Ya no estamos en 1804
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Ya no estamos en 1804
Napoleón no sólo fue un gran estratega militar, sino un extraordinario estadista político. No sólo reconstruyó una Francia fracasada y hambrienta tanto por los monárquicos voraces como por los revolucionarios que se asesinaban entre sí, sino que conquistó los reinos de Europa y la reunificó respetando la cultura y el régimen político que cada uno quería tener.
Sin embargo hay un hecho que parece contradecir el inmenso poder que ya tenía como Emperador. Invitó, o más bien hizo traer al Papa Pio VII desde Roma a Paris para que lo coronara como Emperador de Francia de acuerdo a la tradición imperial cristiana. Eso sucedió hace 211 años exactamente, el 2 de diciembre de 1804. Sin embargo, en esa ceremonia él se autocoronó y el Papa fungió solamente como testigo. Esta anécdota es algo más que la modificación de un protocolo. Significa una transición radical en un paradigma de la historia (lo cual merece un análisis muy especial).
La tradición cristiana de estas coronaciones de Reyes y emperadores tiene su origen no sólo en el principio de que “toda autoridad viene de Dios”, sino en que de ahí se deriva una característica esencial de toda autoridad, incluyendo la imperial: la misión. Coronar a alguien significa enviarlo a realizar una tarea al frente y para el bien del reino.
El poder social no es adquirido como un trofeo deportivo o una ganancia financiera que se adquieren a base de esfuerzos personales, disciplina, acumulación de bienes y/o relaciones con otros poderosos. Tanto en la monarquía como en la democracia, el poder es algo que se recibe de otros. En el caso de la democracia, son los ciudadanos los que deciden dar el poder de legislar, administrar y ejecutar, juzgar y sentenciar. Son los tres poderes de los ciudadanos que encomiendan a los más competentes de ellos.
El poder político no es un regalo que se concede a alguien, sino una misión que debe llevar a cabo para el bienestar y desarrollo de la sociedad que lo elige. El elegido por la ciudadanía es enviado no a hacer lo que se le antoje con el poder económico, cultural y humano de la sociedad, sino a representarla, a hacerla presente no a hacerse presente. No debe representar sus intereses personales, partidistas, ni sus ideas u ocurrencias de cómo debe mejorar la sociedad, esto lo convertiría en un dictador o un títere de otros, pero no un legítimo servidor de su pueblo.
Al tomar posesión de Gobernador, Riquelme debe evitar “autocoronarse” como lo hizo Napoleón Bonaparte, ignorando que el poder oficial se lo delega una parte del pueblo de Coahuila, y que la otra parte, que es mayoría, estará pendiente de que ejerza una misión transparente.
La transparencia que le exigimos no se reduce a los números (megadeuda, intereses, adjudicación de recursos, etcétera), se refiere a satisfacer a las personas concretas que lo mandan a ejercer la misión de gobernar: los obreros y campesinos, las madres y mujeres,los desempleados y los empleados, de los pobres y los empresarios, de los maestros, médicos y demás profesionistas, de los recién nacidos y los jubilados. Si con su ejercicio gubernamental manifiesta una efectiva dedicación y solución de sus necesidades, entonces habrá transparencia en su misión.
Solamente así podrá ir construyendo la confianza social que en este presente está pulverizada en los ciudadanos. Y sin confianza no puede haber diálogo, unificación, propósito leal de perseguir el bien común. Cuídese Riquelme de autocoronarse. El único que le puede confiar la corona de la autoridad real serán los ciudadanos si lo ven perseguir de manera transparente y efectiva la misión que ellos le encomiendan. Sólo así renacerá la confianza social. Ya no estamos en 1804.