Encuestas, ¿por qué han fallado tanto en los procesos electorales?
Texto: Luis Carlos Plata*
Ilustraciones: Esmirna Barrera, Alejandro Medina y Federico Jordan
Tradicionalmente se daba por hecho que las encuestas de preferencia electoral influían sobre la decisión de un hipotético universo de votantes. Que creaban opinión pública y percepción, por tanto ayudaban a encarrilar a un ciudadano sin ideas propias y, en el mejor de los casos, indeciso. Como también posicionaban políticos, facilitaban su ascenso al poder; les pavimentaban el camino.
Pero en 2015 todo cambió.
Con las victorias de los candidatos independientes en Nuevo León (Jaime Rodríguez “El Bronco”), en Culiacán (Manuel Clouthier) y en Zapopan (Pedro Kumamoto), se inauguró una nueva etapa en la comunicación política del País: las encuestas ya no influyen en los electores, tampoco forman opinión pública ni construyen percepciones artificiales. Son un vestigio.
Han pasado a la historia como un objeto de museo para entender cómo nos expresábamos hace 20 años, cuando el internet apenas era un descubrimiento y las redes sociales no existían. Hoy más que nunca las audiencias pueden decodificar los mensajes de los medios tradicionales de comunicación donde se publican éstas, y pueden expresarse más allá del cerco informativo. No existe, como antes, un monopolio del discurso y cualquiera puede colocar temas en la agenda pública.
¿Las encuestas están dejando de ser útiles?, ¿qué se puede esperar de ellas para Coahuila en 2017?
Ese objeto del Museo de Historia Electoral: las encuestas
Desde sus orígenes, como instrumento demoscópico de predicción, las encuestas electorales exhiben amplias limitaciones.
Una de las características de México -y Coahuila no es la excepción- es la diversidad geográfica, cultural, económica y educativa. Considerando lo anterior cualquier muestra difícilmente será representativa y no hay garantía plena de fiabilidad científica porque no hay encuesta que contemple la heterogeneidad de la población objetivo.
Quienes habitan en lugares de difícil acceso, por ejemplo, no verán reflejada su opinión en los resultados de sondeos cara a cara. Quienes no tienen teléfono fijo (cada vez más personas debido al avance de la telefonía móvil) tampoco figurarán en un ejercicio que tome como base un directorio telefónico, por lo cual se verá afectada nuevamente la representatividad.
Si se trata de encuestas on line, el sesgo es mayor. Ahí las personas se eligen a sí mismas, ya que son ellas las que deciden participar y responder. Acceden porque son navegantes de un sitio web, o audiencia de una estación de radio, o un canal de televisión. No existe, por tanto, una selección probabilística de población en las encuestas. Ni siquiera éstas son representativas de los navegantes, oyentes o televidentes de esos medios. Son, pues, seudoencuestas.
Deformar los números a propósito no da votos
La naturaleza de las encuestas, como se ha dicho, es falible aún aplicando en ellas el mayor grado de rigurosidad. Sin contar que a propósito también pueden ser alteradas.
El ecuatoriano Durán Barba, uno de los más acreditados asesores en Comunicación Política de Latinoamérica, afirma que hay un denominador común entre quienes modifican dolosamente las encuestas: piensan que los electores, particularmente si son pobres y poco informados, son fáciles de manipular, asimismo que todos están pendientes del resultado de la elección y que los indecisos tienden a votar por “ganadores”.
Otra creencia es que la difusión en periodos preelectorales “produce fuertes y decisivas inclinaciones a la hora de decidir el voto”, entre los indecisos concretamente. Esta influencia opera como persuasión, contaminando el libre albedrío del individuo.
Supuestos por lo demás equivocados.
Los electores indecisos, afirma Durán, son los menos interesados en la política, los que menos leen o ven los resultados de las simulaciones y, por lo mismo, quienes menos se afectan por esas publicaciones. Aunque los políticos tienden a sobrestimar la significación de las encuestas, para el ciudadano de a pie la exposición y credibilidad a las mismas es limitada.
“Si la suerte de una elección se decidiese por lo que dicen las encuestas, sería muy fácil ganar publicitando unos números producidos artificialmente, pero no es así”, señala.
La espiral del silencio; y el mito del votante racional
Un encuestador común pocas veces cuestiona o entra en detalles. Por el contrario, da por sentado tres cosas: que los entrevistados no mienten, que siempre tienen un juicio de valor acerca de todo lo que se les interroga, y que el conjunto de sus opiniones es coherente.
Sin embargo no es así.
