Ecos de una masacre: Rosy y Cande, los ángeles de la 28
Por: JESÚS PEÑA
Foto: MARCO MEDINA
Edición: MOISÉS RODRÍGUEZ
Diseño: ÉDGAR DE LA GARZA
¿Qué irá a ser de doña Mague y de su hijo Memito, ahora que Rosy y Cande, las comadres de Mague, ya no estarán más, ahora que Rosy y Cande se murieron, que las mataron?
Me pregunto mientras contemplo a Mague y a su hijo en el solar de tierra con cuarto de block, ventanita y techo de lámina que, según Mague; Rosy, su comadre, le mandó construir hace no mucho.
Mague está sentada en una silla flaca a la entrada de su casa, árboles de fondo, la cara compungida, la cabeza gacha y dice que está triste, muy triste hijo, porque ya se le acabaron sus comadres.
El día del entierro de Rosy y de Cande, Mague tenía tanto coraje y tanto dolor, que pegó un manazo, seguido por un grito estridente, en el féretro de
Rosy…
Todavía le duele el brazo.
Me cuenta Mague, sobándose el brazo moreno, hinchado por el golpe y del que de vez en vez le escurre un hilo de sangre.
El pueblo todo se había volcado, desbocado en la iglesia y el cementerio de Santa Rosa, para despedir a las comadres de Mague.
Todo el pueblo estaba ahí.
Había mucha gente.
La gente vio a Mague y a Memito, su hijo, hasta adelante del cortejo, llorando.
¿Le lloró mucho?
Chingo estoy llorando oiga. Pobre comale… Se siente bien gacho oiga. Me pongo a llorar, qué más hago, nomás llorarles.
Me figuro a Mague en ese momento, como al resto del pueblo de Múzquiz, preguntándose ¿por qué es que se muere la gente buena?, ¿y por qué Rosy, que era buena, tenía que morirse así, de esa manera?
Mague tiene más de cincuenta años, pero habla como una niña de tres: mocho, entrecortado, con una voz aguda que a veces no entiendo, pero trato.
Sus vecinas me cuentan que ella y Memito tienen problemas de lenguaje y discapacidad intelectual, creen que por un asunto de herencia, pero Mague y Memito comprenden, entienden todo, saben muy bien lo que ocurrió: que Rosy y Cande están muertas, que ya no vendrán, que no las verán más.
La última vez que Mague la vio, Rosy estaba tirada en el suelo de su casa de la calle Socorrito, en el Barrio La Piedra, golpeada, ensangrentada, picada por los costados.
Dice Mague que ella la vio, que la policía la dejó meter, entrar a verla.
No sé si sea un delirio de Mague.
Mague se quedó impactada, petrificada, en shock, ante la escena, lo sé porque cuando me lo cuenta pela los ojos y sus labios carnosos se le ponen como un papel.
Mientras charlamos Mague hace como que quiere llorar, como que gime, como que solloza, como que ya mero llora, como que ya va a llorar, pero no, no puede.
Se ve que ha llorado bastante, que ha quedado exhausta de llorar.
“Le digo ‘yo le quiero mucho comale, chingos le quiero’”, dice Mague.
Son las 3:00 de la tarde de un viernes nublado en la colonia 28 de Noviembre, la 28, como le dice la gente de Múzquiz, y el cielo quiere llorar, como Mague, pero el llanto no le sale.
Hace días que está así, me dirá después una lugareña, y el pronóstico de lluvia nomás no se cumple.
Sé lo que es eso, lo que se siente que se le atore a uno el llanto y no pueda llorar.
Mague es gruesa, morocha, ni alta ni chaparra, el rostro burdo, tiene el cabello corto, desaliñado, ceniciento, aplacado con unas gafas oscuras, toscas, que hacen las veces de diadema.
Mague está vestida con una blusa azul celeste, cuellito y mangas blancas, con rayitas azules, falda azul celeste, floreada, y unos guaraches negros, gastados, empolvados y dice que quiere mucho a su comadre Rosy.
