El militar que pintó su casa de dibujos infantiles
Mira si tienes mala suerte, me dijo riendo un amigo la tarde que le conté de los días que me había pasado a la puerta de la casa de don Casimiro Gallegos Pérez, tocando con una moneda, esperando a que alguien abriera, pero nadie abrió.
Del otro lado de la puerta blanca, de forja, con un candadito dorado colgando del cerrojo, se oyeron los ladridos frenéticos de una jauría que asomó amontonada por el cristal medio ahumado, con cara de qué demonios buscas aquí.
No me había equivocado de casa, era la fachada color chocolate, plantada justo en el vado de la calla de Pedro Aranda, en la colonia Bellavista, que me había dicho mi amigo y desde donde me miraban desconcertados los rostros de Blanca Nieves, La Bruja, La Bella y La Bestia, Bambi, Spiderman, el Rey León y Cantinflas.
Días atrás mi amigo había pasado por allí de casualidad, de pura suerte que tiene, y visto a aquel hombre bajo y delgado que pintaba y despintaba el frontispicio de su casa.
Trazaba un mono y lo borraba y lo volvía a pintar y lo borraba, la música sesentera de su grabadora escuchándose a varias cuadras de distancia,
La mañana que estuve por primera vez delante de aquel mural, como de páginas de un cuento infantil, me picó la curiosidad de saber quién podría vivir allí y aporreé la puerta hasta que me dolieron los nudillos, pero nadie salió.
Probé entonces con una moneda que sonaba como un trueno metálico en la puerta, pero nadie apareció.
Y así estuve por algunos días y por algunas horas, que hasta el perro, canela y hocico afilado, que traía locos a los automovilistas de la calle Pedro Aranda, en un gesto de compasión, terminó por echarse a mi lado a esperar.
Mira si tienes mala suerte, las palabras de mi amigo volvieron retumbar como martillazos en la nuca, pero no cejé y otro día y otro volví a llamar a la puerta blanca de forja con candadito dorado de la casa de don Casimiro.
Otra mañana que volví al vado de la calle de Pedro Aranda, y vi que el cerrojo de la puerta de la casa de don Casimiro no tenía el candadito dorado, me retoñó la esperanza.
“Tóquele, hasta que salgan los perros”, dijo una voz rasposa atrás de mí, que pareció brotar repentinamente de la tierra o del viento.
Era un hombre larguirucho, el cabello moteado de blanco y el semblante arrugado.
“Es mi sobrino”, dijo, aporreó la puerta varias veces con algo que sonó como una moneda y antes de que yo preguntara nada se esfumó como había llegado.
Segundos después se cumplió el vaticinio del hombre aquel: la jauría de ladridos azotando, como fieras, la puerta desde adentro.
Luego se oyeron estruendos de cerrojos que se liberaban, el rechinido de una puerta que se abría y vi al fin una cabeza mulata, de cabellos y mostacho nevados, que asomó, iluminada por la claridad de la calle.
Era la enésima vez, digo enésima vez porque yo no recuerdo cuántas, que venía a buscar a don Casimiro hasta esta casa de la calle Pedro Aranda, una calle bulliciosa de tráfico y de gente, de estéticas, talleres mecánicos, fondas, pollerías, boticas, boutiques y tienditas de barrio, estudios de tatuajes y tortillas de harina, en la colonia Bellavista o la “Bella Colombia”, como le dice la gente de acá, en alusión a sus muchas pandillas, asiduas a la música de timbales, acordeón, y guacharaca.
Por fin, qué suerte, salió don Casimiro y me sorprendí de ver a aquel hombre bajo, delgado, moreno, de ojos cafés brillantes y manos tocas y rasposas que se extendieron para saludarme.
Casimiro Gallegos Pérez, dijo que se llamaba.
Adentro la jauría, queriendo tumbar la puerta.
Que qué se me ofrecía, interrogó con una voz entre aguardentosa y suave, como un buen trago de ron en la Habana a las 12:00 del día.
Le dije que un amigo que había pasado por allí lo había visto pintando monos en su fachada y quería yo hacerle un perfil biografía para el Semanario, “¡ooooh qué bien!”, respondió, apenas con una gota de entusiasmo.
Estábamos parados afuera de su casa, sobre la acera. Los motores de los carros que pasaban bramando por Pedro Aranda opacaban de vez en vez nuestra conversación.
