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Welcome to Little Jump (Algunas notas sobre mí, mi familia y mi pueblo)
Por: Cármen Ávila
PAPÁ ES UNA COLADERA ROTA
Años después, visitaba la escuela primaria en la que estuve cuando era niña. Todavía conservaba los mismos jardines, los mismos salones construidos de ladrillo, pintados de color canario por fuera y crema en sus paredes interiores, sus pizarrones verdes. Me metí a una de las clases: los niños estaban aprendiendo el abecedario. Sonó el timbre de salida y todos se fueron como una parvada a los que un cazador inexperto le dispara.
Mi padre y mi hermano fueron por mí a la escuela, pero unas camionetas negras se estacionaron cuando ellos estaban entrando. Eran del bando contrario y nos empezaron a disparar. Mi hermano y mi padre se cubrieron de las balas atrás de los salones, pero se asomaban también para contraatacar el fuego. Saqué mi pistola y también disparé, pero hirieron a mi padre: una bala le entró en el corazón. Grité desesperada, grité mucho, nunca le había dicho cuanto lo quería. Mi papá era aire: trataba de atraparlo inútilmente con los puños.
(Saltillo, Coah., 1981). Autora de los libros El barco de los insomnes (2013), Postales del exilio (2010), La máquina de vivir (2008), entre otros. Ganadora del XVII Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa 2010 y el Premio Nacional de Cuento Rafael Ramírez Heredia 2013.
JESUCRISTO ESTÁ ENOJADO PORQUE ME COMÍ SU NUBE
Ese día, el cielo estaba cubierto de nubes; pero se veía diferente. Por eso, cuando salí al patio a jugar me metí muy rápido. Tenía mucha hambre, tanta que pensé que las nubes eran algodones de azúcar, como los que mi madre me compraba cada vez que salíamos a pasear y que apenas le daba una mordida al rosa dulce y esponjado, la lengua se derretía en mi boca. Pensé entonces que la sensación sería parecida si comía una nube. Salí de nuevo y empecé a tirar piedras al cielo, con la esperanza de poder bajar una nube y mitigar el hambre tan fuerte que tenía. Tiré la primera y no pudo llegar al cielo, tiré la segunda y tampoco: se regresaban inmediatamente hacia mí. Tiré la tercera y por fin pude bajar un pedazo de nube para comer. La metí a mi boca desesperada, pero cuál fue mi desilusión: me supo a agua. En el boquete que se había quedado en el cielo, por la nube que me acababa de comer, se asomó Jesucristo, tenía un pequeño corazón con espinas y una llama de fuego en medio del pecho, como si fuera un prendedor para ajustar sus vestiduras. No me habló ni me dijo nada, pero me miró muy enojado: supe en ese momento que Dios se había enojado conmigo por haberme comido algo de su propiedad y me sentí muy mal y avergonzada, tan mal que me metí corriendo a la casa de mi abuela. Cuando me asomaba al cielo para ver si Jesucristo se había ido, él estaba de nuevo ahí, sin decirme nada, pero continuaba mirándome, serio, enojado.
ESQUELETO EN LA CAMA
En el panteón de Little-Jump (célebre por sus bellos mausoleos traídos desde Italia) hay una tumba donde descansan los restos de mis tres abuelas.
Mi hermano llegó a la casa con un esqueleto, los huesos eran de color café oscuro y el esqueleto vestía un traje color añil. Mi hermano dejó el esqueleto sobre la cama sin tender, encima de las cobijas revueltas. “Le pedí al panteonero que nos diera los huesos de la abuela y esto fue lo que me entregó, tengo que hacer una prueba de ADN a ver si en serio son los huesos de la abuela y no los de otra persona”.
Yo no creía que fueran los huesos de mi abuela, porque para empezar nunca la hubiéramos sepultado con traje y corbata. Mi hermano examinó con cuidado los huesos del cuello del esqueleto: “No es la abuela, es un hombre que murió ahorcado, mira aquí se le nota” y entonces tiró el esqueleto hacia mi cama. Le reclamé: “no lo avientes para acá, no ves que está sucio” y se lo volví a poner en su cama. “Estos del panteón no saben ni dónde ponen a los muertos, no sé por qué enterraron a otra persona en la tumba de la abuela, tienen un desorden, ¿ahora qué hacemos con el esqueleto?, el panteón está cerrado hoy domingo, no podemos ir a enterrarlo de nuevo. Si la policía se da cuenta que tenemos unos huesos aquí nos van a meter a la cárcel”.
Los huesos vestidos de traje seguían en la cama de mi hermano, la calavera por su color marrón, parecía hecha de papel maché para el día “dos de Noviembre”. “Ya sé” –propuse– “¿y si lo enterramos en el patio?”, “No”, me contestó mi hermano, “Los vecinos se van a dar cuenta que tenemos los restos de un cadáver en casa”. Yo miraba por la ventana, a ver si no había vecinos encimosos escuchando a través de la puerta. “¿Y si se lo aventamos a los González que viven al lado?, podemos dejárselos en su techo”.
“Creo que mejor me lo llevo en el carro, ahorita tengo que meter unas vaquetas, unos tambores y unas cornetas, me lo llevaré en una bolsa”. Mi mamá nos ayudó con las bolsas para subirlas al carro. En eso mi papá, con su gorro ruso viejo, llegó como siempre, gritando y enojado: “Ustedes nunca me comprenden” decía al sentarse a la mesa, mientras nosotros nos salíamos con las bosas de plástico en la mano.
TRIGO EXPLOSIVO
Aunque sabía que mi amigo era homosexual y no le gustaban las mujeres, le pedí que me quitara la virginidad. Él accedió con gusto y hasta fue muy cariñoso, se le notaba en la manera de besarme.
Con nosotros vivía otro hombre, que no sé por qué, siempre estaba hablando de lo mucho que amaba a su esposa, mientras se arreglaba la corbata y hasta le hablaba por teléfono para decirle cuánto la quería. Por más que yo le coqueteaba y quería acostarme con él, me ignoraba y no podía seducirlo.
Creo que mi amigo solo me había quitado la virginidad porque era mi última voluntad: iba a morir dentro de poco, pues había comido ese pan hecho de trigo que estaba alterado genéticamente; me había contaminado todo el cuerpo y no tenía remedio. Me lo decía a mí misma con una resignación de martirio aceptado por los santos, mientras me subía al metro y mi amigo homosexual me sonreía.
Mi hermano, mi mamá y mi papá (en silla de ruedas) me habían ido a visitar a Monterrey-Bangkok, pero no estaban tristes. Al menos a mí no me había pasado lo mismo que a los pájaros, quienes al comer el trigo contaminado les explotaba la cabeza.
NAUFRAGIO
Como capitán del barco di la orden de abrir el fuego, sabía que era un suicidio; sin embargo, si la suerte nos sonreía, podía ser un naufragio. Los valientes soldados respondieron con sus ballestas y cañones.
Cuando el enemigo redujo el barco a astillas, mi corcel negro y yo nadamos hasta los restos de madera que comenzaba a hincharse, ahogada. Estábamos aburridos y tristes, meciéndonos en las olas. Tal vez alguien, desde el otro lado del sueño, algún día se le ocurriría venir a rescatarnos.