De cuando en cuando en la 28 canta un gallo, ladra un perro, se oye un coche pasando, los niños correteando en la calle.
En la 28, que antes se llamaba Los Jacalitos, cuando la gente hacía sus casitas con cobijas, con costales o con lo que hallara, “eran jacalitos, todos puros jacalitos”. Me contará Concepción Esquivel, Concha, vecina y prima política de Mague,
Después Los Jacalitos cambió de nombre y se llamó 28 de Noviembre y que la 28 y que la 28, y la colonia se hizo más grande y más grande y más grande, sus casas de material, sus calles de asfalto, pero la gente igual de pobre.
Imagino que en la 28 la pobreza ha de ser algo así como… un huésped indeseable, incómodo, alguien que vive de arrimado, de parásito en las casas, con las familias.
A Rosy y Cande les gustaba visitar a los pobres de la 28.
Muchas veces la gente de la colonia las vio llegar en su carrito a casa de Mague, su comadre, cargadas con despensa, una cobija, un regalito, para Mague y sus cinco hijos.
Y siempre fue así, nunca los dejaron, que los abandonaran, no.
Me dice otra residente de la 28, Mague lo confirma: “bien gente mi comale, me traía de comer”.
Entonces recuerdo lo que me dijo Rafael Castillo Guillén, párroco de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, mejor conocida en Múzquiz como la parroquia del Socorrito, otra tarde que conversamos a la puerta de la iglesia.
“El papa Francisco dice que a veces hay tantos santos en nuestras casas, en nuestras colonias, que no están en los altares. Rosa y Cande fueron dos mujeres muy santas que estaban siempre dispuestas, amando a Dios en el hermano, en el más pobre, en el más necesitado. ¿Cómo es posible que a dos personas tan buenas les haya pasado esto?”.
Por eso es que el pueblo de Múzquiz, con sus 69 mil 102 habitantes, se estremeció cuando supo la noticia de que a Rosy, (70 años), a su hermana Cande, (80 años), y a una señora María Elena, (69 años), amiga de ellas, las habían matado.
En Múzquiz, un pueblo tranquilo, mucha agua, verde por todas partes y donde parece que los relojes andan más lento que en el resto del mundo, nunca había pasado algo como eso, nunca.
Era insólito.
A Mague le avisó Concha, su vecina.
Es que Concha estaba en su casa, vive al ladito de Mague, y en el feis salió.
Concha se fue disparada donde Mague:
Que cómo se llamaban sus comadres, que si se llamaban Rosa y Candelaria.
Y Mague que sí, que así se llamaban.
Entonces que ellas eran “Mague. Acaban de decir que las encontraron muertas”, le dijo Concha.
A Mague le entró un ataque de nervios, quería salir corriendo. Estaba muy nerviosa, quería correr.
Me cuenta Concha en la puerta del solar de la casa de Mague.
Un día antes Mague y Memito, habían ido a comer a casa de Rosy y Cande, comieron sopa y un pollito.
La historia que me cuenta la gente de Múzquiz sobre cómo Mague y Rosy se conocieron, es algo deshilvanada, revuelta, dispersa, inconexa, enredada.
Pero la versión que más escucho es la de que Mague tenía a sus chicos chicos, pero como no podía atenderlos bien, por su discapacidad mental, vino el DIF, se los recogió y los llevo a la Casa Hogar del pueblo.
Rosy, que era benefactora del albergue, los sacó, con un permiso especial de la municipalidad, y los llevó a vivir a su casa, con ella y su hermana Cande.
Luis, Memito y Juanita, los niños de Mague, se fueron a vivir a casa de las hermanas Rosy y Cande Obregón Castillo.
Estaban chiquitos, muy desnutriditos, dice Concha.
Rosy y Cande eran solteras y no tenían hijos.
“Los criaron, ellas los adaptaron, les dieron estudio”, me dirá todo al que le pregunte en Múzquiz, y que vaya a la 28, oiga, con Mague, la señora a la que Rosy ayudó mucho.
Y por eso estoy acá, con Mague, en su casa.
