representa una oportunidad única para promover el abandono de la Ciudad de México y así resolver varios problemas endémicos de nuestra nación: la centralización excesiva de los poderes públicos y la actividad comercial en el DF, el infinito potencial de desvíos financieros destinados a la reconstrucción a manos del partido político más corrupto en la historia contemporánea (PRI), y la catástrofe ecológica que representa la actual capital por su imparable crecimiento urbano sobre un lago desecado, la densa contaminación ambiental, la sobre-explotación de los acuíferos, y la tala excesiva de bosques. Recordemos que, según los expertos arqueólogos, la civilización maya desapareció por causas de carácter ecológico y una prolongada sequía. Considerar un eventual traslado de poderes no es materia de ciencia ficción, y conllevaría menores esfuerzos que reparar la infraestructura vigente de una urbe en ruinas.
OTROS CAMBIARON SUS METRÓPOLIS
Ejemplos globales sobran. El Zar ruso Pedro “El Grande” decidió mover su capital de Moscú a las orillas del helado Mar Báltico. En una coincidencia asombrosa con las leyendas aztecas, se dice que avistó un águila que sobrevolaba lo que posteriormente bautizaría como San Petersburgo en 1712, para transformar un pantano en una espléndida ciudad llena de palacios y avenidas reticuladas que llegó a ser la envidia de muchas capitales europeas. Nuestro diminuto vecino del sur hizo lo propio a raíz de un desastre natural. En 1970 la Ciudad de Belice pasó a segundo plano cuando el gobierno tomó la sabia decisión de mover su sede central tierra-adentro a la población de Belmopan, tras haber experimentado la devastación del poderoso Huracán Hattie nueve años previos.
En pleno corazón de Asia, Kazajistán sustituyó a la endeble Almaty por la actual Astana en cuyo piso hay menor propensión a los temblores severos. Otro caso destacado es Brasil. Igual que la Ciudad de México, las playas de Río de Janeiro llegaron a un punto de conglomeración tal que las autoridades federales del gigante sudamericano arrancaron desde los años cincuenta del siglo pasado, ambiciosos planes para migrar el núcleo de poder hacia el centro del país. Con ello se pudo distribuir el desarrollo regional brasileño –que hasta entonces se aglutinó exclusivamente en la costa Atlántica– hacia el interior y más cercano al vasto y rico Amazonas. La nueva capital llamada Brasilia fue la joya arquitectónica de Óscar Niemeyer y es considerada patrimonio cultural de la humanidad por la ONU.
Aunque principalmente transitable en automóvil, el diseño urbano fue un proyecto sumamente exitoso y sirve de ejemplo a naciones como la nuestra para construir ciudades desde cero.
El impacto del terremoto más reciente de 7.1 grados Richter que golpeó duramente al Valle de México será prolongado y de trascendencia nacional. De entrada, se perdieron muchas vidas humanas, y en el plano económico el fenómeno telúrico retrasará el desempeño industrial debido a la extensión de daños estructurales en miles de unidades habitacionales, fábricas y comercios. Las labores de reconstrucción serán de proporciones titánicas y aunque logre revitalizarse la capital, tarde o temprano volverá a suceder una catástrofe similar por las condiciones geográficas antes mencionadas. Ahora es cuando debe plantearse la urgencia de trasladar la capital a lugares como San Luis Potosí o Zacatecas, que marcan una genuina centralidad respecto del territorio nacional, considerando las distancias físicas desde y hacia las extremidades como Baja California y Yucatán.
Como prototipos ideales están Sudáfrica y Bolivia, que cuentan con tres capitales esparcidas en diferentes puntos del país: una por cada poder de la federación a manera de reforzar la separación que marcan sus respectivas Cartas Magnas. Una metrópoli correctamente planeada con vistas a agrandarse de manera vertical con avenidas amplias, sistemas integrales de transporte masivo y vías optimizadas para los peatones, puede materializarse. Abundancia de parques y áreas naturales para la recreación y el esparcimiento de sus ciudadanos, y zonas con uso mixto de suelo serían prioridades en un proyecto urbano de vanguardia. México podría pensar en construir un nuevo futuro, y no repetir los errores del pasado que la actual ciudad capital representa con sus incorregibles desventajas. Más que dinero, se requerirá de mucha voluntad política para sumar esfuerzos. El cambio es posible y a México definitivamente le urge una nueva capital sustentable, incluyente y plural.
CIFRAS PARA REFLEXIONAR:
2.3% del PIB de México de los años ochenta costó la reconstrucción por los terremotos de 1985.
11,40010,000 millones de dólares estima en pérdidas el Banco Mundial por el terremoto pasado.
10,000 millones de dólares proyecta el Servicio Geológico de EU de impacto preliminar