General Cepeda, el maravilloso municipio de Coahuila que no alcanzó la denominación de Pueblo Mágico

En el sureste de Coahuila hay un lugar que parece secarse, pero ahí viven una señora de 92 años que tiene 5 décadas vendiendo bollos de frutas, un ayudante de albañil que se convirtió en fabricante de queso y dueño de su propio negocio, un matrimonio que vive en un museo, el vendedor de sombreros de una vieja tienda que se resiste a morir
Fotos: Vanguardia/Luis Castrejón
Nacida, criada, casada, viuda y aquí sigo, hasta que Dios quiera”.
Doña Élida Ramos, vendedora de bollos.

Heme aquí, reclinado en el asiento de un camión pollero, viendo pasar por la ventanilla abierta, a ratos trozos de desierto a ratos retazos de verde; el viento abofeteándome, jalándome de las greñas.

No sé por qué me gusta sentir el viento mientras el camión va devorando millas.

La tarde está caldeada y yo voy pensando que no me equivoqué y que es una buena tarde para correr mundo, para aventurarse, para salir a buscar historias como agujas en un pajar.

Algo he de encontrar, me dije después de pagarle 55 pesos a la chica carabonita de la taquilla, cruzar la vigilancia, entrar en el área de andenes de la central camionera y subir al armatoste blanco, franjas azules, con finta de pullman.

La verdad es que siempre soñé trepar a cualquier camión de pueblo, un camión pollero, y encontrarme con casas y gentes.

Ir y ver, dice el maestro del periodismo narrativo Martín Caparrós.

Y yo, algo he de encontrar, pienso mientras entrego el ticket al boletero.

Élida Ramos, vendedora de bollos de frutas.

Que si a General Cepeda, me pregunta el hombre y yo le digo que sí, como si no me importara, y qué importa, cualquier sitio es bueno para buscar historias y descubrir mundos como diría el gurú de los reporteros Ryszard Kapuscinski.

Y aquí voy, sentado hasta delante, casi junto al chofer campechano del pullman, mirando por el parabrisas esa carretera que de tan estrecha  parece una lombriz.

La imitación de pullman para en cada ranchería por donde pasamos y a mí me encanta, me fascina ir, lo que la gente llama, ranchando en un camión pasajero. Me gusta ranchar, leer, dormir, escuchar la charla de las viejas, la música, mientras el pollero va ranchando.

Ahora mismo viene gimiendo en el camión el acordeón del Poder del Norte, un grupo pasado de moda, pero que está bien para matar el tiempo, distraer la mente.

Durante la travesía se sube gente de toda: señores de guaripa, mujeres con bultos, chiquillos chillones, chicas de buen ver que van solas o acompañadas.

A la hora y media de viaje la caricatura de pullman se detiene en la esquina de una calle, frente a una plaza arbolada con kiosco en el centro.

Aquí es General Cepeda, Coahuila.

Bajo del camión y echo a andar por una calle empedrada.

Entonces recuerdo que alguien dijo, no recuerdo quien, que la mejor manera de conocer la calle es caminándola.

Y pienso que cuando sea viejo me gustaría llegar a pueblos como éste en camiones polleros, caminarlos, perderme en ellos y contar las historias de sus gentes.

Ese es mi sueño.

Atravieso la plaza sin prisa, no hay prisa, me digo, quiero darme el tiempo de recorrer el pueblo, de verlo, oírlo, palparlo, olerlo, saborearlo.

Detrás del tosco mostrador en la tienda de espesas paredes, techos altos de vigas y puerta con mosquitero, la silueta de una mujer antigua.

Se llama doña Élida Ramos, y sus bollos de frutas naturales son los más afamados y sabrosos de todo General Cepeda y sus alrededores.

O al menos eso es lo que dice la gente de por acá.

Doña Élida, 92 años, es espigada, tiene el cabello ralo y cano y lleva  40 ó 50 años, ya no sabe cuántos son, elaborando y vendiendo bollos de sabores.

“Ya ni sé de tan viejita que estoy, ya no sé ni cuánto”, dice.