Don Casimiro metió la mano en la bolsa de su sudadera gris y luego en la de sus tejanos, sacó un encendedor, una cajetilla de Dalton, me la puso delante, “no gracias”, y encendió un pitillo.
Vi, entre las nubes azuladas de humo de tabaco, a Blanca Nieves, La Bruja, La Bella y La Bestia, Bambi, Spiderman, el Rey León y Cantinflas, espiándonos desde la pared y decidí, de una vez por todas, preguntarle a don Casimiro que por qué estaban ellos allí, fisgando a cuanta gente pasaba.
“Es que me nace, o sea que me gusta el dibujo, veo el dibujo y pos.... lo pongo”, dijo vehemente.
Y sólo hasta que le escuché decir más frases que el ¡oooh que bien!, del principio, supe que la lengua le trastabillaba.
Don Casimiro empezó a contarme que dibuja desde chico.
No tuvo maestro ni aprendió en ninguna escuela.
Sólo ve los dibujos y pos… si puede, los hace. Primero los traza y luego, con la pintura, les da color, vida.
En medio del resoplido implacable de los automotores, le oí decir, muy apenas, que de vez en cuando alguno de sus sobrinos le trae una portada con algún dibujo interesante o él las compra en la calle y viene y las copia sobre la fachada de su casa.
Una Blanca Nieves, La Bruja, La Bella y La Bestia, Bambi, un Spiderman, un Rey León, una samurái con su catana, “¿verdá?” y hasta un Cantinflas.
Habían cesado los ladridos de la jauría, pero comenzó otro concierto desenfrenado que provenía de la casa contigua, unos chihuahua, pienso que eran unos chihuahua por la agudeza de sus voces, empujaban desde adentro con ímpetu una puerta negra de chapa.
“Pos ái más o menos, o sea pos el Hombre Araña y y y y luego su enemigo, pos un doctor (el Dr. Octopus) ¿verdá?”.
Dijo don Casimiro cuando salimos más a la calle para ver la fachada de la casa en toda su amplitud, la gente observándonos extrañada: dos locos sin quehacer, contemplando, abstraídos una pared pintada con personajes de cuento, de tele, de historieta.
Igual a los críos que pasan por aquí les pica la curiosidad, miran los dibujos, los palpan y siguen su camino, me dijo don Casimiro, o eso creo que me dijo porque, con los ladridos alocados de los chihuahuas, el chirriar de las cortinas de un negocio que abría y el traca – traca de los motores de los carros que pasaban por Pedro Aranda, casi no podía oírlo.
Seguro que pensó que yo no había entendido nada, me pidió que aguardase y se metió a su casa mascullando algo así como que sus perritos podrían salir disparados a la calle y entonces él tendría que ir corriendo a perseguirlos.
Pero sus canes, que ya lo esperaban detrás de la puerta blanca de forja, no hicieron ni el menor intento de asomar el hocico.
En segundos don Casimiro regresó con unas portadas que mostraban algunos de los personajes a los que él había dado vida en su pared, protegidas con algo que parecía micas transparentes.
“O sea que esta portada es ésta, esa es ésta, o sea que no está muy bien, pero se da ahí un parecido, es una mujer que está en el campo como tirada o muerta, no sé qué onda ¿verdá?”, balbuceó, comparando una de las portadas con su copia pintados sobre el muro..
Le dije que me había extrañado no haberlo encontrado en la calle, dibujando en la fachada, con la música sonando a tope en todo el barrio, como me había platicado mi amigo.
Respondió que hacía pocos días cayeron en su casa unos inspectores de la municipalidad, con un reporte donde sus vecinos se quejaban por el ruido que armaba con su grabadora, cada que salía a pintar.
“Acepto de que yo sí la regué, porque cuando escucho música la escucho grande, o sea fuerte. Fueron y me reportaron, pos que me cae el aviso de que, o sea que sí la escuche ¿verdá?, pero no muy recio.
“Dijo (el inspector) ‘salga usté con su música, pero no recio camarada, porque ya nos cayó el aviso y como amigos que somos y vecinos que somos, yo le digo esto, o sea que a mí me mandan, soy mandado yo y vengo a decirle esto’, le digo ‘pos qué bien, gracias””.
