Psiquiátrico de Parras de la Fuente

El hospital más solo del mundo

Está en Parras, Coahuila. Es la casa de Juan, Laura, Lupita, Margarita, Paco, Beto, Mili, Sergio, Martín, y muchos más que han sido abandonados por su transtorno mental. Los olvidaron, los olvidamos y lo saben...

                                                                        Texto: Jesús Peña 

                                                                 Fotografía: Omar Saucedo

                                                                        Video: Omar Saucedo / Ernesto Cadena

                                                                     Edición: Kowanin Silva

                                                                      Diseño: Edgar de la Garza

 

Lo único que saben de ella es que se llama Laurita, que tiene 39 años, que padece retraso mental profundo, según el diagnóstico, que no habla y que en 2014 fue traída aquí por unos primos, luego que el padre la abandonara y eso es todo, no hay más datos.   

Dice María Guadalupe Herrera Gatica, la jefa de enfermeras del Hospital Psiquiátrico de Parras, Coahuila, mientras hojea un flaco expediente sentada en una cama del pabellón de mujeres, donde duermen 31 internas. 

Laura es delgadita, como un palito que se va a quebrar, tan delgadita que parece que el uniforme talla chica del sanatorio, un pants y una sudadera grises, le vinieran grandes; trae el pelo lacio hasta las orejas, es morochita y está, también, sentada en la cama a medio hacer, en cuclillas y con la mirada perdida.

Su actitud parece la de estar en otro mundo, su mundo, en el que nosotros, la enfermera y yo no existimos o somos fantasmas. 

Guadalupe Herrera, la enfermera, dice que a Laurita nadie viene a verla, La última vez la visitaron unos tíos, parece, le trajeron unos tenis y se fueron. Jamás han vuelto y eso es todo. 

No se sabe nada de su historia personal, como si Laurita no tuviera historia, como si antes de estar aquí no hubiera existido nunca.

La mañana anterior Miguel Ángel Hernández Monreal, el director de este nosocomio, reveló que el de Laurita es solo un caso entre los veintitantos, quizá 26, no se sabe con certeza cuántos son, de pacientes que viven aquí en estado de abandono, o en calidad de asilados, dice él, porque fueron recogidos vagando en la calle, porque sus familiares los vinieron a dejar aquí y ya no regresaron, simplemente ya no regresaron, o porque los parientes vienen poco o los vistan muy esporádicamente, esporádicamente.

Esquzofrenia La mayoría de los pacientes que viven en este hospital, padecen algún tipo de esquizofrenia y han tenido lapsos agresivos en los que pusieron en riesgo su vida. Foto: Omar Saucedo

DE MARGARITA NO SE SABE 
DE DÓNDE ES, QUIÉNES SON 
SUS PADRES, NADA…

Aquí dice que se llama Margarita, tiene 59 años, retraso mental leve, llegó en 2010 referida por el Centro Estatal de Salud Mental (Cesame) de Saltillo, es persona indigente y está aquí por pelear en la calle, por pleitos, por provocar a los demás, Cuando llegó estaba desaliñada, quejosa, desorientada en tiempo y lugar.  

En la entrevista que le hicieron cuando ingresó dijo ser casada, tener dos hijos, vivir en Torreón y Reynosa y nada más. 

Dice otra vez la jefa de enfermeras, hojeando otro expediente escuálido, sentada en otra cama del pabellón de Mujeres, la de Margarita.

Margarita es morena, chaparrita, regordeta, de cara redonda, mirada huidiza. 

Está acostada y tapada con una cobija hasta el cuello. Ella sí habla, con una voz entre gruesa y aflautada, me parece. 

Dice que está recostada porque está enferma de sus patas, de sus patas, así dice, que es de Tlahualillo, que su esposo trabaja haciendo casas, que tiene tres hijos, dos hombres y una hija amancebada, que tiene madre y hermanos, que ha andado de una cárcel a otra y que la trajeron aquí porque tiraba piedras, le gustaba tirar piedras.   

Pero la jefa de enfermeras, que trabaja en el psiquiátrico desde el primer día que comenzó a funcionar hace 28 años y sabe al dedillo la historia de todos los enfermos, dice que Margarita es una de las pacientes de los que no se conoce familia y tampoco historia remota.

Ni su infancia, ni su ciudad, ni sus padres, ni nada.     

Confesiones de pacientes

LA DEJARON AQUÍ

En la central de enfermería del pabellón de mujeres, Madhaí Martínez, la psicóloga que atiende a la mayoría de los pacientes, 55 de 73, que viven en este hospital, dirá que uno los casos más característicos de abandono es el de Rosita, una señora que he visto  deambular desde que llegué por el área de recreo del sanatorio, apoyada en una andadera.

