Pierde todo en Venezuela y la arma en grande en Saltillo
Por: Jesús Peña
Fotos: Luis Castrejón
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Édgar de la Garza
Edwin está en su remolque. Fríe la milanesa en trozos, que luego embutirá combinada con el queso fundido dentro del pan de bolillo junto con la cátsup, la mostaza y la salsa tártara. A eso se le llama un pepito venezolano.
Es como las tortas de aquí, sólo que en Venezuela les dicen pepito.
Son las dos de una tarde caliente en fin de semana. En la calle de Reynosa, colonia República, donde Edwin ha montado su carro de comida rápida venezolana nombrado “El Monstruo”, huele a gloria.
Pero hace cosa de tres años Edwin Alberto Armas Liendo, 40 años, no estaba acá; él se hallaba en Venezuela, su patria, donde, paradójicamente, lo que más escasea, además del empleo, las medicinas y el transporte público, es la comida.
“Todo lo que te hablen de Venezuela no es ciencia ficción, lo puedes creer”, dice.
Edwin es uno de los cinco mil venezolanos que a diario huyen de una crisis que en los últimos meses ha cobrado relieve mundial.
En su país era el próspero dueño de una flotilla de taxis, autos viejos que alguien le propuso renovar a cambio de muy poco dinero. Lo estafaron, y eso fue la gota que derramó las aguas de su río.
“Salí de Venezuela porque ya era una obligación salir de Venezuela. Tienes que salir para comer, porque si no haces así no le puedes dar un sustento a tus familiares que se encuentran allá”, dice Edwin.
Dicho así, ahora que Edwin ha cruzado la línea de la angustia, suena sencillo. Pero no es ligero cargar con 37 años de su vida en una maleta de 20 kilos.
Allá había dejado su sangre: su madre, sus dos hermanas, sus sobrinos, sus dos hijos preadolescentes y un apartamento propio en el estado de Vargas. Todo su patrimonio.
La despedida de su familia en el aeropuerto Simón Bolívar se quedó corta frente a los dramas de las telenovelas venezolanas que su madre le prohibía ver cuando chamo (así dicen en Venezuela a los niños y jóvenes).
En realidad fue muy rápido, dice.
No había tiempo que perder, Edwin tenía que atravesar la zona de embarque. Si se quedaba ahí, llorando, no iba lograr nada. Primero, lo dejaría el avión; segundo, con lágrimas no se compraba comida, no se pagaban servicios, no se costeaban estudios, pensó.
Entonces dejó el sentimiento de lado y se fue.
“Al principio hubo un poquito de resistencia de ‘¿por qué nos abandonas?’. Resulta que a través del tiempo ellos se han dado cuenta de que fue lo mejor que hice: irme, porque desde aquí los puedo ayudar económicamente. Pero sí te afecta porque no puedes hacer nada por ellos. Hasta donde puedo llegar es mandarles dinero semanal. Sí, se crea como una presión por querer ayudar a esas personas que están tan distantes de ti”.
Eligió Saltillo por una razón. Nueve años antes Luis, su padre, había hecho lo propio, desde que el Gobierno mexicano lo trajo para trabajar como entrenador de tiro con arco en el Instituto Estatal del Deporte de Coahuila. Edwin se dijo: ¿para qué inventar irse a otro sitio si tenía en Saltillo a su papá?
“Ya conocía la ciudad, ya había venido de vacaciones, dije, ‘vamos a quedarnos aquí’”.
Para entonces la migración de venezolanos a México se perfilaba como un fenómeno, al menos así lo indica la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), que en 2013 reportó solo una solicitud de refugio de Venezuela, mientras que en 2017 la cifra llegó a las 4 mil 042.
En el mismo año de las 14 mil 596 solicitudes de asilo que recibió la ACNUR, el 27.7 por ciento fueron de venezolanos, siendo esta la segunda nacionalidad con más solicitudes de asilo, después de Honduras, cuando en 2013 y 2015 Venezuela ni siquiera figuraba en las estadísticas.
Así, de a poco, ha dado inicio esta suerte de venezolización en algunas zonas de Saltillo.
El acento de Riksy sobresale entre el de sus vecinos de la calle de Ensenada, en la colonia Nuevo Mirasierra. Es un acento desmochado y cantadito, muy similar al de otros países sudamericanos. Tanto que algunos han llegado a confundir a Riksy con cubana, colombiana y hasta gaucha.