Esa mañana descubrí que don Casimiro es hombre paciente y lenguaraz, dado al parloteo y a las buenas amistades..
De joven, me dijo sin que yo le preguntara, había sido militar, andado por años en la sierra, su vida había sido la sierra, los narcos, ái por Sinaloa, Sonora, ái por el sur, en Chiapas, en la selva Lacandona.
Porque don Casimiro había sido grado, dijo, comandante, “¿verdá?”, hasta que causó baja por enfermedad.
No es pensionado y come de lo que gana cuando sus vecinos de la cuadra lo ocupan para un trabajo de pintura, un escombro, un deshierbe y así.
Justo cuando toqué a su puerta estaba a punto de irse a ensayar, eran los días grandes de diciembre, de la Virgen, con su grupo de mujeres matlachines, donde él baila, toca el tambor, es el cabecilla.
Son unas señoras, me dijo, a las que conoce desde crías, que ahora son abuelas jóvenes.
Conforme avanzaba la mañana don Casimiro iba sacando sus trapos al sol.
Me dijo, sin rastros de pedantería, que él había pertenecido a la Danza Tlaxcalteca del fallecido Francisco Gámez Cardona, Pancho “La Gallina”, una de las danzas más famosas de todo el estado, emanada del corazón del barrio del Ojo de Agua.
“Pero ahora los integrantes ya se han ido al más allá, a su cama, a su dormir para siempre, pos sí, por la cirrosis, pos tomábamos y pos se nos fue el tiempo”, dijo, tirando de su Dalton y lanzando una bocanada que nos envolvió en un olor fuerte a tabaco del fuerte.
“Poco”, dijo cuando le pregunté que si seguía tomando, o sea que poco, porque tiene una enfermedad en la cara: parálisis facial.
De un coraje o sea que fue coraje y luego absorbió el polvillo de una yerba, zacate pues, o sea que hubo el remolino y sí, entonces eso le penetró y luego pos esa cosa tenía un veneno para plagas y lo absorbió y entonces le vino la parálisis.
Hace unos días todavía tenía la boca por acá, dijo señalándose casi hasta la oreja izquierda, y pos el doctor y el dinero para pagar “¿verdá?”.
Su coraje fue que los pandilleros de la Bella Colombia se andaban peleando y le quebraron un vidrio, “¿verdá?” y él tuvo que salir a ver qué… salir a ver qué onda, dijo, y me quedé con las ganas de preguntarle si de ahí le quedó la tartamudez.
Esta casa, la casa con puerta de forja, tejado, ventanal vertical y un árbol muerto de pie en una jardinera sin jardín, había sido la casa familiar, donde Casimiro pasó la infancia con sus padres y sus hermanos.
Y en esa casa, deshabitada de espíritus y fantasmas, es que vive don Casimiro y la jauría, su familia salvaje, ante la que otra noche me presentaría como amigo invitado.
De ahí en fuera Casimiro vive prácticamente solo, sin mujer, sin hijos.
Tuvo una esposa y una hija, allá cuando era militar, dijo, nomás que a la esposa le gustó la otra vida, o sea la vida fácil, o sea que le salió… ps ps pos otra onda “¿verdá?”, o sea putita.
Se dio cuenta un día que llegó de un servicio y uno de los de la tropa le soltó a bocaejarro que “oiga comandante, mire cómo está su esposa”, y Casimiro; “hijo de la chingada, no, no, no ahorita los madreo a los dos carbones”.
Fue y madreó a la esposa y al amante, que estaban exhibiéndose delante de él, abrazo y beso, una burla “¿verdá?”.
Lo arrestaron, lo castigaron, lo metieron preso en una cárcel militar.
En eso le cayó la orden de que partiera a una escuela militar, para ascender de grado.
“Que te vas y que te dejo”, amenazó su mujer.
Jamás volvió a ver ni a su señora ni a la hija.
De eso hace ya 35 años.
Y ahora tiene ps a la jauría, sus perritos, cinco, que es una familia también y que muy pronto crecerá porque una de las cachorras, la blanca, chaparrita, ya está de encargo.
Dijo don Casimiro y Blanca Nieves, La Bruja, La Bella y La Bestia, Bambi, Spiderman, el Rey León y Cantinflas, nos miraron con una mirada de ternura.