A Rosita la trajeron aquí hace un año o dos, sin datos de familiares ni nada,

Era uno más de esas pacientes sin historia, con historia velada, que abundan en este nosocomio. 

Hasta que un día se presentaron en el psiquiátrico unas personas que aseguraron ser los hijos de Rosita.

Dijeron que había habido una inundación en el pueblo y que Rosita se había perdido, que se les perdió. 

Vinieron a encontrarla aquí, pero una vez que supieron que esa mujer era su madre y dónde estaba, ya no volvieron, la dejaron aquí.

Este hospital psiquiátrico es de los pocos en el país que son de estancia permanente y es para pacientes que no pueden ser cuidados en casa. Foto: Omar Saucedo

LUPITA SIN APELLIDO

“Aquí muchas veces vienen, los dejan, los olvidan. Muchos tienen familiares, pero están abandonados, ya no han vuelto, ya no volvieron. Un médico nos decía ‘es que no se vale que aquí lo tomen como basurero’”. 

Dice María Guadalupe Moreno Sandoval, enfermera, otra de las fundadoras del Psiquiátrico de Parras, una mañana en los jardines del sanatorio.

Y cuenta de una anciana que hace aproximadamente tres semanas, falleció en el hospital. 

Tenía 27 años de interna, unos sobrinos la trajeron de Palaú y jamás volvieron por ella.

María Guadalupe está diciendo que en este hospital no sólo hay  pacientes sin familia, sin historia,  los hay también que no tienen nombre, identidad, y señala a una mujer con retraso mental severo que está al lado de nosotros, agarrada del respaldo de una banca del jardín,

Se llama Lupita Nava, Nava porque la trajeron, como en el noventa, de Nava, Coahuila. Nava por Nava. 

Lupita llegó sin apellido, y como es costumbre en el hospital con los que llegan sin apellido, le pusieron el nombre del lugar en el que la encontraron: Nava.

Lupita Nava es bajita, llenita, bronceada y lo único que sabe decir o parece decir, cuenta la enfermera, es chinga puta, sus dos palabras, chinga puta.

“Chinga puta”, repite Lupita, “óigala, óigala”, dice la enfermera y se ríe..  

Parece que a Lupita la encontraron en algún restorancito de carretera, posiblemente era mano larga y bailaba sola. 

No se sabe más nada. 

Desde entonces el personal del hospital la adoptó como si fuera de su familia, lo mismo que a otros de sus compañeros, unos treintaialgo, más o menos.

Sin identidad. Muchos de ellos fueron encontrados en la calle y llegaron sin saber su nombre ni apellidos. Foto: Omar Saucedo

JUAN N, CON ‘N’ DE NADIE

Es el caso de Juan N o “N. N.” de “no nombre” o “no name”. 

Aunque para la enfermera María Guadalupe Moreno Sandoval “N” significa “de nadie”, “o sea, ya ve que les ponen “n”, cuando no los conocen o… no sé, así he visto”, explica.

Juan fue uno de los primeros pacientes que llegaron al hospital, tras su fundación en 1987. 

Juan tampoco habla y su forma de comunicarse con el mundo exterior es a través de sonidos guturales. 

Cuando hubo la necesidad de que a Juan le arreglaran lo del Seguro Popular, para que siguiera de asilado en el psiquiátrico, tuvieron que inventarle un apellido: Navarro Duque, Juan Navarro Duque, le pusieron. 

Guadalupe Moreno, la enfermera, ignora quién lo rebautizo, pero al personal del psiquiátrico lo gusta  llamarlo por su nombre original: Juan N.   

De Juan N. se conoce poco o casi nada, sólo que tiene síndrome down y fue rescatado de un prostíbulo en Piedra Negras. Nada más, no se tiene más datos. 

Dirá Miguel Ángel Hernández Monreal, el director del psiquiátrico, un mediodía que vemos entrar a Juan N. en su silla de ruedas, empujado por una enfermera, rumbo al área de hospitalización. 

Lleva la cabeza cubierta con el gorro de su sudadera y no alcanzo a ver sus facciones.

Parece que Juan hubiera pasado incógnito para el resto del mundo. 

“Lo tenían en una casa de… ¿cómo les llaman a esas casas donde hay mujeres, muchachas?”,

•¿Prostíbulo?

•Prostíbulo. 

Dice Miguel Ángel Hernández, el director.

