Le dicen ‘La Alacrana’, un singular personaje de la Héroes de Nacozari; me confiaron en voz baja

María lleva marcados en el cuerpo episodios decisivos en su vida con tatuajes indelebles
Accesible. María habló de sus tatuajes. JESÚS PEÑA

FOTOS Y TEXTO: JESÚS PEÑA

Me la encontré en mitad del camino terregoso que bordea ese cerro atestado de casas, y que la gente de acá ha dado en llamar colonia Héroes de Nacozari.

Fue un día entre semana.

Hacía un calor de perros, recuerdo.

Que le decían “La Alacrana”, me confió un vecino del lugar en voz baja.

Supe por qué cuando la mujer se acercó, alzó la mano, se apartó de la cara, tostada y llena de surcos, el gorro que llevaba, y me enseñó el enorme tatuaje de un alacrán grabado sobre el extremo izquierdo del rostro.

La mitad de su cara tatuada con un alacrán.

Confieso que nunca jamás en mi vida había visto algo como esto, nunca.

Y vaya que he visto cosas en mi vida.

Un alacrán pintado sobre una cara.

Que no, que no quería fotos, me dijo, ni entrevista, “mijo”, que no, que después.

Ese después llegó días más tarde, una mañana que volví a la colonia a buscarla.

María vive en una construcción que le hicieron sus hijos, atrás quedó el tejabán que habitó. Fotos: JESÚS PEÑA

Para llegar hasta la puerta de su casa, que está hasta arriba de la loma, una casa de piedra y en la que hay una pintura monumental de San Judas Tadeo, hube de subir por una escalera de roca, medio engañosa, peligrosa, de poco fiar la escalera.

Apenas me vio enfilar por el camino de tierra, me hizo una seña.

“Acá mijo”.

Que con cuidado.

Que la escalera.

Que no me fuera yo a caer.

A lo lejos los perros ladraban bravos.

Y el calor también, muy perro el calor.

Que de llamaba María Asunción Herrera, me dijo.

Y se sentó en la escalinata con desenfado y de cara al sol inmisericorde.

Llevaba una camisola fucsia con cuadros negros y  cuando se lo quitó, acalorada, develó su cuello, sus brazos, tapizados de tatuajes, como mapas, en su mayoría, dedicados a la santa muerte.

Qué de tatuajes tiene doña María, le dije.

Sí, ira…

Respondió y dio un largo uh, cuando le pregunté que de cuándo databan.

“De cuando taba chava…”.

“Ira, ái traigo a mi reina”, dijo señalando con el dedo el dibujo de su niña blanca, la santa, la flaquita, rayado sobre el brazo.

“Ya sabe, yo le voy a ella”, dijo ufana.

Y volvió a señalar otro grabado en el que aparecía la mitad de su cara enchufada con la de la muerte.

“Ira aquí está la cara, la mitad de ella y la mitad mía, írala…”.

Hasta entonces, ciego que estoy, no había reparado en los grabados de otras santas que María tenía en la pierna y el centro de la frente.

La locura, pensé.

“Esta es una santa que prometí cuando mi hija estaba bien grave”, soltó María.

A lejos unas vecinas que estaban agarrando sombra debajo de un tecurucho nos miraban y como que murmuraban, se reían...

“Piches viejas”, profirió María.

Que cuántos tatuajes más tenía en el cuerpo, le pregunté: “Ah no ira, olvídate. Ira, acá traigo el Corazón de Jesús”.

Que se dedicaba al hogar, además de ponerse tatuajes, me contó María.

Y estaba por cumplir los 60 años.

“Pero pos ya ves que los apuros de la gente y uno sola a trabajar para sus hijos. Orita me estoy acabando por lo mismo mijo, y luego la enfermedad que está oritaa, te trauma y ya no puedes hacer nada porque que ‘no salga y que no salga porque ire…’, te traumas, no pos óyeme, mejor me voy a orcar, pos no salgo… ya nomás estoy aquí encerrada”.

Bueno, y ese alacrán tan grande que lleva tatuado en mitad de la cara, le pregunté.

“Anda, de loquera”, respondió María.

“Tú sabes, en la escuela… Y luego ya te juntas con amigas pos tienes que andar como ellas”. La tatuó un roquero del otro lado, a la usanza antigua, con aguja, me contó.

YA NO PUEDE TRABAJAR

Antes María trabajaba en el relleno sanitario, pero como le chingaron su columna en un accidente, le evitaron cargar cosa pesada y ahora, está con la ayuda que sus hijos le dan.