Lo que sí es que la primera vez que la gente del barrio la oyó hablar, le quedó claro que Riksy no era de allí. A pesar de que a ciudad Mirasierra, uno de los sectores Infonavit más grandes de Saltillo, con más de 24 mil habitantes, según el Inegi, ha venido gente de dondequiera, también de Venezuela, aunque no hay un censo que diga cuantos son ni a qué se dedican.
Existen, sin embargo, comunidades virtuales, más o menos activas, de venezolanos, donde se comparten dudas, peticiones, se bridan apoyo y consejo. Una de ellas es, por citar un ejemplo, el grupo de WhatsApp llamado “Venezolanos en Coahuila”, que cuenta con 101 integrantes. Y echando un clavado en el Facebook se puede encontrar además una página nombrada “Venezolanos Unidos en Saltillo”, que aglutina a 257 miembros.
“Pf el q tenga los siguientes antibióticos los necesito para una tía en Vzla. URGENTE. Clindamicina, longacef, Cedax, Mil gracias por lo que puedan hacer” (sic), se lee en uno de los mensajes de WhatsApp.
Hace cinco meses que Riksy, su hija y sus dos nietos, migraron a esta colonia por recomendación de unos mirasierranos a los que conocieron navegando en el anchuroso mar del Facebook.
Ahora viven a una cuadra del kilométrico bulevar comercial Mirasierra. Una señora les prestó la casa a cambio de que Riksy y su familia le ayudaran a despachar su negocio de ropa usada.
Eso es lo que dice Riksy.
Ya pasa del mediodía de un martes y la venta está floja, aun así Riksy repite lo que sus compatriotas, que “en Venezuela las cosas están muy feas, entonces no se puede estar ahí, por eso buscamos otra parte”.
Venezuela es lindo y hermoso, dice Riksy, lo que pasa es que tiene malos gobernantes, así de simple.
La crisis política, económica y social, que vive Venezuela no es más que el resultado del régimen del fallecido presidente Hugo Chávez Frías, tras casi 15 años de una dictadura militar que llevó al país a la quiebra.
Un país herido
Aumentan los refugiados
La Agencia de la ONU para los Refugiados reportó en 2013 una solicitud de refugio de Venezuela; en 2017 la cifra llegó a las 4 mil 042.
Problemas con países vecinos
El éxodo masivo de venezolanos provocó el endurecimiento de las políticas migratorias en países como Colombia y Panamá.
Huyen con estudios
La ACNUR dice que el 70 por ciento de los venezolanos que están huyendo de aquel país tienen estudios superiores.
“Eso de ayudar y ayudar y dar bonos, dar becas al pueblo, lo que hace es que lo destruye. Te daban bono hasta por decir que eras ama de casa. Todo mundo iba a reclamar su bono. Llega el momento en que el Gobierno no puede mantener a tanta gente”, explica Edwin.
La instantánea más fresca que él guarda de la Venezuela de su juventud es la de un país rico por su petróleo, su turismo, su oro, sus minerales y su gente trabajadora.
“Yo sentía que había un buen gobierno, no había problemas de escasez de productos, de refacciones para vehículos, de empresas cerradas. Venezuela tenía todo, teníamos mucho de qué vivir”.
Él fue uno de los tantos venezolanos que votó por Chávez cuando se postuló por primera vez. En aquel entonces había crisis, pero nada de qué preocuparse.
“Estaban aumentando con rapidez los precios de los productos, pero nunca hubo escasez... Había los resentidos sociales que estaban con él de apoyar su sistema de igualdad, de socialismo. Todos nos fuimos con la esperanza de que él iba a cambiar Venezuela y pues sí, la cambió para mal, no para bien. Modificar la Constitución para reelegirse y todo lo demás... Ya no lo apoyé, ya sabíamos por dónde venía”, dice Edwin.
Tal vez la debacle de Venezuela se remonte a principio de los noventa, después de aquel fallido golpe de Estado que culminó con el encarcelamiento de Chávez, su indulto y posterior ascenso, en 1999, a la presidencia de una nación que, si bien enfrentaba una recisión, no mostraba en sus calles las imágenes de gente yendo a las basuras o parando a los camiones recolectores para buscar qué comer.
