Orgullo LGBT+; ¿Por qué nos metemos en la vida de los demás?
TEXTO: MARCELINO DUEÑEZ FOTOS: MAYRA FRANCO
Este mes se festeja en diferentes partes del mundo el Orgullo LGBT+. Marchas, fiestas, borracheras se organizan en recuerdo de aquel 28 de junio en el que la Policía de Nueva York hizo una violenta redada en el bar gay “Stonewall” hace 50 años. En ese momento salir a la calle para mostrar parte de la diversidad humana era vital, ¿hoy es necesario?
Durante algún tiempo pensaba que este tipo de eventos servían de excusa para aventar la ropa y empinar el codo. Creía que nuestro deber como comunidad era demostrar día a día que no solo somos parte de la sociedad, sino que podemos hacer mucho por ella, pero ¿por qué tener que demostrar algo? ¿Por qué encajar en un molde? Hoy me doy cuenta que la lucha por el respeto a una vida que así nació, sigue siendo necesaria.
Tal vez los que tenemos la fortuna de tener una familia que te respalda y un trabajo “tolerante” (lo pongo entre comillas porque a veces la tolerancia de las empresas es la misma que con un perrito lindo: no lo insultes, no le pegues, cuídalo, porque es inferior a ti y necesita ser protegido; o aplican la más intolerante frase de la tolerancia “te respeto, pero no estoy de acuerdo con tu “estilo de vida”) nos encerramos entre ropa bonita y tragos coquetos; que tampoco tiene nada de malo, si te partes el lomo es para disfrutar de los beneficios. Pero seríamos muy “mariantonietos” si nos quedamos comiendo pastel mientras el mundo arde. Si no lo quieres ver por solidaridad, hazlo por egoísmo, porque el fuego en el que algunos se están rostizando, en algún momento va a llegar a tu brunch y probablemente sobrevivan tus cubiertos de plata, pero tú no.
Escribo esto porque hace algunos años vi el fuego de lejos, como los de la sierra de Zapalinamé: una catástrofe ante la que posteas un “Ke trizte deveras”, volteas para otro lado y sigues con tu vida.
El primer indicio fue la “Marcha por la familia” de hace tres años. Salí a verla como quien sale a ver el desfile del circo. Sabía, aunque el organizador lo negaba, que la manifestación buscaba dar marcha atrás a la iniciativa que permitió el matrimonio entre homosexuales y que nos permite tener la misma capacidad para adoptar que cualquiera. Pensaba: “claro que nadie va a ir, vivimos en una sociedad súper cool, moderna, que respeta a todos”. Ver una bola gigante de gente escondiendo insultos y frases homofóbicas entre oraciones y frases de la Biblia, me congeló.
Muchos ya lo saben, los burritos de las hieleras —los que te dicen “Dios te bendiga” con tono de “chinga tu madre” cuando no quieres comprarlos— financiaron esa marcha. Los mismos burritos que te dicen que ayudes a una persona a retomar su camino, no quieren que tomen el camino que ellos decidan, quieren que sea el camino que ellos dicen que está bien y que también los beneficia financieramente.
Parchando mi burbuja con diamantina, dejé de lado el episodio después de debatir lo ocurrido con mis amigos y de escupir el hashtag #niunburritomás.
Si en ese momento vi el fuego de lejos, hace dos años olí el humo. Tuve la oportunidad de dar clases en un colegio y me gustaba que los alumnos debatieran sobre temas cotidianos. Los derechos de la comunidad LGBT eran un tema frecuente y no porque yo lo sacara, sino porque era un tema que los enfrentaba diariamente. Al discutir sobre cualquier cosa que escapara de la heteronormatividad, las posturas se dividían claramente en tres. Los hombres hacían como que no les importaba, pero ponían atención al debate. La mitad de las mujeres se manifestaba a favor del respeto; de la otra mitad solo unas cuantas opinaban. Decían que. Decían que, decía que no estaba bien, entre alguno de estos argumentos resurgió el tema de la marcha de Cristo Vive. “Viste toda la gente que iba en la marcha, no puede ser que estén equivocados todos, porque ellos van a la iglesia y siguen lo que dice la Biblia”, dijo una de ellas. Procuraba mantenerme solo como mediador, previendo que algún padre, como los de la niña que dijo eso, quisiera quemarme a fuego lento. La declaración me hizo pensar en el impacto que tienen ese tipo de manifestaciones; los adolescentes no aceptan cualquier cosa porque sí; o es algo que escuchó y vivió desde niña, o seguramente escuchó los argumentos de algún defensor de los ideales del Ku Klux Klan mexicano y la convencieron.
Nos gusta decir que en algún momento este tipo de discusiones ni siquiera van a ser relevantes, que los niños ya nacen tolerantes, pero este es un ejemplo de que el respeto es un valor que no se hereda genéticamente, se aprende y por eso es necesario seguir informando sobre el tema. Aquí tal vez es donde entra el doble filo de la tolerancia, se deben respetar las posturas que no son iguales a la tuya. Pero no hablo de convencer a nadie, hablo de siempre tener las cartas sobre la mesa, aunque mi postura es que nadie tendría que tener opinar de la vida de alguien más.