Su voz de abuelita refleja la mansedumbre y sencillez de su alma.

Apenas la conozco, me sorprende que doña Élida no sea el prototipo de la anciana de 92 años, encorvada y achacosa.

No.

Ella no necesita anteojos para ver ni va con bordón, nunca se enferma y si acaso le fallan las rodillas, pero camina.

Que diga ella me dio fiebre, estoy en la cama, me duele aquí, nada, nada gracias a Dios…

“Gracias a Dos, aquí me tiene”, dice.

Maderas de antes, pienso yo.

Desde que comenzó aquí la secundaria, sabrá Dios cuántos años serán, ya ella vendía sus bollos.

La enseñó a hacerlos uno de sus hijos que ya falleció y que tenía una paletería y de ahí pa delante fueron los bollos de doña Élida.

La delicia de los escolares de secundaria del pueblo. 40 ó 50 generaciones de muchachos que probaron alguna o muchas veces en su vida los bollos de doña Élida.

Una señora de 92 años que lleva cinco décadas vendiendo bollos de frutas naturales en General Cepeda.

Qué maravilla de historia, me digo.

 

Y no es cualquier bollo.

Los bollos de doña Élida son más bien artesanales, según veo.

Doña Élida me enseña los sartenes donde ya ha preparado la fruta, guayaba, tamarindo, fresa, melón, para sus bollos.

También los hay de coco y nuez, ideales para estos 35 grados que esta tarde se han dejado sentir en el corazón de la ex Villa de Patos.

“No, pos no doy abasto, todos los días me pongo a hacer”, dice.

Pero esto no es nuevo para ella, a doña Élida le gustó el comercio desde niña.

Sus padres tenían un changarrito así como éste y a ella le gustaba vender, aparte de andar de machetona jugando a las canicas y a la cuerda con los chamacos de la escuela, “muy mona”, dice.

¿Es usted de acá?

“Nacida, criada, casada, viuda y aquí sigo, hasta que Dios quiera”.

A los 17 años doña Élida se casó, tuvo ocho hijos y jamás salió de General Cepeda, salvo cuando su esposo la llevaba a Saltillo para la fiesta del Santo Cristo de la Capilla del que doña Élida es fiel devota.

Eran nueve hermanos, el padre, que eran un agricultor, murió después que Élida se casara y la mamá no tenía el modo para mandar a los demás hijos a estudiar fuera.

En aquel tiempo no había fábricas ni existía el Valle de Derramadero, y los que conseguían irse a Saltillo para educarse lo hacían con mil sacrificios.

Doña Élida abre su refrigerador, una de esas burdas neveras de antaño, y muestra sus bollos.

“Mire, estos son”, dice.

Los hace de casi todas las frutas, menos de sandía, nunca se ha animado, no dice por qué ni yo le pregunto.

“Estos son de… ¿cómo le quiero decir?, les nombran los diablos, con chile y limón…”.

Le digo a doña Élida que cuando llegué al pueblo me pareció ver por las calles a gente con cara de seria.

¿Usted es muy seria doña?

“No, qué voy a ser seria si soy bien borlotera, con todo el que viene aquí platico para pasar el rato”.

Tras la despedida, oigo a mis espaldas la voz de doña Élida “ándele, llévese un bollito”.

Calles más adelante me encuentro con Juan Martín Rodríguez en el pequeño emporio de quesos que formó con su familia hace unos 16 años.

Juan Martín, al que todos en el pueblo conocen como “Chopo” desde plebe, era un ayudante de albañil sin carrera ni porvenir.

Hasta que un día fue donde un ingeniero del Centro de Bachillerato Tecnológico Agropecuario (CBTA) de Parras y le pidió de favor que le diera clases de cómo hacer quesos.

Juan le habló con la verdad: pos que él quería poner un negocio de quesos, que si le podía echar la mano y el ingeniero que sí, por qué no… y le enseñó, lo apoyó.

Empezó con 17 litros de leche, le puso 50 pesos al cilindro de metano, porque no tenía más, y compró una parrilla de dos mechas en abonos, para calentar la leche.