“Cuando me preguntan ‘¿y cómo es Venezuela ahorita?’, yo jocosamente les digo ‘bueno, ¿has visto The Walking Dead?, así está de mal’. La lucha por la supervivencia”, dice riendo Luis Miguel González, un exmilitar venezolano que desde hace año y medio trabaja en Saltillo piloteando un Uber.
“Yo estaba como militar activo y tenía prohibido salir solo a la calle porque nosotros mismos, como funcionarios, éramos víctimas del hampa. En vez de nosotros perseguirlos a ellos, ya ellos nos perseguían a nosotros por los armamentos, o sea, la delincuencia es muy fuerte”, narra.
En 2011 a Chávez le fue detectado un tumor canceroso en la pelvis. Un año y medio después, sabiendo que iba morir, el Ejecutivo dio un mensaje a la nación en el que dejaba dicho que Nicolás Maduro, quien había sido chofer de un metrobus y luego su mano derecha, debía ocupar su puesto en caso de que se presentara alguna eventualidad que le impidiera a él seguir al frente del país bolivariano.
“Maduro era un cero a la izquierda, lo que nosotros llamamos un inútil, gordo, que estaba atrás de Chávez, al lado de Chávez, lamiéndole las botas, con cara de cordero degollado, de yo no fui… Un hombre supremamente ignorante que da mucha vergüenza al hablar… Esa no es Venezuela: una Venezuela ignorante, burlista, cínica, tramposa, alevosa, fría, derrochadora y brutal”, dice Héctor José González, un actor y facilitador terapéutico que salió huyendo de la inseguridad en su país y ahora es refugiado en Cancún.
Con el arribo de Maduro al Gobierno en marzo de 2013, la crisis recrudeció.
“Agarró un país deteriorado que él no podía levantar, no tenía capacidad para levantar y los asesores que tenía tampoco lo estaban ayudando y entonces lo hundió más. Ái fue donde yo decidí que estaba bueno de estar en Venezuela”, dice Edwin.
De repente los venezolanos, como Edwin, que habían tenido la fortuna de conseguir la plata para comprar un billete de avión con destino a un mejor futuro y huir, comenzaron a escuchar en la televisión historias tremebundas sobre niñas que se prostituían por comida en las calles de Venezuela, niños que morían todos los días de desnutrición, cierres masivos de negocios, éxodos a pie de gente hacia las fronteras y presos políticos.
“Mucha gente ha muerto en Venezuela. Hay gente que muere en las calles, en las terminales de bus, por hambre, por miseria, porque no hay nada que comer, porque no tienen fe, no tiene esperanza, no tiene una casa, un colchón donde dormir, una cobija, no tiene una pastilla que calme su dolencia física, no tiene un hospital al cual acudir porque los hospitales públicos en Venezuela dan asco. Esto no es un cuento, es la verdad”, dice Héctor José González.
La crisis política de Venezuela viró pronto hacia el océano turbulento de una crisis social donde los náufragos son los presos políticos y desplazados.
“Pienso, o pensamos las personas que estamos aquí, y que en su mayoría somos preparadas, que está mal la manera en la que están llevando el país, pero no podemos hacer política. Igual que en toda Venezuela, el pueblo teme hacer política, ser oposición, porque los que no están presos, los matan. Entonces, ¿cómo te enfrentas a un sistema totalmente dictatorial, con una cortina, diciendo que ellos son democráticos?, pero no es así, porque han demostrado, a lo largo de todos estos años, que no hay democracia, que ‘es lo que yo diga’, lo imponen a su manera”, dice Edwin.
Hace un año y tres meses que Héctor José González era un ciudadano común, de pie, en Venezuela. Fue secuestrado y asaltado, en dos ocasiones, por los grupos de colectivos de los barrios a los que, aseguran algunos venezolanos, el Gobierno de Maduro organiza y suministra armas.
“Estos grupos están conformados por personas muy resentidas, muy violentas, que ya son delincuentes, por lo general, y que tienen como una capacidad organizada, son lo que llamamos el crimen organizado en Venezuela”.