Antes que se fuera de militar su vida había sido alegre o sea se reía, le gustaba jugar, compartir la vida, con el amigo, con el pariente..
Le gustó la milicia y se hizo frio, duro, ¿por qué?, porque hay trancazos, balas, granadazos, la disciplina… Se hizo frio, duro.
No se acuerda, dijo, pero parece que tenía 16 cuando se enroló en el ejército.
Estaba crío.
10 años después, cuando tenía 26, 27, ahora tiene 60, lo dejó por enfermedad, aunque en el ejército hay deportes, para que se instruya el cuerpo, o sea tenerlo activo el cuerpo, o sea que ahí no son drogos, no nada.
Desde entonces, se dedicó a la obra, un poquito de obra, porque la conoce. Bien, bien, no, “¿verdá?”, pero como sea y ái saca pa comer.
“Este es un delfín, este un león, el rey de la selva, un conejo”, dijo, zambulléndose en la fachada.
Los pinta con la pintura que le regalen en las partes donde lo contratan para hacer algún trabajo de pintura. Sobra pintura y él “oiga fíjese que sobró esa pinturita, ¿por qué no me regala un poco?”, y se la regalan.
Sería mucha jeta robársela, o sea que robar es un deliro grave.
Es cuando sus vecinos de la cuadra lo ven dibujando en el frente de su casa, con su vieja grabadora a todo volumen.
Pasan las chavas de la secundaria 3 y se ponen a bailar, muy a todo dar, “súbale may”, le piden.
Dijo don Casimiro, se dio la vuelta y entró de nuevo en su casa, la jauría acechando desde adentro.
Al ratito volvió con unos casets; la Sonora Santanera, Pérez Prado.
A veces pone rock en inglés o mexicano, rancheras, rondallas, cumbias.
Pero que ya se iba, dijo don Casimiro, de pronto, que “ya por favor oiga”, porque que ya se iba ensayar con el grupo de danza,
Le propuse acompañarlo, dijo que no, porque primero iría a casa de una hermana suya, tomaría un café, un panecillo, y de ahí al ensayo.
Que no podría ir con él, que me la debía.
Le pregunté entonces si nos veríamos otro día, dijo que acostumbraba salir de casa muy de mañana y regresar hasta en la noche.
“¿Por qué no?”, respondió cuando le sugerí visitarlo una de esas noches para seguir platicando, y luego nos despedimos en la puerta.
Una fresca noche me hallaba otra vez afuera de la casa de don Casimiro, esperándolo.
Era la oscuridad cerrada, los coches bramando en la calle de Pedro Aranda, cuando lo vi venir por la acera.
Que hola, que cómo estaba yo, dijo, y se apresuró a quitar el candadito dorado de la puerta de forja blanca.
“Pos la casa está fea porque le falta aseo ¿verdá?”, se excusó cuando entrábamos y encendió la luz.
Adentro nos recibió el olor pegajoso de la jauría y la jauría,
“’Chapo’, vete pallá güey”, irrumpió Casimiro cuando el mayor de los canes, un perro atigrado con una mancha blanca que le rodea desde la cara hasta pecho y el lomo, se lanzó hacia mí.
Nos hallábamos en una especie de zaguán, con paredes amarillo pálido, algunos sillones, gastados y cubiertos por el polvo del tiempo, dos grabadoras, largas y rectangulares, las grabadoras de Casimiro, puestas sobre sillas, y otros muebles protegidos con frazadas.
Al fondo, la oscuridad.
Lo que pasa es que el hermano de Casimiro cortó la luz cuando vivió aquí, don Casimiro no supo porqué “¿verdá?”, y ahora sólo hay luz en el zaguán.
La jauría, que estaba loca de ver a su amo, empezó a saltar y pararse de manos sobre él.
“O sea que este es el ‘Chapo Guzmán’, ‘Diana’, la blanca; ‘Irma Serrano’, ‘Supermán’, y ‘La Negra’, que está encerrada en otro cuarto, porque es la más pequeña”.
No, no son de la calle, sino que resultaron de una pareja de canes suyos, “El Chapo” y otra perrita que ya falleció, por la edad..
Dijo y luego señaló un estante empotrado en la pared y en el cual había algunos comestibles: blanquillos, leche, harina, botanas.
