Glenda: la hondureña que extiende la mano a compañeros de infortunio en Saltillo

En el largo y penoso viaje de su país de origen en busca del Sueño Americano, estos caminantes encuentran un modesto oasis en la colonia Independencia

TEXTO Y FOTOS: JESÚS PEÑA

Yo a Glenda ya la había visto. 

A Glenda la vi una mañana que andaba yo por la colonia, si es que a esto se le puede llamar colonia, entrevistando migrantes centroamericanos para una nota sobre migración.

Porque sabrá que acá, en el claro de este cerro, abundan las familias centroamericanas:

Hondureños, salvadoreños, guatemaltecos, que han salido de Honduras, El Salvador y Guatemala, para buscarse la vida en Saltillo, acá.

Acá se llama, o se va a llamar, me diría Glenda más tarde, Independencia, una loma polvorienta y pedregosa, donde hay luz porque los vecinos están colgados; hay agua para beber, porque a veces, no siempre, llegan las pipas de agua de la municipalidad; y hay baño, porque la gente acostumbra cavar sus propias fosas para ir a hacer del baño.

Glenda me contó entonces que llevaba ya sus años acá y quería que el Gobierno le diera un carné, una credencial del INE que a ella le sirviera para agarrar algún trabajo.

Pero no, el Gobierno no quería darle bola con el carné y ella estaba desempleada. 

Dijo que se llamaba Glenda Asisela Troches Matute, que tenía 46 años y que era hondureña, de Bonito Oriental, Colón, Honduras. y no dijo más.

Glenda estaba con su marido y otro muchacho, no recuerdo quién, haciendo de albañil en una construcción de block.
Llevaba una gorra calada hasta los ojos, un suéter negro, una bermuda amarilla, unas tobilleras verdes y una pala con la que removía montañas y montañas de tierra, 

El sol a madres.

Eso sucedió a finales de mayo. 

Acogida. El grupo de migrantes que alberga Glenda aporta lo que puede y agradece lo que le dan.

LA SEGUNDA ENTREVISTA CON GLENDA

Cinco meses después andaba yo por la Independencia buscando lo que no se me había perdido, cuando volví a ver a Glenda. 
La encontré afuera de un tejabán hecho con retazos de madera, cartón, chapa y block, que se alzaba como una fortaleza por todo lo alto del cerro, varios perros famélicos echados al sol custodiaban la entrada.

Glenda me contó que tenía alojado en su choza a un grupo de 28 centroamericanos que había encontrado, unos, pernoctando a las afueras de la Casa del Migrante de Saltillo, que a la sazón y por causa de la pandemia, mantenía cerradas sus puertas; y otros cerca de unas vías de ferrocarril, descansando, aguardando el paso de “La Bestia”.

Amber Carpenter, una gringa amiga de Glenda a la que Glenda conoció por otra amiga, los había traído acá. 

Glenda consultó con su esposo lo de darles asilo a aquellos migrantes y él dijo que sí.  

28 migrantes, viviendo en un tejabán.

Era el tejabán de Glenda Troches, convertido en un refugio, un albergue, un asilo para migrantes rumbo a esa “entelequia”, (como dice el reportero Óscar Martínez en su libro “Los migrantes que no importan”), llamada Sueño americano.  

Entonces pude ver más de cerca a aquella matriarca alta, llenita, morocha, chonguito, vivaz mirada y que siempre usaba suéter afelpado y cerrado hasta el cuello, porque aunque en el cerro hace calor dicen que acá arriba pega más el frío y seguido el hambre. 

El día que llegué por primera vez al tejabán —refugio de Glenda—, miré a varios migrantes cavando en la roca y batiendo a pala una pasta de tierra mezclada con estiércol, como un lodo.

Los migrantes, me contó Amber Carpenter, la gringa amiga de Glenda, intentaban construir un horno rústico para hacer pan, vender pan y sacar alguna plata.  

Los demás se habían ido a trabajar de eventuales a una fábrica de papas fritas y otros de albañiles.   

Amber, la gringa, me llevó a conocer el albergue, la casa de Glenda, que eran varias piezas, algunas de material, las otras de deshechos de madera, cartón, lámina, un tejabán a la Frankenstein.  

Apenas unos cuantos colchones, varios sofás viejos, un peinador con espejo que alguien le regaló a Glenda, una televisión analógica conectada a un codificador...

Otro día la misma Glenda me daría un recorrido por el resto del búnker: la cocina con su mesa, sus sillas, una estufa a la que solo le jalaban dos mechas, un refrigerador vacío, un gabinete sin cristales.

El corral con su fogón donde Glenda cuece los frijoles y el agua para bañarse, unas jaulas con sus gallos y gallinas, y más allá la ducha de tablas sin techo, sin puerta, sin regadera, sin calentador y, lo que es peor, sin agua, la ducha de Glenda y los migrantes.

Y la fosa séptica del refugio, una fosa para 28 migrantes, Glenda y su familia, Amber, la gringa, y su familia. 

La fosa, que estaba a punto de tronar, hedía y vomitaba aguas negras.