“Porque, pos qué más hago. Traigo una placa en la columna, puro fierro. Yo estando tan acá… y ya toda jodida, pos no… A veces me pongo a llorar”, platicó.

María lleva cinco años ya sin trabajar.

Y ora que no tiene jale se dedica a tejer toallitas y las vende en los mercados.

“Me estoy enflacando ya toda, me hace falta luchar, ganarme mi feriecita pa comprarme un caldito o algo y no hay nada…”.

Su única esperanza son sus hijos y la ayuda que la gente buenagente viene a traer al cerro en estos días de pandemia.

A veces vienen a dar despensita o ropa o fruta y ahí es donde María se aliviana un rato, dijo.

Conversación. Afuera de su casa, María accedió a contarnos algo de su historia, de sus hijos, de sus aficiones y de sus miedos. JESÚS PEÑA

SOBREVIVIR A LA VIUDEZ, LA MUJER DE LA CASITA EN LAS FALDAS DEL CERRO
María vive en una construcción que le hicieron sus hijos, atrás quedó el tejabán que habitó; la acompaña ‘La Peluche’, que asegura es un ejemplo del poder milagroso de la Santa Muerte.

Seis hijos, engendró María. Ya todos están casados, tienen su familia, su casa.

María nació en Reynosa, vivió en Monterrey con su esposo y hace 20 años que encontró en la loma un buen lugar para vivir, me dijo.

Al principio María vivía en un tejabán, hasta que sus hijos le hicieron esta casita de piedra en las faldas del cerro, cuando todavía no se casaban.

“Ya ves que venían los huracanes y todo eso y dijeron mis hijos: ‘no pos vamos a hacerle a la jefa unos cuartitos’”.

María es viuda desde los 30 años, después de que su marido, un chofer de autobuses foráneos, muriera en un choque, “allá por Ciudad Mante”.

Entonces esta mujer tuvo que sacar adelante a sus seis hijos, ella sola, quién sabe cómo.

Marcas. Cada tatuaje tiene ligado un recuerdo, para esta mujer que ha pasado de todo, verlos significa volver a vivir esos momentos. JESÚS PEÑA

UNA LARGA VIDA DE TRABAJO

Trabajó en la Tortillería María, por el centro, en el Cine Saltillo, de cajera, en un banco que estaba en la esquinita y en el Hotel San Jorge,” “ah mijo” y de sirvienta, en casas de acomodados”… donde quiera anduvo María y sacó adelante a sus hijos.

Que ahora, me dijo, vivía, con uno de ellos, su nuera y sus dos nietos pequeños.

En eso estábamos cuando se abrió la puerta de la casa de María y La Peluche, su mascota, una caniche blanca como copo de nieve, asomó la cabeza.

Se la regaló una amiga un día que María fue a su casa, porque a María le gustó La Peluche. A María le gustan los perros, tenía como 20, pero a todos se los envenenaron en el cerro. 

EL MILAGRO QUE SALVÓ A SU COMPAÑERA

La Peluche es ciega, no tiene ojos, dijo María, desde que pasó una camioneta y La Peluche se atravesó sin precaución, y la camioneta la revolcó.

María le pidió a su santa “y qué crees que ira…”, al otro día su Peluchita sana. 

María y yo charlamos en la escalera, afuera de su casa, bajo un perro sol que María se ataja con la mano en la sien.

“Ira el nombre de mis nietos. Acá traigo a mi Padre Dios. Éste es un tecolotito, pa la buena suerte, te protege”.

María es devota de la santa muerte desde que sus papás fallecieron en un accidente, “bien gacho”, me contó.

“Y yo he tenido muchos accidentes: me abrí la cabeza, tuve muchas caídas aquí, dije ‘no pos ni modo, yo me voy a dedicar a ella pa que ya no me pasen chingaderas’. Y desde que yo me la puse a ella ira… , mmmmm, se chingan…”.

NO TODO LO MUESTRA

En el brazo de María vi una serpiente enroscada, un atrapasueños….

¿También trae tatuajes en otras partes del cuerpo?

Acá, dijo María señalándose la espalda.

¿En la espalda?

La traigo a mi santa muerte, sentada con un muertito en los brazos, en toda mi espalda.

Enséñeme…

No, otra vez…

¿Por qué?

Ese es privado…

Dijo María riendo y sin más ni más me despidió en la puerta…

Otra vez será…