“Empecé con muy poquito, de muy abajo, no tenía dinero ni un cinco, no tenía nada”, dice.

“Chopo” es alto, rostro campesino, tostada piel, brazos fibrosos, usa sombrero y habla todo el tiempo como si estuviera enojado, pero no está, así es él, aclara.

Un señor que era ayudante de albañil y se convirtió en el dueño de la mejor, más grande y conocida, quesería de General Cepeda.

Qué historia la suya, pienso.

Juan Martín Rodríguez, fabricante y dueño de una quesería.
Empecé con muy poquito, de muy abajo, no tenía dinero ni un cinco, no tenía nada”.
Juan Martín Rodríguez, “Chopo”, fabricante y vendedor de quesos.

Anduvo un tiempo en la obra, lo desocuparon y se puso a hacer quesos.

Así resume Juan la aventura de su vida.

Hoy les compra unos 700 litros de leche diarios a 11 productores de la región que la traen en burro desde sus ejidos; y elabora entre 100 y 120 quesos de diferentes tipos, molido, asadero, requesón y panela, todos los días.

Oiga y ¿qué es “chopo”?

“Lo que queda del queso, los pedacitos”.

¿Cómo?

“Ya le dije…”.

Juan Martín nació y creció en General Cepeda, iba a la primaria y ayudaba a su padre en la labor.

Su madre se había dedicado toda la vida a hacer queso casero.

“Todo el tiempo papá me aconsejaba ‘hay que trabajar bien, nomás lo que es de uno, que madrugue uno a trabajar”.

¿Hasta qué año estudió usted?

“Yo no salí de sexto”.

A la 1:00 de la tarde de un lunes en la quesería de “Chopo”, sus empleados, ahora “Chopo” contrata gente para que le ayude, “les doy trabajo, después de que no tenía trabajo para mí”, dice,  trabajan afanosamente meneando la leche en unos recipientes grandes que se llaman bachas.

“Ai vamos, aprendiendo poco a poco, día tras día”, dice Margarito Carrizales Hernández, uno de sus trabajadores.

“En toda cocina no debe de faltar el queso. Es como la tortilla, yo digo…”, dice María del Consuelo Carrales Arreola, otra de las empleadas de Juan.

En el taller es una profusión de pilas y mesas metálicas donde se procesa el queso.

“Dejamos que se escurra bien la cuajada para mañana y luego la pasamos al molino, la ponemos en los moldes y ahí se hace ya”, dice Juan Martín, como si todo fuera de “enchílame otra”.

La mayor parte de sus quesos se venden en el pueblo, el resto los lleva Juan a las tiendas de los barrios y colonias de Saltillo.

¿Ya es famoso?

“Pos mire mucha gente viene a búscame”.

¿De dónde?

“Híjole… pos es bien difícil contestarle la pregunta, vienen de muchas partes”.

Ha sido una labor de años, no es de ahora para mañana, dice Juan Martín.

Oiga, ¿y cómo ha cambiado su vida?

“Yo sigo siendo el mismo. He salido adelante gracias a Diosito”.

A la entrada de la quesería de Juan hay un altar con una imagen de San Judas Tadeo, el abogado de las causas imposibles, difíciles y desesperadas, tamaño natural.

Le pregunto a Juan qué le pide a su santo…

“Que me eche la mano pa seguir adelante con mis hijos y mi trabajo”.

Juan necesita un tanque frío y renovar el equipo que ya está muy podrido, muy agujereado, se tira la leche.

“A ver si me apoya alguna dependencia”, dice.

¿Le gusta lo que hace?

“Mucho, porque de mi trabajo comen mis hijos y como yo, se visten mis hijos y me visto yo, por eso mismo lo aprecio y mi trabajo es sagrado”.

María del Rosario Nieto y Javier Flores, comerciantes

Más tarde los esposos María del Rosario Nieto y Javier Flores me están presumiendo el gran museo que es su antigua casona familiar, plantada en una esquina del pueblo como una fortaleza de muros de tierra y artesonado de madera de oyamel, la más fuerte, dice doña Mary.