Yo no entendía por qué, cómo diablos era que a Glenda se le había ocurrido echarse el paquete de meter a 28 migrantes en un tejabán.
“No tenemos más qué ofrecerles a ellos, pero lo hacemos con cariño”, dijo.

Aquella mujer que yo había conocido clamando al gobierno de México por un carné para trabajar, ahora era la matriarca de un refugio para migrantes instalado en un tejabán. 

‘Somos familia, todos son mis hijos mientras estén aquí’

Otro mediodía que fui a la Independencia a buscarla, Glenda me contó de su vida, una vida medio enredada.

Su niñez en el pueblo de Bonito Oriental, Colón. 

Glenda yendo a los campos a cortar frijol, arroz, maíz, yuca, a buscar leña, para ayudar a sus padres y a sus 14 hermanos. 
“Es una batalla para uno de pobre”, dijo.

Glenda no tuvo escuela.

Problema. Este migrante pasa los días en Saltillo y no se quita a Trump de la cabeza.

“A mí no me dieron la escuela porque yo era la mayor de las mujeres y era la que ayudaba a mamá
 Yo si les duré en la casa, estuve muchos años con mi papá y mi mamá. Mi hermana la más menor se casó primero”.

Glenda nunca aprendió a leer ni a escribir, pero sabía firmar. 

Con el tiempo se casó y tuvo tres hijos.

Andando los años, deseosa de progresar, hacerse de plata y una buena casa, Glenda marchó de Honduras con su marido, dejando encargados a sus críos con unos parientes, y fue rumbo a la Unión Americana.

A su arribo al defe ella, su esposo y otros migrantes, fueron levantados por un cártel y retenidos en una bodega donde los delincuentes pretendían obligarlos a trabajar para ellos embolsando y vendiendo droga.

Glenda y su marido se negaron.

“Anduvimos batallando bastante, el coyote que nos traía nos vendió a la gente mala. Él ya tenía sus conectes y nos fueron a recoger al hotel donde estábamos. Cuando nos quisieron obligar a trabajar para ellos les dijimos que eso no, nosotros no íbamos a andar haciendo eso porque no habíamos salido de la casa para andar en cosas malas, sino para buscar una vida mejor”.

VÍCTIMAS DE ABUSOS

Los malandros los golpearon por todo el cuerpo con un barrote y contactaron a sus familias en Honduras para pedir rescate.
“La familia de él mandó dinero y nos rescató”, me contó Glenda.

A la vuelta de los días Glenda estaba de regreso en Honduras. 

Acomodo. Hasta hace como un mes Amber Carpenter le llevó a 28 centroamericanos que habían quedado afuera de la Casa del Migrante de Saltillo y en las vías del tren.

Un día a su esposo, que era soldador, le llegó la muerte en forma de descarga eléctrica cuando, por accidente, agarró un cable de alta tensión y se desplomó de una casa de tres plantas, mientras laboraba. La familia acusó a Glenda.

“Decían que yo lo había mandado matar, pero Dios sabe que no fue así. Ya no pude estar allá y convivir con ellos”.

Glenda salió huyendo otra vez de su pueblo, quería cruzar para el gabacho, pero la cruzada estaba dura y se regresó patrás.

Glenda se había ido a trabajar, dejando a sus hijos al cuidado de los abuelos, a un pueblo que se llama Corocito, y, cosas del destino, allá se encontró con Miguel Ángel Mares Padilla, un antiguo enamorado suyo, vendedor callejero de frutas y verduras, que a la postre sería su esposo.

“Cuando era pequeña lo conocí en Islas de la Bahía, pero ya no me acordaba de él. Él me molestaba decía que era mi novio y yo le robaba su verdura, porque él vendía sandía, plátanos y yo le iba a comprar a él y le hacía muchas maldades. Yo le decía ‘quiero esta sandía’, escogía la más grandota y él me ponía una mediana. Yo sólo esperaba que él diera la vuelta a despachar los otros y cambiaba la sandía y le dejaba su dinero ahí”. 

Pasado algún tiempo Miguel, que ya se había puesto de novio con Glenda, le propuso mudarse a México. 

En Honduras no había trabajo y la cosa con las maras estaba peligrosa.

El viaje fue en camión hasta Guatemala, después en lancha y luego otra vez en camión para Tenosique. 

De ahí tiraron pal norte a bordo de “La Bestia”.

Glenda, su marido y otros 30 indocumentados soportando el frío y la lluvia, porque era tiempo de aguas.

“Si no corres no agarras el tren, a veces no para, aguantas hambre, aguantas sed, de todo, mucho frío. Es muy difícil el camino del tren, Dormíamos en las vías, mi esposo, yo, los compañeros que venían. Los de migración nos echaron carrera. Es difícil la vida del migrante”.  

Glenda y Miguel llegaron a Torreón y allí se establecieron.

Un señor buena gente les prestó un jacalito allá por la colonia Zaragoza, un sector marginado.

Vinieron los días y los años. 

Glenda tenía ya tres críos. 

Espacio. En sus cuartos, habilitados con muebles regalados, Glenda le da hospedaje a quien lo necesite.

