Y no se bajó de la cruz

Usted está aquí

Y no se bajó de la cruz

Los que habían gritado ante Pilatos “crucifícale, crucifícale”, ahora le gritaban al crucificado: “Si eres el Hijo de Dios bájate de  la cruz”. Lo retaban con unos argumentos demoledores: “A otros salvó  —curó, resucitó…— y

Él no puede salvarse” –del desprecio, del sufrimiento que lo estaba matando—.

Hubiera sido un performance extraordinario: Se hubiera zafado de cada clavo de las manos y de los pies y dando un “salto mortal” caería de pie, sonriendo ante sus enemigos, sus verdugos y sus cobardes discípulos…

Hubiera tronado sus dedos y los ángeles los hubieran vestido con sedas de reyes y túnicas de emperadores, además de unos cuantos valiosos accesorios que hubieran deslumbrado, no sin antes haber lavado la sangre de sus heridas con ungüentos y perfumes.

Hubiera demostrado que efectivamente “Él era el autor de la vida”.

Pero no se bajó de la cruz. Aceptó el fracaso y el sufrimiento hasta que murió. Los que no creían en Él y los que se le arrimaban con el interés de conseguir algún favor se convencieron de que efectivamente no era el Hijo de Dios que presumía ser.

También cundió la desilusión entre sus discípulos. Su Evangelio, su mensaje de una forma nueva de vivir, de creer, de trascender el misterio del dolor, de la angustia humana, de la violencia y la injusticia fueron sepultados junto con su cadáver. Esa noche del primer Viernes Santo de la historia humana fue una angustia insoportable para los que creyeron en Él. El vacío que dejó era infinito. Esperaban un vivir diferente donde el Dios del amor y el amor del Dios que les había revelado Jesús iba a sustituir al dios del dinero, de las armas, de la rivalidad codiciosa, de la explotación inhumana.

Y pasando la Pascua tendrían que regresar a la desesperanza, a la incertidumbre, a la rutina de un vivir sin trascendencia y de amores circunstanciales, efímeros, triviales, los que no desquitan dar la vida por ellos.

Hoy nosotros somos afortunados al vivir estos días de Semana Santa con una certeza que ellos no tuvieron. Revivimos estos misterios de sufrimiento inconcebible, de abandono de Dios, de odio e injusticia inhumana a la víctima más inocente conociendo el final del tercer acto: esa víctima resucitó y desde esa perspectiva de fe el misterio de la Pasión y Muerte de Cristo lo vivimos con la ventaja de la esperanza.

Jesús no se bajó de  la cruz. Si lo hubiera hecho nos hubiera revelado un dios falso, a la altura de nuestros intereses humanos que desprecian el valor de dolor, de la libertad que exige el amor y del amor que exige la libertad.

Un pobre dios que aprecia la felicidad de la riqueza y desprecia la riqueza de la pobreza.

Nos reveló un Dios tan incomprensible que se permitió ser Padre nuestro que nos amó tanto que entregó a su Hijo por nosotros. Desde entonces el Dios de los cristianos es una persona que aceptamos aunque no entendamos sus maneras de amar a sus hijos.