“Me decía Rosa Obregón, ‘Mamita María, aquí le traigo unas calcetas’, a la otra semana venía, ‘aquí le traigo trucitas para los niños. Mire, estos tenis’. Rosa fue bien tesonera, muy dedicada, le decía yo ‘eres más madre que nosotras que parimos, de veras”.
SE QUITABAN EL PAN DE LA BOCA
Me contó por teléfono María Partida, la directora de la Casa Hogar de Múzquiz, después que la busqué como cinco veces, que no recibió porque estaba dolida, deprimida, dijo.
Con los días sabré que las calles del pueblo de Múzquiz están repletas de esas historias que hablan de las obras de caridad de Rosa y de Candelaria Obregón, de su simpatía por los pobres, de su generosidad, de muchachos a los que les dieron el estudio, de caminantes a los que les ofrecieron de comer, de enfermos a los que socorrieron.
A pesar de que ni Rosy ni Cande tenían mucha plata.
Se quitaban el pan de la boca para compartirlo con la gente, me platicará otra lugareña de La Piedra.
Pensé que ya no había gente así.
¿Cuántos santos habrá todavía por ahí sueltos sin canonizar?, me digo.
“Por eso yo entendí cuando dijeron ‘es que Rosa le abrió la puerta (al supuesto multihomicida)’, pues sí, ella a todo mundo le abría la puerta, a todo mundo le ofrecía de comer”.
Dirá Luisa Alejandra Santos, antigua conocida de las hermanas.
¿Y QUÉ PASÓ CON DIOS?
¿Dónde estaba Dios, cuando Juan José, el presunto asesino, y Elizabeth, su pareja y cómplice, entraron en aquella casa de la calle Socorrito?
¿Por qué permitió Dios que se cometiera semejante crimen?, ¿Para qué?
No entiendo.
Rosaura Farías, vecina de Rosy, tampoco:
“Es increíble porque estas personas no merecían, yo creo que nadie merece morir así. Cuídense las que hacen caridad, o cuidémonos, ¿qué es lo que sigue?”.
“Ya hasta estamos planeando contratar un tipo velador ahí pa la cuadra y pagarle entre todos”, dirá Raúl, otro morador de La Piedra.
Y dirá que en los últimos meses los robos habían aumentado en el barrio.
A él le sacaron la batería del carro.
MAÑANA FRESCA EN LA CALLE SOCORRITO
Una casa de dos plantas, blanca con franjas guindas, terraza, ventanas; acordonada, carro - policía y cuatro veladoras apagadas, consumidas, en el suelo, al pie de la puerta.
La casa de las hermanas Rosy y Cande Obregón Castillo.
Nada de ostentación, nada de lujos, nada de elegancia y nada que ver con las mansiones, fachadas suntuosas, inmensas cocheras con coches inmensos, jardines lujuriantes, que he visto por todo Múzquiz.
“Fueron muy humanas, ayudaron al prójimo como no te lo imaginas, como lo pudo haber hecho mucha gente que tenía muuuucho dinero, ellas sin tener buscaban a las personas adecuadas para pasarles el mensaje de fe, primero que nada, mensaje de fe católica y accionaban con ellas”.
Me dice Rosaura Farías en la tiendita de la cuadra que está frente a la casa de las hermanas Obregón.
Rosy había trabajado más de 40 años en el área de atención a clientes de Súper Múzquiz, un tradicional autoservicio que ya desapareció.
Y hacía 12 ó 15 años que Cande había regresado al barrio, después de haber laborado en los Estados Unidos, por casi toda su vida.
La imagen más persistente de Cande en la memoria del pueblo de Múzquiz, es la Cande dando catecismo a los niños en la iglesia del Socorrito.
Últimamente Cande vivía postrada en cama, con la cadera rota, después que sufrió una caída.
Los que la conocieron dicen de Cande que era alta, delgadita, de piel blanca.
Rosy era más bien morena, estatura regular, llenita, cabello hasta los oídos.