Y SU MADRE ENFERMA

Cierto día a Glenda le llegó la noticia de que su madre había enfermado de gravedad y era menester que ella regresara a Honduras a recoger a los tres hijos de su anterior matrimonio.

A falta de plata para ir a su país, el viaje hasta Honduras es caro, Glenda y Miguel, decidieron entregarse a Migración para que los deportasen.

“De Torreón nos trasladaron a Saltillo, pero como yo tenía niños mexicanos, no nos pudieron deportar. Dijeron que aquí nos iban a dejar castigados. Le dije, ‘pero tengo una emergencia, mi mamá está grave y yo quiero ir a Honduras’, me dijeron que teníamos que ir por nuestra cuenta.  

Glenda, su esposo y sus tres hijos se pusieron a vivir en la colonia Fundadores, de renta. 

Miguel Ángel trabajaba en la obra y Glenda recorría las calles recolectando chatarra.

Ganaban sólo para comer y pagar el alquiler de la casa donde estaban. 

“Mi esposo conoció a un señor que se llama Rafael y él le dijo que para acá vendían terrenos”. 

El señor Rafael habló con una terrateniente de acá para que les vendiera un pedazo de tierra y la terrateniente les vendió.

Entonces la Independencia era un puro cerro pelón, el monte, no había nada. 

“Enganchamos este terrenito y ya se hizo”.

Al principio Glenda y Miguel levantaron una cuarto de madera con sobras de madera.

Ya luego una pieza de block.

Después otro cuarto de madera, otro de block, otro de madera.  

El tejabán de Glenda.

De paso. Los que llegan a la casa de Glenda están unos días, luego siguen su viaje. Al despedirse se van con energías renovadas.

Ésta no era la primera vez que Glenda había convertido su casa de madera y block, con cielo de lámina, en un refugio para migrantes.  

Hacía dos años que unos centroamericanos, que iban de paso por Saltillo al gabacho, se habían hospedado acá.

Glenda me contó que un día un cuñado de ella que era cocinero en una casa de migrantes de Tenosique le preguntó si podía  recibir en Saltillo a un grupo de indocumentados que soñaban con cruzar a la tierra de Tío Sam.

Glenda se acordó de cuando fue secuestrada por un cártel de la droga que quería meterla al negocio de la droga; y se acordó de los días que pasó en los lomos de “La Bestia”, sufriendo frío y hambre, consultó con su esposo y él estuvo de acuerdo en albergar a los migrantes.

“Mi cuñado nos mandó personas a las que él les había tomado cariño”. 

Desde entonces llegó a hospedar en su tejabán hasta a 50 extranjeros, entre hombres, mujeres y niños, venidos del  triángulo de la miseria y de la violencia en Centroamérica. 

“Ái estábamos amontonados”.

APOYO DE ASOCIACIONES

El dinero para mantener la casa salía de la ayuda que la Comar (Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado), otorgaba a los migrantes para que los migrantes realizaran sus trámites de nacionalización acá o siguiera su camino a Norteamérica. 

Glenda jura que nunca de los nunca ella les quitó un solo peso.

“Comar les ayudaba, ellos cobraban cada mes y con eso les dábamos de comer, no pedíamos ayuda a nadie, ellos mismos compraban de comer. Yo los acompañaba a la tienda, decía qué se iba a comprar y qué íbamos a hacer. Entre todas las mujeres limpiábamos, lavábamos, cocinábamos”. 

Apoyo. Amber Carpenter es la gringa amiga de Glenda y activista.

¿Venían niños?

Cada mamá venía con dos o tres niños y todos eran bienvenidos aquí en mi humilde casa. 

Los migrantes permanecían en el albergue dos o tres días y ya luego se iban. 

Unos cruzaron para “el otro lado”, otros se quedaron en México.

“Algunos están en Monterrey, otros en Estados Unidos, trabajando”. 

De pronto el cuñado de Glenda ya no volvió a comunicarse más y ya ningún migrante volvió a caer por el tejabán. 

Hasta hace como un mes que una gringa trajo a 28 centroamericanos que habían quedado varados a las afueras de la Casa del Migrante de Saltillo y en las vías del tren.

Estaban cansados, heridos y hambrientos.

“Para mí es un privilegio estar aquí y poder ayudar a los migrantes, porque yo ya sufrí lo que ellos andan sufriendo en el camino”.

El día que la volvía a ver, después de nuestro encuentro de mayo, Glenda estaba desesperada.

En el refugio no había comida, tampoco agua para beber ni bañarse, la leña para el fogón ya se había terminado y la letrina, una letrina para 28 migrantes, estaba a tope. 

Una noche me llamó para decirme de unas trocas blancas con torreta andaban merodeando el albergue.

Se le ocurrió que podrían ser de Migración.

Nunca lo supo.

Otra noche recibí otra llamada de Glenda lo mismo: que necesitaban unas despensas, que la fosa ya estaba llena, que ya no había ido la pipa del agua, que los migrantes no tenían ropa ni dónde dormir y que las camionetas blancas con torreta

“Va claudicar”, pensé
 “sí, va a renunciar”.

Pero no

“No, somos una familia, todos son mis hijos mientras estén aquí”, dijo.

Y yo me quedé de seis