La alerta roja me llegó cuando leí el artículo “Querido Ricky Martin, la liberación homosexual que representas no es la que yo imaginaba”, de Juan Carlos Bautista. Entendí que la libertad que sentía en mi burbuja es producto de los límites que acepté de los demás. Pensamos que debemos vivir la vida que lleva Ricky Martín: la vida de un guapo, que no es femenino, que anda con otro guapo, que tampoco es femenino, que tienen hijos preciosos, que todos se visten apegados a la etiqueta, que viven una vida lujosa pero sin excentricidades, que hacen trabajo humanitario, pero no descuidan ni su empleo ni la familia. Creemos que debemos vivir así para que toleren la astillita de quien duerme contigo. Debes vivir lo más apegado a la vida heterosexual y es la única forma en la que socialmente se acepta que ames a alguien de tu mismo sexo. ¿Qué esperanza tenemos los mortales de lograr eso?
Ya más seguido siento que las chispas me queman cuando estoy con mi familia. Comentarios como “qué joto”, señalando a alguien que no es “valiente”; los tonos de voz amanerados cuando se burlan de algún hombre que se sale del esquema machista usando algo color rosa, cocinando o limpiando; o que se pongan a juzgar la vida de otros homosexuales frente a mí, me duele y he de aceptar que hago lo peor que se puede hacer: nada.
Sentí la lumbre llegándome a los aparejos cuando vi la película “Mariposas Verdes” (la encuentran en YouTube). Está inspirada en el suicidio de Sergio Urrego, un chavo colombiano de 16 años que fue acosado por compañeros y directivos de su colegio luego de que expusieran su romance con el que fue su mejor amigo. El protagonista se suicida como protesta contra la injusticia e intolerancia en Colombia. Suena a que esto pasó el siglo pasado, pero no, el caso ocurrió hace cinco años. Pensar que alguien cercano a mí (otro más) se viera orillado a esto, y no solo por su preferencia sexual, sino porque sienta que no tiene un lugar en el mundo, me dio el valor de tomar el teclado.
El suicidio, que es otro de los grandes pendientes de Coahuila, pareciera ser la única opción para quienes no sienten que puedan vivir como quieren, o para quienes no encuentran su lugar en el mundo, esto refleja nuestro fracaso como sociedad. Aceptamos que los perros tienen derecho, que hay que cuidar a la naturaleza, pero si no nos cuidamos unos a otros, esto no sirve de nada. ¿Por qué tendríamos que vivir todos de la misma manera?
No lo justifico, pero entiendo que al principio los padres pueden responder negativamente a la salida del clóset de sus hijos pensando en que les espera una vida de sufrimiento, que van a pasar siglos antes de que las vidas diferentes a las heterosexuales sean vistas como lo que son, vidas y ya. ¿Y los demás?, ¿cuál es tu excusa?
Si llegaste hasta este punto probablemente dirás que tú no eres así, que tu respetas a todos, ¿estás seguro? Yo estoy seguro que yo no. Tal vez estoy aquí defendiendo los ideales que me convienen, pero muchas veces los juicios se me salen. Que si alguien está gordo, está mal vestido, escucha música diferente a la que me gusta; o incluso las preguntas y comentarios positivos a veces se convierten en juicios: “Te ves mejor con barba”. “Estás guapo, pero ese peinado no te queda”. “¿Por qué no estudias algo que te deje dinero?”. “¿Para cuándo la boda?”,… simplemente se me salen y ahí empieza la intolerancia, el mal que no solo separa a los heterosexuales del resto, también divide a la misma comunidad LGBT, porque entre nosotros nos decimos gay, joto, puto, chacal, pasiva, chichifa,… Algunos dirán que esto es un método de defensa contra la violencia que nos acosa, es nuestra forma de “sacar las uñas”, pero no es una justificación. Se los pongo del otro lado, si tu ofendes a alguien, estás permitiendo que otra persona te ofenda.
Empecemos por algo sencillo: pensar dos veces lo que decimos. Me retracto, tal vez es muy difícil. ¿Qué tal callar? No critiques, no opines sobre algo que no te afecta y no se te está preguntando. Es igual de complicado y este texto va en contra de todo eso. ¿Qué tal si vivimos cada quien nuestra vida y ya? “El respeto al derecho ajeno es la paz”, o “Cada quien puede hacer de su culo un papalote”. Bueno, aunque si hacen esto porque lo estoy escribiendo, no aplica y, si lo siguiéramos al pie de la letra, la sociedad se destruiría porque cada quien estaría encerrado en sí mismo.
No sé qué se pueda hacer. Tal vez la clave es que no existe una solución que aplique para todos, debemos dejar de intentar que todo el mundo viva apegado a algo que les sirvió a algunos; evaluemos si estamos viviendo en respuesta a nuestras necesidades. Alentemos la búsqueda de los demás. Aplaudamos los logros ajenos y analicemos si algo de ellos nos sirve, si es así qué bueno; si no, no hay por qué demeritarlo. Siempre es buen momento para cambiar.