“Por eso ha durado tanto, mire, porque no tiene 100 años aquí, tiene más”.

Dentro, en la tienda donde Mary y don Javier han montado su negocio de elaboración y venta de pan de trigo y elote cocido en horno de adobe, luce como reliquia el rudo mostrador y al fondo unos corpulentos casilleres verdes que datan del tiempo de la Revolución, 1913, más o menos.

“Mire el mostrador tiene su cajón para el maíz y otro para el piloncillo…”, dice Mary, quien lleva la voz cantante en la plática.

Entonces abre uno de los cajones y saca un viejo libro donde, ella supone, los abuelos de su esposo Javier, que eran los propietarios de esta tienda, llevaban las cuentas.

“Todo tenían en orden. Nada más fíjese en la letra. Este libro está timbrado 1909”.

“Pero venga, venga, mire, pase por acá”, dice Mary, y entramos por la trastienda en la acogedora sala de esta mansión centenaria.

Un matrimonio de General Cepeda que vive en un museo.

Vaya historia increíble, medito.

El recibidor de la familia Flores Nieto es una auténtica galería de antigüedades.

Unas mecedoras de la época porfiriana, como las que salieron en la novela Senda de Gloria, dice don Javier; un juego de sala azul turquesa, original, de principios del siglo pasado; un radio, una sumadora grandota, unos candiles, unas lámparas de petróleo y un escritorio tipo secreter que le fue robado a la familia de don Javier por los revolucionarios y luego rescatado por un honesto vecino, el profesor Juan Esquivel, que lo compró y lo devolvió a sus legítimos dueños.

Todo está intacto.

“Ya ve que en la Revolución se llevaban todo lo que querían y esto fue algo de lo que se llevaron”, dice Mary.

Pero sin duda el tesoro más valioso que guardan los Flores Nieto es el vetusto mapa de la República Mexicana, fechado en 1893 y acoplado sobre piel, que perteneció a unas señoritas Flores Ortiz, las tías de Javier, el marido de Mary.

“Ya está muy destruido”, dice Mary mientras lo desenrolla y extiende en el piso de la sala.

“Pero venga, venga, mire”.

Estoy en el zaguán con doña Mary y don Javier, mirando unas sillas y una mesa de forja que, en épocas pretéritas, formaron parte de la cocina de la casa, junto con una estufa de leña en la que Mary cuece sus frijoles.

“¿Ya vio esta foto de la plaza principal?, aquí nos la encontramos también”, dice Mary.

Y recuperaron un añoso aguamanil que está en el baño.

Mary es la hija enfermera de un agricultor y un ama de casa, que vivió su infancia jugando en las huertas de General Cepeda, cuando en General Cepeda había huertas.

El papá de Javier había sido empleado del Gobierno y aparte se dedicaba a comprar ruedos de hoja para tamal que llevaba a vender a Saltillo, en un camión rentado, durante las fiestas decembrinas.

A pesar de que la situación era difícil, cuestión de economía, don Javier había ido a estudiar a la Ciudad de México en el Instituto Politécnico Nacional cuando el movimiento estudiantil estaba en su apogeo.

“Le tocó el 68”, dice Mary.

A su regreso al pueblo conoció a doña Mary en un baile, se pusieron de novios y luego se casaron.

De eso hace ya 44 años.

“Y aquí seguimos conservando todo lo más que podamos, mientras estemos aquí”, dice Mary. 

Cuando traspongo la puerta de su sombrerería, Ceferino Juan del Bosque está mirando absorto por el aparador de la tienda hacia la calle vacía e incendiada de sol, a las 3:00 de la tarde de un domingo.

Parece pensativo, como quien hojea el cuaderno de su vida o desgrana recuerdos.

Y cómo no.

Tantos años de estar acá, de perpetuar el legado de don Chilo, su padre: la más antigua y tradicional sombrerería de General Cepeda.

Qué estará pensando “Nino”, me pregunto.

Tal vez se está acordando de cuando no había luz en la villa y su padre, junto con los principales, mandó traer la primera planta diésel para alumbrarse.