Aquí muchas veces vienen, los dejan, los olvidan. Muchos tienen familiares, pero están abandonados, ya no han vuelto, ya no volvieron”.
Guadalupe Moreno, enfermera.

SALA DE ESPERA INFINITA

Hace una mañana fresca, de cielos azules, el sol por todo lo alto en el acceso al área de hospitalización del psiquiátrico, una especie de huerta, como quinta, rodeada por árboles espesos que dan mucha sombra, bancas, corredores techados con techos de tejas soportados por estructuras metálicas y al fondo dos pabellones, pabellón de hombres, pabellón de mujeres, una salón – oficina de psicología, una cocina – comedor, un estanque y dos acequias que atraviesan por el lugar bramando.  

Varios enfermos reciben agolpados detrás de la puerta de malla ciclónica. 

La mayoría son hombres y están vestidos con el uniforme de los internos del hospital: pants gris, sudadera gris. 

Los pacientes miran a la visita con miradas curiosas, insistentes, expectantes, insidiosas, pero parece que ninguno somos de su familia, esa pariente al que ellos tal vez esperaban ver y se alejan.  

“¿Está tomando cámara hermano?”, pregunta uno de los pacientes al fotógrafo, una vez que hemos traspuesto la puerta del sanatorio. 

“Aun no”, dice el fotógrafo. Alrededor suyo rondan varios hombres atraídos, creo, por lo aparatoso de la cámara.   

Miguel Ángel, el director, de profesión médico general, va recorriendo con nosotros el área de recreo del nosocomio. 

Durante la travesía varios pacientes salen al paso, saludan de mano a los visitantes y piden al doctor que les piche una coca.   

“¿Me da coca?, ¿me da coca, doctor?”, el doctor, que a veces les picha una coca y a veces no, responde que ahora no trae dinero, que mañana y se sigue de largo.

Jóvenes. En este centro de estancia permanente hay varios jóvenes entre 20 y 30 años, sentenciados a vivir aquí por su enfermedad. Foto: Omar Saucedo

‘AQUÍ ES MI CASA’ : PACO, 
CINCUENTAITANTOS AÑOS.

Está contando que la mayoría de los internos de este sanatorio son de retraso mental profundo, esquizofrenia y otros de daño orgánico secundario a la enfermedad crónica de la esquizofrenia, cuando Paco, uno los pacientes, se acerca: 

“Hola amigo…”, suelta. 

Su voz, la de Paco, suena como la de un niño grandote, Paco es alto y bien dado, o la de un anciano que chocheara, no lo sé. 

Tendrá, calculo, unos cincuentaitantos ó 60 años y  es uno de los internos que están aquí de por vida, eso luego de haberse quedado huérfano dos veces, dos veces.

La historia de Paco es así: 

Sus padres de sangre murieron cuando él era apenas un crío y entonces fue adoptado por otro matrimonio, que también murió, la madre no hace mucho. 

El doctor Miguel ángel dice que Paco padece retraso mental y crisis psicóticas, que en momentos se agita y puede ser agresivo verbal, agresivo verbal, dice, no físico.

Miguel Ángel explica que la única razón justificable para que un paciente esté hospitalizado aquí, es la agresión física hacia sí mismo o hacia otras personas. 

Hace unos de 20 años que trajeron a Paco de Torreón para acá y ya no se irá, no tiene para dónde ni con quién.

•Aquí es mi casa, mi casa ésta, mi casa, dice 

•Aquí es tu casa, sí, lo secunda  Miguel Ángel, el director.

•¿Mi casa aquí? 

•Sí, es tu casa.

•Mira mi casa. 

•Qué bonita.

Hace tiempo algunas personas hacían servicio, llevando de paseo a los pacientes, hoy ya nadie hace eso. Foto: Omar Saucedo

BETO, TIENE 27 AÑOS Y PARECE CUMPLIR UNA CONDENA DE SOLEDAD PERPETUA

Rumbo al pabellón de hombres, por los corredores del hospital, el doctor Miguel Ángel dice que en este hospital hay 73 pacientes, 52 hombres y 21 mujeres, todos adultos, procedentes de Piedras Negras,  Monclova, Saltillo, Torreón, Estado de México, Durango, Monterrey y Ciudad Juárez.   

En algún punto del hospital nos topamos con Beto, otro paciente sin familia.

Beto, dice el director, andaba de vago en Torreón, ahí por un mercado, y el DIF lo canalizó para acá, de eso hace unos 27 años.

Él se peleaba mucho en Torreón, cerca de un mercado. Una vez lo encontraron muy golpeado y lo trajeron para acá.  

