Zima Blue y el placer de crear

Usted está aquí

Zima Blue y el placer de crear

Love, Death and Robots es una antología de cortometrajes animados producida por Netflix en las que el sexo, la violencia, y la ciencia ficción destacan como el principal elemento de las 18 historias. Pero de entre todas estas narraciones llenas a reventar de testosterona una de ellas se alza en medio de un particular fulgor azul: Zima Blue.

Basada en el cuento de Alastair Reynolds y adaptada por Robert Valley y Passion Animation Studios es tan única entre las demás precisamente por su mensaje y la manera en que lo muestran: Sin disparos, sin sangre, sin explosiones ni desnudos explícitos; puro arte.

En este breve filme el androide titular, Zima, un artista cuya obra ha alcanzado proporciones cósmicas en busca de un significado especial y personal, a través de la constante presentación cada vez más prominente de un único color —‘zima blue’— es un vehículo para la exploración de los impulsos creativos y artísticos y en el proceso busca responder las preguntas de ¿porqué hacer arte? y ¿qué tan lejos llevarlo?

Los humanos somos los únicos seres vivos de este planeta que llevamos a cabo actividades de ocio sin utilidad más allá del placer que provoca su ejecución o apreciación y conforme la especie desarrolló tecnologías que le otorgaron más tiempo libre más complejas se volvieron estas expresiones artísticas.

Sería aventurado asegurar —al menos desde mi posición, valores, creencias y objetivos— que el arte es un mero producto del exceso de tiempo libre, una ocurrencia de quienes ya no tenían nada más qué hacer ni de qué preocuparse, porque en su ejecución el individuo expresa cuestiones profundas sobre su propia identidad, busca darles respuesta, y si no lo hace, al menos en la divulgación de su trabajo encuentra afinidad con otros individuos que poseen las mismas inquietudes.

Pero Zima, en la persecución de esa esencia que había olvidado y que no lo dejaba en paz, llevó su arte a límites obscenos. Con su zima blue pintó planetas y anillos de asteroides enteros hasta que llegó a la realización de que su búsqueda era interior, íntima, y en su última pieza lo demostró deconstruyéndose —literalmente, no de manera figurativa como muchos discursos contemporáneos— hasta su más básico ser.

Mientras tanto la crítica y la opinión pública veían sus obras con una fascinación cada vez más morbosa, producto del espectáculo, pues sin duda tal magnitud de trabajos era increíble al presenciarlos, pero ignorantes del predicamento de su autor.

En el cuento original —el cual se encuentra disponible en internet, en inglés, y les recomiendo mucho leerlo— queda muy claro este fenómeno cuando, luego de que el androide regresara a su forma inicial, como un pequeño robot limpiador de piscinas, por años las personas de todo el universo regresaron a ese lugar para ver si Zima tenía alguna sorpresa más bajo la manga, otro truco magnífico, otra obra más de proporciones galácticas. Y ahí estaba, sólo que eran incapaces de verla.

Recuerdo haber leído hace unos meses un texto —lo busqué de nuevo sin éxito— en el que se hablaba de la obra reciente de Marina Abramovic como una basada en el espectáculo, provocar por provocar, sin el impacto y la fuerza de las piezas que realizó hace más de una década y así como ella muchos otros artistas —jóvenes o veteranos— buscan en las estrellas y el cosmos las preguntas que pueden hacer desde una manera más sencilla.

Porque en muchas ocasiones el verdadero placer del arte está en crear, sin mayor ambición, sin mayor discurso. No demerito por ello a quienes buscan compartir y darle vida a obras con una carga conceptual más prominente, por el contrario, disfruto de la experiencia estética que ofrecen, pero pierde valor cuando sus intenciones superan la esencia de su búsqueda artística.

Zima entendió que lo que él quería era “encontrar un simple placer en la ejecución de una tarea bien hecha”; solo le tomó unos milenios lograrlo.