Por ese tiempo no había la modernidad de la televisión y todo eso, dice “Nino” señalando la pantalla encendida sobre el mostrador.

A la sazón venían a la tienda campesinos de los ranchitos cercanos para mercarse un sombrero, un pantalón, una camisa vaquera o algún enser para el campo que hoy sirve de adorno al establecimiento de Ceferino.

Esa, dice “Nino”, es una trampa para coyote, aquellas unas tijeras para podar borregas, unas espuelas y las de más allá dos lámparas que funcionaban con gasolina blanca y se usaban para iluminar el negocio cuando el cielo dejaba caer sobre el pueblo su mando negro y estrellado.

La sombrerería fue fundada en 1939 y de esa época conserva la moda de los sombreros de palma grandotes que usaban los revolucionarios.

Ceferino es alto ni gordo ni flaco, atezado, lleva antiparras, gorra deportiva y habla ronco, pero no aguardentoso.

El dueño de una vieja sombrerería en General Cepeda que se resiste a morir.

Chévere historia, reflexiono.

¿Cómo se llama el negocio?

“No tiene razón social, pero anteriormente daban el nombre de CasaedonChilo, AncaChilo. En los calendarios que mandamos hacer le ponemos CasaeChilo, en memoria de mi señor padre, que murió en 2003”.

Los padres de “Nino” empezaron con un pequeño y modesto negocio que con los años atrajo gente de aquí y de allá, la mayoría del campo.

Ceferino Juan del Bosque, vendedor de sombreros.

A la par “Nino” pasaba su infancia jugando béisbol con un bat de palo de mezquite, manoplas de trapo y pelotas de esponja forradas con hilos, porque entonces escaseaba el dinero.

Pero aun así “Nino” vivió una niñez feliz, asegura.

¿De dónde son los sombreros que venden aquí?

“De San Francisco del Rincón, Guanajuato, que es la cuna del sombrero”.

¿Y el negocio deja?

“La querencia es la que lo mantiene a uno aquí, al pie del cañón”.

Sábado de fresca mañana y el pueblo aún está en la modorra.

Estoy en Los Portales, uno de los restoranes de mayor renombre en General Cepeda, con el cronista de General Cepeda, y profesor de Ciencias Naturales, Manuel Marines.

El Profe, como le dice la gente del pueblo cuando lo saluda, me está contando de tiempos que ya pasaron.

De cuando a estas tierras, que eran habitadas por tribus tremendas de indios, llegaron los primeros españoles, el teniente de alcalde mayor de Mazapil, don Francisco Cano, en 1568, y años después (1575), el capitán Francisco de Urdiñola.

El Profe habla de compra de propiedades, de fusiones de tierras y el surgimiento de la primera finca agrícola llamada San Francisco de Patos, fundada por Urdiñola.

Y me platica de asentamientos y de tratados de paz con los naturales.

Ya ve que en la Revolución se llevaban todo lo que querían y esto fue algo de lo que se llevaron”.
María del Rosario Nieto, comerciante.

La fecha de fundación de esta villa, como en otros tantos casos de la historia, no está muy clara.

Unos dicen que fue en 1575, otros que en 1583.

Como sea que fuere General Cepeda, la antigua Hacienda de San Francisco de Patos, tiene una historia realmente larga, que abarca más 400 años.

Aquí, durante la época virreinal, se estableció uno de los latifundios más grande de Latinoamérica, otros dicen que del mundo, correspondiente al marquesado de San Miguel de Aguayo y Santa Olaya, el cual comprendía parte del norte de Zacatecas y el sur de Coahuila hasta Monclova y Cuatrociénegas.

La querencia es la que lo mantiene a uno aquí, al pie del cañón”.
Ceferino Juan del Bosque, vendedor de sombreros.

En 1844 Carlos Sánchez Navarro adquiere la Hacienda de Patos y San Migue de Aguayo, dejándola registrada como Hacienda San Francisco de Patos.