Héctor es un facilitador terapéutico para jóvenes con conducta extrema, personas con padecimientos mortales y parejas, que vino a México sólo para dictar una serie de cursos y talleres invitado por el Instituto de Estudios Jurídicos de Guadalajara, y se quedó.
“La gente me decía ‘yo creo que usted debería quedarse’, dije ‘bueno’”.
Pero no todos en el país caribeño corren con la misma suerte.
Salir de su tierra implicó para Edwin vender el único carro que tenía y comprar su boleto de avión.
La otra era que, debido al alto precio del dólar en Venezuela, el costo del pasaje aéreo subió.
Esto aunado a que la crisis económica estaba ahuyentando a las aerolíneas y las pocas que había pusieron por las nubes el costo de los boletos.
Pero si hace tres años salir de Venezuela era difícil, dice Edwin, ahora lo es más.
El éxito de ‘El Monstruo’:
Sabor venezolano... En el remolque de la calle de Reynosa, colonia República, Edwin prepara burritos, empanadas fritas, pepitos y hamburguesas con el toque de la casa, un sazón peculiar que ha cautivado a los saltillenses.
Capital humano
La ACNUR dice que los venezolanos que dejan su país en cuanto llegan a la CDMX, Cancún, Saltillo o Monterrey, se ponen a trabajar, a emprender, a buscar medios de subsistencia.
El que sabe de eso es Héctor José González, a quien los de la Guardia Nacional le rompieron la maleta en el aeropuerto, le sacaron sus cosas y lo interrogaron de una manera soez.
“Me preguntaban descaradamente, con una grosería muy grande, ‘¿qué coño vas a hacer tú a México, que carajos vas a hacer tú a México, por qué vas México, quién eres tú para ir a México?’, y estuve a punto de perder el vuelo”.
Quizá a algunos todavía les cueste creer que a diario miles de venezolanos escapan a pie del país por la frontera de Colombia, la más rápida y económica, para salvarse de la delincuencia, la falta de agua potable, comida, medicamentos, trasporte público y electricidad.
De ese calibre es la desesperación en Venezuela.
“¿La realidad venezolana? Todos los días una incertidumbre. Ahí se perdieron los sueños. Allá no puedes soñar como aquí de que ‘voy a montar un negocio, voy a estudiar, voy a comprar un carro’. Ahí te levantas todos los días a ver qué consigues en el supermercado, en la farmacia, a ver si consigues transporte. El transporte público comenzó a decaer porque no hay refacciones de vehículo y no puedes mantener tu carro. Yo diría que la realidad de los venezolanos es eso: están esperando a que ocurra un cambio que no va a existir. Ellos tienen ya 20 años en el gobierno… Cuando decidí salir es porque dije ‘no puedo cambiar el mundo, cambio yo’”, dice Edwin.
Tal éxodo provocó el endurecimiento de las políticas migratorias en países como Colombia y Panamá, con la exigencia de visa a los venezolanos procedentes de cualquier parte del mundo.
“Es evidente que hay que poner cierto orden, porque de todo hay en la viña del señor. No todo mundo es honrado, no todo mundo es honesto, no todo mundo va a llegar con la noble, buena, firme intención de trabajar”, dice Héctor.
Orlando Antonio Escalona Polanco, otro venezolano que llegó a Saltillo hace 10 meses y que ahora es empleado en uno de los remolques de comida de Edwin, conoció el sabor del repudio en su paso por Colombia.
“No te daban trabajo. Llegabas a algún sitio apenas te oían hablar y ‘no, no, no, no, no, váyase…’”.
A las 10:30 de una mañana templada de lunes, uno de los días más movidos en su negocio de la calle Reynosa, zona universitaria de Saltillo, Edwin dora la carne para la “chula”, una hamburguesa estilo venezolano que lleva res, chuleta ahumada, queso holandés, el queso suave y cremoso que le da un toque de sabor a la hamburguesa; cebolla morada y ese plus que es salsa tártara, una salsa de mayonesa, con algo de vegetales y… lo demás es un secreto que Edwin guarda bajo llave.
“A la gente le causa un buen impacto”, dice Edwin.
Y dice que, entre muchas otras funciones, tiene la responsabilidad de preparar las salsas para el menú.
“Hago la tártara, la de ajo, la de los tacos y una especial para los burritos que, entre nosotros, la bautizamos con un nombre: picaculo, pero no se lo decimos al cliente, a menos de que sea de mucha confianza”.