Lo trajo una patrulla, dice Beto, que porque andaba pedo. 

Beto tiene esquizofrenia y dice que una enfermera del hospital, que se llama Lupe, es su madre.

‘NO LO CONOCEMOS’: FAMILIARES QUE SE NEGARON A RECIBIR A MARTÍN DE VUELTA

Él es Martín y sí tiene familia, pero es de los pacientes a los que nadie viene a ver. 

El doctor Miguel Ángel cuenta que en una ocasión lo trajeron a Saltillo, Martín es de Saltillo, para que lo recibieran sus familiares, pero no lo aceptaron, no lo reconocieron como su familiar, que no lo conocían, dijeron.

“Desgraciadamente aquí lo usan como un depósito porque vienen y los abandonan”, dirá Jesús Favela, el enfermero más antiguo del nosocomio, una mañana que platicamos en la jefatura de enfermería. 

Martín tiene 57 años, padece retraso mental, pero es inteligente, se sabe todas las fechas importantes de la historia del país.

Entre los jardines se escuchan los gritos de algunos pacientes y no sé por qué se me figuran como maullidos de gatos o  de alguien haciendo gárgaras, yo qué sé.  

En el camino he visto a un muchacho de 20 años que está recostado sobre una banca, levantando las piernas y luego azotándolas contra el asiento, al mismo tiempo que pega un alarido energético.

El ruido es a ratos ensordecedor y me aturde. 

El director dice que se trata de un paciente con trastorno hiperquinético y retraso mental, hiperquinético, dice, o sea que su cerebro trabaja más rápido de lo normal y siempre tiene que estar haciendo alguna actividad, explica el médico. 

Muchos pacientes pasan el tiempo en cama, sumidos en sus sueños. Foto: Omar Saucedo

MILI EXTRAÑA A SU MAMÁ, 
POR ESO LLORA DEBAJO DE LA CAMA

En el pabellón de mujeres el doctor Miguel Ángel  y Guadalupe Herrera, la jefa de enfermería, que hace un rato se nos unió en el recorrido, señalan a una paciente que yace en la cama, envuelta en cobijas. 

Le dicen Mili, vino de la Laguna y es huérfana.   

Se dice de ella que era la hija adoptiva de un fotógrafo muy reconocido de Torreón, que tenía su fotografía por el centro. 

Con el tiempo el papá y la mamá de Mili fallecieron y desde entonces ya no hubo quien se hiciera cargo de ella y por eso vive aquí.

“Primero fallece el papá, queda la mamá y dice ‘para mí es muy difícil porque muriendo yo mis familiares, como no son familiares de sangre, no la van a querer y entonces ella quedaría prácticamente abandonada’. Resulta que muere la señora y la paciente se queda aquí”.

Dirá Liliana Saldaña Zapata, una trabajadora social del psiquiátrico, otra tarde en su despacho

De pronto Mili comenzó a extrañar las visitas de su madre, lloraba mucho y le dio por esconderse debajo de las camas.  

Mili tiene 49 años, cursa con retraso mental grave profundo y no habla, hace puros sonidos guturales.

La jefa de enfermeras dice que Mili está en cama porque hoy amaneció con un poco de gripa, pero que generalmente anda levantada, caminando, deambulando por todo el hospital.

Un día se presentaron unas personas que aseguraron ser hijos de Rosita. Una vez que supieron que esa mujer era su madre y dónde estaba, ya no volvieron, la dejaron aquí”.
Madhaí Martínez, psicóloga

A SERGIO LO TENÍAN AMARRADO, 
HOY NADA MÁS ESTÁ SOLO

En el aula – oficina de psicología, el área de terapias, de relajación, de reposo, donde los pacientes ven tele, hacen manualidades, juegan, veo a un grupo de pacientes sentados frente a una mesa larga, larga, listos para jugar lotería.  

Más allá, lejos de la mesa larga hay un hombre sentado en una silla.

Se llama Sergio G. y hace tiempo que fue rescatado de una casa en Piedras Negras, donde sus familiares lo tenían encerrado en un cuchitril y amarrado con cadenas de pies y manos.    

Se caso fue denunciado a la televisión por unos vecinos. 

Cuando llegó aquí Sergio estaba hecho un esqueleto cubierto de costras, barba y pelo largo; tenía fracturas en brazos y piernas, iba rengueando y no sonreía.

Ningún pariente se hizo responsable de él, quedó en estado de abandono y desde entonces los empleados del hospital lo adoptaron como si fuera de su familia.