“A partir de ahí, después de la adhesión de la familia Sánchez Navarro a la causa de Maximiliano, cuando los franceses, Benito Juárez hace la expropiación de estas tierras y deja una parte, el casco de la Hacienda, con cuatro leguas en todos los puntos para que se erija el municipio”, dice Manuel Marines.

Más tarde leo en el libro “Coahuila y sus municipios”, que en 1892, con motivo de la muerte del general brigadier Victoriano Cepeda Camacho, quien vivió algunos años en la Villa de Patos y fue destacado en el campo político y en la contiendas armadas, llámese Guerra de Reforma y destrucción del imperio de Maximiliano, el Congreso del Estado decretó que la villa tomara el nombre de General Cepeda, en memoria del ilustre militar, catedrático y admirado gobernador coahuilense.

Trabajo. Desde los ejidos cercanos llegan, en burro, los productores de leche para abastecer a los negocios.

De vuelta al presente en Los Portales, El Profe está rememorando el pueblo de su infancia, allá cuando su padre, que era un maestro rural, migró con la familia del Ejido El Mogote, frente al Cerro de Narigua, a General Cepeda.

Mira, dice Marines, esa era la tienda de don Antonio Sleiman que en Semana Santa hacía sus baratas, sacaba todo lo que tenía de viejo en el tapanco y lo remataba.

Pares de zapatos, pantalones, telas, sombreros, huaraches, todo lo ponía en remate.

Y entonces la gente de todos los ejidos se dejaba venir en burro.

Aquí era La Barca, una cantina famosísima y allá La Estrella, una tienda muy grande.

En la esquina aquella se ponía una señora que vendía enchiladas y tamales, con su bote de cuatro hojas de café hirviendo y entonces  llegaba la gente a cenar en las noches.

Muy agradables los aromas del café, de las enchiladas, de los tamales.

Todo el pueblo era una huerta frondosa.

Símbolo. El palomar data de la época de los Sánchez Navarro.

Marines y sus amigos de andanzas iban a robarse los membrillos, los elotes, los higos, las peras, las granadas.

“Era nuestra vida, nuestra alegría”, dice.

Genial historia, pienso.

Eran los años en los que corría agua por las acequias del pueblo y había muchos charcos donde los chiquillos iban a bañarse y a echar clavados.

“Terminó el agua y terminó todo: árboles frutales, hasta las violetas de la plaza. Tú venías en la noche a la plaza y olía a puras violetas, bien bonito, y las luciérnagas alumbrando por todos lados”, me cuenta Marines.

Entonces se contaban historias de duendes y de brujas, de aparecidos, de llantos, de marranas estirado cadenas.

“Ahorita los niños ya no se asustan con nada. Antes los asustábamos con el cuco…”.

Era raro ver un vehículo por el pueblo, y los taxis eran calesas tiradas por caballos.

En burro llegaban las cargas de quiote de la sierra, de la gente que se dedicaba a vender quiote.

Y así…

Cronista. Además de ser maestro, Manuel Marines se dedica a contar la historia local.
Terminó el agua y terminó todo: árboles frutales, hasta las violetas de la plaza. Tú venías en la noche a la plaza y olía a puras violetas, bien bonito, y las luciérnagas alumbrando por todos lados”.
Manuel Marines, cronista de la ciudad y maestro.

Durante mis varios viajes en camión a General Cepeda conoceré la historia de Raquel Speer, una misionera católica de Colorado que a sus 23 años puso una cafetería comunitaria, el Café Asís, en lo que fuera el altar del antiguo Convento de San Francisco.

La historia de José Francisco Villarreal, un tenaz y joven chef cepedense que inventó los chiles sotoleros: el chile chilaca con queso asadero y chorizo de la región, flameado en sotol producido aquí.

Comunidad. Raquel Speer, de Estados Unidos, puso un café comunitario.

Y la de Martín Torres, un ejidatario de San Juan del Cohetero, que creó, junto con su esposa Lulú, dos variedades de queso chihuahua: una  con chile jalapeño y yerbas de olor; y otra combinada con trozos nuez.

Y me digo, ¡qué historias!