Sus parroquianos, la mayoría estudiantes que aguardan impacientes su orden arremolinados en el carro de comida, ni se imaginan siquiera que el hombre de mandil que los atiende es un administrador graduado del Colegio Universitario Francisco de Miranda, una de las instituciones públicas más selectivas enCaracas, y un tenaz exvendedor que logró superarse cuando la crisis apenas asomaba la nariz por la puerta de Venezuela.
Juan Pablo Álvarez Enríquez, asistente principal de Soluciones Duraderas de la ACNUR, dice que el 70 por ciento de los venezolanos que están huyendo de aquel país tienen estudios superiores.
“Vemos que traen un gran capital humano, traen una resiliencia importante que hace que en cuanto lleguen ya sea a la Ciudad de México, a Cancún, a Saltillo, a Monterrey, se pongan a trabajar, a emprender, vean medios de subsistencia. Hemos visto, por ejemplo, allá en Saltillo, casos donde las personas pueden traer un perfil del cual no estamos acostumbrados a conseguir un empleo. Encontramos gente que tiene experiencia gerencial y es difícil poderlos canalizar a ciertos empleos”.
Entonces Edwin, a quien desde chamo lo había encandilado el mundo de las ventas y la atención a clientes, era el empleado de una empresa de telefonía celular y data.
Sabedora de su inclinación por el comercio, su madre tuvo siempre el temor de que dejara los estudios para trabajar porque “me gustaba el dinero. Se lo demostré desde temprana hora de mi vida”, cuenta.
En casa se habían cuidado bien de no incluir en su diccionario la palabra “dependencia”.
Desde chico, la madre, que era una modesta costurera, lo había enseñado a cocinar, a planchar, a coser, a no depender de ella ni de sus dos hermanas para sobrevivir, sin sospechar que con el tiempo aquellas enseñanzas lo lanzaría lejos.
“En una oportunidad me dio la máquina pa que yo cosiera, que supiera lo que se sentía, mas no cosí nunca”, relata Edwin.
Edwin pensó que no era bueno vivir a expensas del sueldo de una empresa privada y todos los días, después de salir del trabajo, se dedicaba a reparar equipos de computación y a ir por las calles de la Guaira, un pequeño estado, a 20 minutos de Caracas, donde Edwin vivía, vendiendo queso y pistachos, nuez de la india, cacahuates, chocolates y almendras, que compraba al por mayor, empaquetaba y distribuía en algunas tienditas, como botanas.
Los fines de semana se iba para la playa a ganar bolívares retando sus dos cautrimotos a los turistas, mientras se divertía con sus dos hijos pequeños en el mar.
Conoció Perú, Colombia, Panamá, Curasao, República Dominicana y México, vendiendo productos orgánicos, ropa y celulares.
Se había convertido con los años en una máquina de hacer dinero.
“Llegó un momento en que me dio mucho dinero, lo disfruté, pero no todo el tiempo puedes vivir de lo mismo. Sentía que quería crecer un poco más…”.
Y decidió vender su carro de modelo reciente y comprar dos automóviles viejos para meterlos de taxi.
A la vuelta de los días Edwin era ya el floreciente propietario de tres coches de alquiler.
Todo iba marchando con buen pie. Hasta que un día se le apareció un tipo que le propuso un negocio:
Le dijo que si le entregaba cierta suma de dólares, Edwin no recuerda cuánto, él le conseguiría unos carros chinos de agencia que vendía el Gobierno a bajo precio.
Era la oportunidad de su vida, pensó Edwin, y cerró el trato.
Emocionado por la jugosa transacción, Edwin vendió su florilla de taxis, pidió prestado y le dio la plata al extraño.
“El comprar esos vehículos de agencia me iba permitir prestar un mejor servicio, gastar menos en mantenimiento y todo eso se traducía a que los ingresos iban a ser mayores. No fue así, me robaron todo el dinero”.
Cuando Edwin se enteró de la estafa, el ladrón ya se había esfumado.