“Muy buena muchacha, muy apreciada, muy simpática, muy amiguera. Era la de cobros, cobraba a las ganaderas, a los clientes. Tenía muy bonito trato, sabía cobrar y que no se enojaran. No merecía morir así, como murió. Qué cosa tan horrible”, me dijo Adolfo Mondragón, quien fuera el jefe de Rosy en aquella famosa abarrotera, una noche que platicamos por larga distancia.
Cande y Rosy se mantenían de vender ropa y de sus pensiones, las cuales usaban, en buena medida, para sus obras de caridad.
Griselda Rodríguez de los Santos se preguntaba por qué era que Rosy iba seguido al DIF municipal a comprar leche y despensas económicas, si tenía su jubilación, si no tenía necesidad.
Entonces Griselda era la directora de una tienda que se llamaba algo así como Centro de Atención Básica para Adultos Mayores, del DIF.
Cuando supo que Rosy regalaba esas despensas y la leche entre los niños menesterosos del pueblo, se le quitó la duda.
“Y yo ya con mucho gusto decía, ‘ya viene Rosa, se va a llevar su cajita de leche’”.
FIRME FE CATÓLICA
Rosy y Cande Obregón crecieron en el seno de una familia católica. Su padre, don Miguelito, hombre piadoso, fue un vendedor ambulante de ropa y artículos de mercería: agujas, hilos, estambres…
“Siempre estaba: ‘¿cómo amanecieron?, ¿cómo les va? Hagan oración muchachas, hagan oración’”, me cuenta Rosaura Farías.
Mi llegada a Múzquiz es dos días después del entierro de las hermanas, y en el barrio La Piedra pocos quieren hablar conmigo, dicen que tienen miedo, que no quieren problemas, que no están autorizados y que: “no me tome fotos oiga”.
Afuera de la casa de las hermanas Obregón, María Luisa Morales, otra vecina que ha vivido en la cuadra desde niñita, elige acordarse de las posadas que organizaban Rosy y Cande, allá, cuando montaban su pesebre y congregaban a todos los chamacos del barrio.
En la calle Socorrito todos se acuerdan de eso,
Cuando les pido que me platiquen una anécdota, una vivencia con las hermanas Obregón Castillo, me cuentan lo de las posadas.
Raúl, oriundo de La Piedra, también:
“Nos mantenían ellas ocupaditos, que ‘ándenles’ y que ‘pongan el arroyito, pongan esto’, y pos todo muy bonito. Un día te tocaba a ti, otro día al otro vecino y nosotros íbamos cantando, pidiendo la posada, nos abrían, hacíamos el rosario y luego el convivio. Nos daban nuestras bolsitas. La fiesta grande se hacía en el patio de su casa. Siempre, siempre muy buenas gentes”.
La tarde noche del domingo 12 de marzo, el asesino no hizo ruido ni se dejó ver, porque nadie escuchó ni nadie vio.
Hasta el lunes por la mañana, que los vecinos miraron patrullas y movimiento de gente afuera de la casa de las hermanas Obregón y se les hizo raro.
A los pocos minutos, las malas noticias siempre llegan rápido, se enteraron de la tragedia.
Habían matado a las ancianas Rosy y Cande Obregón Castillo, y a una señora María Elena Buentello, amiga y cuidadora de las hermanas.
Y la noticia corrió como reguero de pólvora por todo el pueblo.
Fue como una sacudida, un sobresalto, un estrujón.
Unos días después del crimen los vecinos no podían creer, no pueden, lo que dijeron los periódicos:
Que Juan José Vallejo Ruiz, un vecino del barrio, que vivía enseguida de la casa de las hermanas Obregón, acompañado de su novia Elizabeth Villa Rodríguez, los dos de 20 años, había asesinado a golpes y navajazos a las tres mujeres para robarles mil pesos, después que la misma Rosy le abrió la puerta.
Juan José, uno de los tantos niños de la cuadra que Rosy y Cande arrullaron de chiquito.
“Lo arrullaron”, me contó la empleada de un tradicional restaurante de Múzquiz.
Dicen que Juan José era drogadicto, que se drogaba, que andaba drogado.