Matando el tiempo. Los pacientes del pabellón varonil del Hospital Psiquiátrico, pasan horas sumidos en sus pensamientos y esperando la visita de su familia. Foto: Omar Saucedo

‘¿QUIÉN LOS VA A LLEVAR A 
ENTERRAR CUANDO MUERAN?’

“No hay conciencia, y un punto muy importante: a las familias les da vergüenza tener un familiar con alguna enfermedad”.

Dice una tarde Liliana Saldaña Zapata, trabajadora social de este nosocomio.

Liliana se ha pasado los últimos 21 años de su vida buscando a los familiares de pacientes que han sido abandonados aquí.

La mayoría no han sido localizados.

“Para nosotros es importante porque vino un familiar y los dejó en el hospital. Vienen y los ingresan y hay ocasiones en que se cambian de ciudad, de dirección y ya no se les puede localizar.

“Hay pacientes que fueron adoptados y que en un momento dado los papás fallecieron y los hermanos o parientes políticos no se hicieron cargo de ellos y no se pudieron localizar”.

Me pregunto ¿quién llevará a enterrar a estos pacientes cuando mueren; si alguien les llora, les lleva una flor o reza una plegaria en su despedida?

Liliana dice que son generalmente los mismos empleados del hospital y algunos pacientes, quienes acompañan a los fallecidos durante sus honras fúnebres.

Para ello la oficina de trabajo social del sanatorio, tuvo que haber gestionado, ante el Ayuntamiento de Parras, la donación de un terreno en el panteón municipal, y hecho los trámites correspondientes en la funeraria.

En 21 años que lleva de servicio en este hospital, Liliana ha visto morir a muchos.

“He llorado sí, he llorado con algunos pacientes porque son pacientes que se ganan la estima de nosotros”.

Su vida transcurre entre la sombra de los árboles y su cama.

DONDE HABITA EL OLVIDO

Otra mañana en los jardines del psiquiátrico Madhaí Martínez,  psicóloga, está contando, que aquí los cumpleaños de los pacientes sin familia o que fueron rescatados de la calle, suelen celebrarse, con pastel y refresco, la fecha en que ingresaron al hospital.

“A ellos el día que llegaron. Hay pacientes que no saben sus fechas”.

En Navidad, cuando la mayoría de los pacientes que tienen familia se han ido de permiso, los que no tienen a nadie se ponen inquietos y preguntan que si ellos se van ir también. 

Entonces Madhaí les dice que esta es su casa, que sus familiares fallecieron, que ya no es posible que ellos salgan de permiso. 

Otras veces a algunos pacientes les gana la nostalgia y van donde Nancy Elizabeth Martínez García, la fisioterapeuta. Que quieren platicar con ella, que dónde está su mamá y por qué no ha venido.

“Los escuchas y sientes la impotencia de no poder ayudarlos, decir ‘mañana viene tu mamá, tu hermano’.. Qué otra respuesta les puedes dar más de que ‘aquí estás mejor, tienes cobijo, comida, nosotros te queremos’, es el consuelo que uno les puede dar, porque jamás van a regresar con su familia”.

El enfermero Jesús Favela dice que los pacientes del hospital son algo así como su segunda familia, tanto que hubo una temporada en que él, con autorización de los directivos, sacaba a tres de ellos y se los llevaba a comer pollo y luego a tomar una nieve los sábados, después los regresaba al sanatorio.

“Hay que recordar que son seres humanos y que necesitan mucho, mucho cariño”, dijo un tarde en la jefatura de enfermería. 

Pabellón varonil de pacientes. Foto; Omar Saucedo

SOLOS COMO SIEMPRE

Mis últimas horas en el psiquiátrico y Beatriz López, enfermera general, una de las iniciadoras del sanatorio, cuenta en el área de visitas, un jardín con árboles y mesabancas, que hace tiempo hubo en el hospital un programa que consistía en que personas de la comunidad adoptaban a un paciente en estado de abandono para visitarlo, hacerle compañía, traerle algún regalo. 

“Venían a visitarlos cada ocho días, les trían su refresquito, lo que ellas podían y eso motivaba a los pacientes, no estaban abandonados, alguien estaba al pendiente de ellos”.

Pero eso se acabó y los pacientes  del psiquiátrico volvieron a quedarse otra vez solos, tan solos como antes, como ahora, como siempre…   

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72 pacientes alberga este centro, 52 hombres y 23 mujeres provenientes de Monterrey, Monclova, Piedras Negras, Saltillo, Torreón, Durango, Ciudad de México y Ciudad Juárez. Foto: Omar Saucedo