“Había mucha anarquía por parte del pueblo, desidia, agresividad. Fuimos víctimas de los atracos muchísimas veces y todavía sigue así. Si no hay empleo, no tienes ingresos y el que no tienes ingresos te lleva a tomar medidas desesperadas. Aquella persona que no tiene un equilibrio mental llega y dice ‘para mí lo más fácil es robar, es atracar, es quitarle a otros’, y sí, eso es lo que se veía en las calles. No los justifico, ¿pero si no tienes trabajo, qué más puedes hacer? Son factores que externos que conllevan a que el individuo pierda el control y haga cosas como esa, que no están bien vistas para la sociedad. Por supuesto que si una gran masa de la población lo hace, lo que tienes es un país inseguro”.
Edwin se quedó en ceros.
Era el momento en el que el país se hundía cada vez más en el pantano de la crisis.
“Yo ya no tenía dinero, no tenía cómo crecer desde cero en Venezuela”, cuenta Edwin.
Así es que mejor se fue…
“Nunca pensé que iba a pasar por cosas como ésta. Creía que siempre iba a estar en Venezuela y que me iba desarrollar como me desarrollé”, dice Edwin desde Saltillo, a tres años de su partida.
Edwin se acordó entonces de cuando era un chamo, que subía con su padre a la montaña los fines de semana a caminar, contemplar la naturaleza, tomar fotografías y registro de los petroglifos.
El viejo le había enseñado cómo guiarse dentro de la montaña para salir de ella en caso que se perdiera.
“Dije, ‘México me espera. Puedo crecer allá, creo en mí y en lo que soy capaz de hacer’”, dice.
Mediodía de miércoles en el remolque.
Edwin zambulle las empanadas venezolanas en la freidora.
Son fritas, dice.
Antes tuvo que guisar la carne molida con salsa roja al estilo venezolano y preparar la masa, que es una masa de harina de maíz precocida importada de Estados Unidos. La harina con la que él y sus compatriotas crecieron toda la vida en Venezuela, dice Edwin con cierto dejo de nostalgia.
Las empanadas son saladitas y se sazonan con salsa de ajo, añade.
Cuando se le ha pasado la nostalgia Edwin suelta, como para darse ánimo, que si no le hubiera ocurrido lo que le ocurrió en su país, Saltillo no estaría probando las hamburguesas “chulas”, las empanadas ni los pepitos venezolanos.
El testimonio de Lili, otra emprendedora venezolana amiga de Edwin, describe a la perfección las condiciones en las que su paisano arribó a Saltillo.
“Llegó aquí con una mano adelante y la otra atrás”, dice.
Edwin simplemente dice que llegó sin dinero.
Comenzar de cero, en una ciudad desconocida, no fue sencillo para él.
“No es fácil estar en un país extranjero donde no te toman en cuenta tu carrera o tus estudios, no sabes a que te vas a enfrentar, cómo te vas a enfrentar, qué tan bien te va a ir”.
Edwin, que había ido a vivir con su padre, quien radicaba en Saltillo desde hacía nueve años por cuestiones de trabajo, consiguió empleo, primero, en una empresa de embobinado de motores, después en una cartonera y luego en un restorán donde vendían burritos. Este último empleo influiría de manera decisiva en su futuro.
Cierto día que caminaba por las calles de la ciudad ofreciendo productos orgánicos, como tantas veces había hecho en su natal Venezuela, conoció a Ana Laura Sepúlveda, una psicóloga originaria de Nuevo Laredo que más tarde se convertiría en su socia.
Intercambiaron teléfonos, empezaron a platicar y ahí nació su amistad.
“Yo tengo una tía que da clases de yoga y le dije a Edwin ‘¿por qué no vamos con ella a ver si sus clientas te compran algo?’, pero vio que ese producto era muy matado, muy poca la ganancia y mucho sacrificio en tiempo”, narra Ana.
Entonces a ambos les vino la idea de asociarse para emprender un negocio. Lo complicado era saber de qué.
Edwin y Ana se pusieron a pensar fuerte.
Recién ella había incursionado en la elaboración de manualidades, como centros de mesa para eventos sociales, pero era un trabajo demasiado eventual, de uno o dos fines de semana al mes y ya.
Después de darle muchas vueltas, a Edwin se le prendió el foco: venderían botanas en las tienditas de Saltillo, como él cuando vivía en la Guaira, muy cerca de Caracas.
Y empezaron.
Perro les duró poco el gusto.