Pienso que sólo así, drogado, alguien es capaz de hacer una cosa como esa.
“No sé qué pasaría por su mente, no sé”, me dirá al borde de las lágrimas otra vecina de la calle Socorrito.
LA MISA DEL ADIÓS
Atardece en el templo de Santa Rosa de Lima, la iglesia medio vacía, misa por el eterno descanso de Rosy, Cande y María Elena.
A la hora del sermón oigo al cura decir algo así como… que por desobedecer los preceptos de Dios el mundo está con tanta violencia.
Al final de la misa intento acercarme a Pepi Obregón Castillo, una de las hermanas de Rosy y Cande.
Pepi va vestida de luto riguroso, a su alrededor gente dándole el pésame.
Quiero platicar con ella, me acerco, me acerco, pero un familiar ataja, dice que no, que Pepi está muy dolida, que está muy enferma del corazón, que se va a poner mal, que mejor no.
Desisto.
De vuelta en casa de Mague, la comadre de Rosy y Cande, charlo con Memito, su hijo.
Memito, 17 ó 18 años, es morocho, delgado, alto, cabello lacio, rostro afilado, ojos vivaces y habla como si se hubiera quedado atrapado en la primera infancia.
Usa una playera blanca, larga, holgada, colgado al cuello un rosario, con la imagen de San Judas Tadeo, que le regalaron Rosy y Cande, y un pantalón gris metido en las botas exóticas, tipo avestruz, que también le regalaron Rosy y Cande.
“Me regalaron ropa”, dice Memo.
Memo me está platicando de cuando vivía en la casa de Rosy y Cande, con sus hermanos, que se levantaba a las 10:00 de la mañana, hacía de almorzar y ponía música ranchera.
A Memo le gusta la música ranchera y Rosy le dejaba ponerla.
“Bien padre”, dice.
De pronto le viene el recuerdo de cuando Cande y Rosy hicieron empanadas de calabaza, y Memito y sus hermanos se fueron a venderlas en sus bicicletas.
“Las vendimos todas”, dice y se ríe con una risa inocente.
Y yo me quedo pensando qué será de él y de Mague, ahora que Rosy y Cande ya no están.
El papa Francisco dice que a veces hay tantos santos en nuestras casas, en nuestras colonias, que no están en los altares”
Rosa y Cande fueron dos mujeres muy santas que estaban siempre dispuestas, amando a Dios en el hermano, en el más pobre, en el más necesitado”.
¿Cómo es posible que a dos personas tan buenas les haya
pasado esto?”.
Siempre con un espíritu religioso
Cande a sus 80 años, ya postrada en la cama y Rosy con 70, más activa y esforzada, siempre mostraron una profunda religiosidad. Sin embargo, ambas mujeres fueron más allá, las dos pusieron en práctica lo que cotidianamente se predica. En la Iglesia Santa Rosa, izq, se llevó a cabo la misa, entre este templo y el de la Iglesia del Perpetuo Socorro pasaron gran parte de su vida las dos hermanas asesinadas en Múzquiz.
Hacer el bien no siempre garantiza que lo agradezcan
Cronología
13 de marzo 2017
> Encuentran muertas a tres mujeres en la calle Socorro, en Múzquiz, Coahuila.
> El móvil, según la policía era el robo, encontraron cajones volcados.
15 de marzo 2017
> Las autoridades ofrecen 200 mil pesos de recompensa a quien dé información que permite capturar a los asesinos.
16 de marzo 2017
> A través de su cuenta de tuiter, el secretario de Gobierno, Víctor Zamora da a conocer que los responsables del crimen fueron atrapados.
> Juan José Vallejo Ruiz es un jovencito, testigos dicen que seguro las hermanas lo habrían acunado y arrullado en su infancia
> Aseguran que solo drogado se habría atrevido a asesinar a unas mujeres que lo único que hacían era el bien.
DATOS
200 mil pesos fue lo que ofreció el Gobierno de Coahuila a quien ayudara a capturar a los asesinos.
6 meses le dieron al MP para que aporte las pruebas para encontrar la responsabilidad del inculpado.