Las personas no son propensas a manifestar su opinión y, cuando lo hacen, ésta no siempre es lo libre que se supone. Ese fenómeno lo explica “La espiral del silencio”, teoría de la politóloga alemana Neumann que se resume así: “el temor al asilamiento social conduce al individuo a ocultar aquellas opiniones que él percibe como no dominantes”. Ello produce el efecto llamado “bandwagon” (subirse al carro) que consiste en adherirse al que observa como ganador aunque su preferencia sea realmente otra.
Por otro lado, los votantes son irracionales e incapaces de perseguir sus fines coherentemente, de acuerdo con “El mito del votante racional” del profesor de Princeton, Bryan Caplan.
Finalmente es normal que un votante cambie de opinión, sobre todo quienes no poseen una ideología definida y se colocan a sí mismos en zonas limítrofes del espectro político. En esos casos cualquier encuesta electoral se vuelve una reliquia en poco tiempo.
No son oráculos ni horóscopos ni el pronóstico del clima
Por si fuera poco, las encuestas siempre tendrán la falla democrática de no haber preguntado a todo el mundo, por ello no son un indicador confiable de preferencias políticas. Tampoco son elemento de prueba, ni siquiera una fotografía, como dicta el lugar común.
Si bien permiten generar datos cuantitativos, no son oráculos ni horóscopos ni el pronóstico del clima.
¿Se debe limitar su publicación entonces?
De ninguna manera. Sería contravenir el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el cual reconoce “la libertad de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
Al revés, los resultados de las encuestas deben considerarse un dato más en un amplio paquete de elementos a tener en cuenta en la toma de decisiones.
La hecatombe de 2016 para las encuestas
Si bien el punto de quiebre ocurrió en 2015, la hecatombe para las encuestas sucedió en 2016 y se puede demostrar con nuestros vecinos. En Tamaulipas ponían al aspirante Francisco García Cabeza de Vaca hasta 25 puntos abajo, y terminó 15 arriba. En Durango consideraban perdedor a José Rosas Aispuro con diferencia de 10 puntos y ganó por cinco. En Chihuahua no pintaba Javier Corral y acabó ganando.
En las tres entidades norteñas hay un común denominador: gobernaba el PRI, y ganó la oposición. Durango y Tamaulipas con la particularidad que tuvieron alternancia política por primera vez en 87 años con un candidato panista emanado del Senado.
Un caso paradigmático en Coahuila: el de Guillermo Anaya
Luego de perder la gubernatura de Coahuila en 2011 por la mayor diferencia de votos registrada en los últimos 20 años, mantener un perfil bajo en la Cámara de Diputados de 2012 a 2015 (donde ocupó una curul plurinominal) y permanecer sin cargo público desde entonces, tres encuestas de dudosa metodología –aunque respaldadas por firmas populares como Gabinete, Berúmen y Mitofsky- ubican al panista Guillermo Anaya por encima de prácticamente todos los aspirantes al Gobierno del Estado para la elección de 2017, independientemente del partido que representen o sean independientes.
Vamos, es tan desmedidamente favorecido en los sondeos publicados en los últimos seis meses que uno de cada dos coahuilenses encuestados votaría por él.
La pregunta es: ¿cómo puede suceder ese fenómeno si hace cinco años fue derrotado por una diferencia de 300 mil votos y en ese tiempo sus actividades públicas han sido mínimas a comparación de otros pretendientes?
Salvo que a los encuestados les haya llegado su nombre a la mente por telepatía, es imposible. Estamos hablando de encuestas, no de metafísica. El comportamiento electoral es perfectamente medible y las preferencias también, por tanto los factores que actúan como variables para inclinar hacia uno u otro lado la balanza son controlables. No existen los milagros.
Ahora bien: ¿qué elementos objetivos existen para creer en las encuestas publicadas en una Entidad que ha sido gobernada por el mismo partido político durante 87 años? Aunque su valor es ínfimo desde 2015, siempre quedará la tentación de sustituir las encuestas científicas por “datos” que pretenden ser encuestas y representar a la opinión pública. De tal forma lo que anteriormente era un acto de fe, ahora es un acto de mala fe.
¿Qué hacer entonces?
Como señalara el politólogo estadounidense David Estlund, y a manera de moraleja: “no tenemos razones morales para votar porque nuestro voto singular no hará ninguna diferencia, pero hacer una diferencia es una de las tantas maneras de tener razones morales para hacer algo”.
Pero no sólo México
Otros procesos que van a las urnas a nivel mundial también han tenido grandes diferencias entre lo que pronostican las encuestas y la realidad que se refleja en las urnas. Ejemplo de ello han sido el Brexit que daba un amplia ventaja a que el Reino Unido se quedaría en la Unión Europea (véase parte superior). Asimismo, el referéndum que se vivió en Colombia en torno al acuerdo de paz con la guerrilla local (véase en la parte inferior)
*El autor es periodista y doctorando en Derecho