Luego apuntó hacia un rincón del zaguán donde había unas botellas de refresco, con refresco, a medio consumir, que estaban paradas sobre suelo.
“Para remojar el labio”.
Lo que vi cuando Casimiro me condujo por las sombras hacia el patio de su casa, acabó por perturbarme:
Era el cráneo, con cuernos, de una res que nos miraba fijamente por las cuecas vacías de sus ojos, colgado al marco de una ventana sin ventana.
“Es una restirada, o sea que la res estaba tirada”, explicó con picardía, riendo y hasta un rato después descifré el albur.
Más allá nos topamos con otro cráneo de res, que pendía de una pared de ladrillo sin enjarre del patio.
“Pásele”, dijo don Casimiro y caminamos envueltos en tinieblas hacia otra pieza de la casa.
Allí, la flama de su encendedor, me reveló una colección, su colección privada, de osamentas de animales que se ha encontrado tiradas en sus excursiones por algunos ejidos de la región:
Una víbora de cascabel, disecada, el cráneo de un venado y, metidos en unas urnas hechas con polvorientos botellones de agua purificada, la cabeza de un coyote, al que mató después de una cruenta pelea, dijo, y una lechuza.
El cuarto era un amontonadero de cajas sobre el suelo y muebles: un ropero, un librero, una estufa, ropas tendidas en tendederos. Las cosas de los antepasados de Casimiro.
De vuelta al zaguán le dije a don Casimiro que por qué ponía algo de música para romper un poco la tensión y endulzar la charla.
Asintió con la cabeza, se dirigió a una silla donde descansaba una de sus grabadoras y puso play.
Entonces sonó un mix de canciones de rock mexicano de los sesentas, a todo volumen, como la vez que llegaron los inspectores de la municipalidad y le dejaron un papel donde decía que tenía que pagar una multa de mil 800 pesos, por ruidoso y él que “no, no, no, por aquí se van cabrones, no les pago ni madre”.
Les quitó el papel, se la echó a la bolsa y “que les vaya bien”, los echó de su casa.
La noche que lo visite eran después de las 8:00, la hora en que Casimiro saca su parrilla eléctrica, sus cacerolas y se pone a cocinar para él y sus perros.
O sea que hace una comida más o menos grande, come él, comen sus perros.
En su grabadora los Teen – tops, cantaban “Bule – bule”, después “Agujetas de color de rosa”, los Hooligans, “Despeinada”, los Hooligans y “Pan con mermelada”, Sputsniks.
“Pos a lo mejor me lo toma como una mentira, pero tengo 350 casets ahorita”, dijo Casimiro, como orgulloso de poseer un gran tesoro y seguro pensó que yo se lo había tomado a mentira porque me llevó de regreso al cuarto en penumbras donde tiene su colección de osamentas de animales.
Allí me enseñó varias cajas de plástico repletas de casets y casets que ha comprado, dijo, en los mercaditos ambulantes.
De repente, con la oscuridad no supe de dónde, sacó un consolador de plástico del tamaño de dos palmos y lo alzó al viento con una sonrisa de triunfo, “¿cómo que qué es?, ps ps pos… un trofeo”, dijo.
Salimos otra vez al patio, iluminado solamente por la claridad de la luna. Casimiro abrió de golpe la puerta de otro cuarto y “Negra”, la más pequeña de la jauría, brotó como un fantasma en la oscuridad.
Que por qué la tenía encerrada, le pregunté, dijo que es que “Irma Serrano”, otra de las cachorras, ya le trae ganas, o sea que la ve y la quiere matar, y él cuando va a salir mejor encierra a la “Negra”.
La jauría nos rodeó en el patio.
“Esta ya a va a tener hijos”, rumió Casimiro señalando a la perra blanca y chaparrita que se llama Diana.
Después encendió un Daltón.
En el patio se hizo un silencio incómodo, fue como si el humo del pitillo hubiera ahuyentado las palabras, Casimiro con cara de ya es tarde, quiero cenar, tengo sueño, ¿ya te vas?
Le pregunté que si era feliz en ese mundo suyo:
“Pues aunque no sea feliz, estamos vivos y hay que sobresalir. Hay que ser fuertes a la vida, a lo que venga, bueno o malo”, respondió.
Y yo le dije a adiós en la puerta de la calle, con la amenaza de volver otro día.