“Era poca la ganancia y dividida entre dos…”, dice Edwin.
Otro día Edwin llegó con una propuesta bomba: montarían un negocio de hamburguesas estilo venezolano y burritos, aprovechando su gusto por la gastronomía y su experiencia de cocinero en aquel restorán de burritos donde había trabajado tras su llegada a Saltillo.
“No puedo negar que se lo debo a un amigo llamado Manuel, él fue quien me orientó en lo que era un burro: ‘esto es un burro’, la presentación de un burro y cómo se comía, porque en Venezuela ese producto no se ve, al igual que los tacos. Quería arrancar con un producto que fuese mexicano. Sabía que se me iba a hacer muy difícil entrar al mercado saltillense con un producto venezolano. La gente iba a tener como un poquito de resistencia”.
Pero para eso necesitarían capital.
Edwin cuenta que a veces sueña despierto con sacar
a su familia de Venezuela,
a sus hijos, a su madre,
a sus hermanas, a sus
sobrinos, y traerla acá...
Con un crédito y lo que había ahorrado de sus primeros empleos, compró un remolque.
Edwin sería el administrador y el encargado de proveer la materia prima: Ana la responsable de la operación del negocio y la preparación de los alimentos.
“Cuando lo conocí, pues… Sí me entró cierto temor porque la gente te dice ‘ay que los venezolanos son tramposos y aprovechados’. Él es una persona muy trabajadora, muy emprendedora, con mucho entusiasmo por salir adelante, muy luchón. No lo vas a ver descansando ni un momento, hasta dormido está su mente trabajando. Tiene un corazón del tamaño del mundo, ayuda al que se le pone enfrente, sin escatimar si va a recibir algo a cambio y puede quitarse el pan de la boca por dárselo a otro. Entonces me invita al negocio y dije ‘vamos a darle’”.
Semanas después la gente que acostumbra pasar por la calle de Urdiñola, una de las vías más transitadas de la ciudad, descubrió en una esquina un remolque blanco que decía: Burritos y Hamburguesas “El Monstruo”.
Era el nuevo negocio de Edwin y Ana.
“Lo primero que me pasó por la mente fue ‘El Monstruo’, porque aquí la mayoría de las personas me conocen así, con ese apodo, en Venezuela igual. Si entro en confianza contigo te digo ‘¡monstruo!’. Me gusta que me llamen así, no me insulta, no me siento ofendido. Es una palabra que repito mucho… Digo ‘voy a hacer esto’, cuando lo logro digo ‘¿viste?, yo soy un monstruo, yo pude’. Le estoy demostrando a la sociedad que si crees y tienes fe en ti, en lo que haces y en el trabajo, puedes cambiar las cosas. De nada me sirve venir y quejarme de la política que se está viviendo en Venezuela o en México, cuando soy una persona que trabaja tres días a la semana, cuatro horas al día. No”.
A la gente le cautivó el sabor de los burritos de carne asada, deshebrada y chicharrón, tostados, bañados en mantequilla y aderezados con salsa verde o roja.
“Desde que empezó me dio una prueba de un burrito de carne asada, me supo muy rico y le dije a mi mamá que me comprara uno”, dice Raymundo, 11 años, uno de los clientes más leales de “El Monstruo”.
La noche del pasado 22 de mayo los socios Edwin y Ana celebraron con sus clientes el primer aniversario de su segundo negocio de comida, instalado en un local del bulevar Mineros, sector Los Olivos, en la colonia Bonanza.
Pero su punto de mayor venta, sin duda, es el remolque que hace unos cuatro meses aparcaron sobre las inmediaciones de la calle de Reynosa, en la zona universitaria de Saltillo.
Edwin, que había empezado en ceros, era ya el dueño de tres negocios atendidos por él, Ana, su socia, y tres empleados venezolanos.
“No me bastó, ni me conformé con tener un remolque, dije ‘quiero más’, y montamos el local. No me conformo con eso y montamos el segundo remolque. No pensé que iba a ser tan rápido. Tengo tres años en México y uno con mi negocio, a pesar de no tener dinero, porque no traje dinero de Venezuela. De llegar aquí sin nada he logrado mucho. El camino no ha sido fácil, pero aun así nos gustaría tener muchos puntos más”, dice Edwin.