Un domingo en la tarde me vi otra vez esperando afuera de la casa de don Casimiro a don Casimiro.
Como miré que la puerta tenía puesto el candadito dorado ni me molesté en tocar y esperé pacientemente a que el hombre apareciera de algún lado. Nunca llegó.
El perro color canela y hocico finito que otras veces había visto corriendo enfurecido tras automóviles que pasaban por Pedro Aranda, se acercó a olfatearme y terminó por echarse a mis pies, en un gesto como de lástima, de compasión.
Entonces vi de soslayo que Blanca Nieves, La Bruja, La Bella y La Bestia, Bambi, Spiderman, el Rey León y Cantinflas, se burlaban de mí.
Volví otro día a la casa y otro y otro y otro. El candadito dorado colgando del cerrojo de la puerta.
Mira si tienes mala suerte, recordé las palabras de mi amigo como ecos que me cincelaban las sienes y me fui.
Una mañana me hallé tocando de nuevo frente la puerta de forja blanca que esta vez, respiré, no tenía el candadito dorado.
La jauría vino a recibirme detrás del vidrio ahumado de la puerta y luego don Casimiro.
Que qué gusto me daba verle, dije cuando abrió, que qué se había hecho, que cómo estaba; y él que había estado con su grupo de danza, que la virgen, que una peregrinación, que había ido a pagar el agua, pero que no tenía agua, que andaba malo de las canillas, por una caída que había tenido y que, pero que ya se iba, “oiga”, que iba a almorzar, un café rápido, y de ahí al mercadito de la Bella Colombia y luego a casa de su hermana.
Que si lo acompañaba, le pregunté y él que no, porque en el mercadillo de la Bella Colombia hay gente que le gusta lo malo, o sea que raterillos, o sea que “si lo ven con la mochila pasan con las tijeras, le cortan y corren, y pos se va a quedar sin… su instrumento de trabajo”.
Dijo encendiendo un Dalton.
Además iba a ir una doña a buscarlo para que le hiciera un jale de unos escalones.
“Mírela, pos ái viene ya la señora”, dijo y señaló con la cabeza a una anciana que venía cruzando la calle de Pedro Aranda con dirección a nosotros.
“Pa que me haga más grandes los escalones, porque están muy chiquitos y si esta vez no me maté ahora sí me mato”, soltó la doña.
“Ah sí, sí oiga”, contestó Casimiro.
“¿Es bueno?”, pregunté a la mujer, “sí, él es el que me ha ido a pintar y a arreglar, es muy bueno y no es carero”, respondió la señora y se esfumó entre el tráfico.
Le dije a don Casimiro que había yo venido para seguir platicando con él, de él, que si, dijo, que había mucho que platicar, pero que el tiempo, que la danza, y sin más me despidió y se dio la media vuelta:
“O sea que permítame porque puse café”.
Otra mañana platiqué con Celia, la hermana, una mujer menudita de cabellos castaños y rizados, que vive muy cerca de la casa de don Casimiro y tiene también una jauría de perros, la mayoría French poodles, fieros como un pitbull.
“No estamos de acuerdo con su reportaje, ¿cómo ve? Yo creo que así le dejamos. Es que no tiene caso, mejor ahí que quede”, me dijo amablemente.
Esa mañana decidí que tenía que regresar a la cuadra donde vive don Casimiro Gallegos Pérez, para ver qué podía sonsacarles a sus vecinos más cercanos.
Confieso que después de platicar con algunos de ellos tuve una sensación agradable: “lo que hace es un arte, a veces exagera porque pone la música a todo volumen. Yo creo es para inspirarse más al hacer sus dibujos”, dijo una muchacha, “es muy buen vecino, no se mete con nadie, siempre está ahí dibujando, pintando”, comentó un señor que vive al lado de la casa de don Casimiro, “es muy serio, muy trabajadorcillo, le gustan mucho los perros”, declaró otra mujer.
La última vez que vi a don Casimiro en su casa lo encontré un tanto agobiado.
Me dijo que había venido sólo a lavarse y a curarse las canillas, pero que “ya me voy oiga”, porque tenía que trabajar para sacar dinero y comprar comida para él y sus perros.
Desde entonces ya no lo he vuelto ver ni en pintura.
Mira si tengo mala suerte…