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Vivir con restricciones, vivir con precauciones
Durante la gestión de la pandemia por COVID-19, se ha instalado la ley del miedo por salud pública. Las medidas de las autoridades que restringen nuestra libertad para evitar la propagación del virus se rigen por el principio de proporcionalidad en forma cautelar. No se trata de demostrar en forma fehaciente que la medida es eficaz para evitar el contagio. Más bien el asunto es revisar la racionalidad de la restricción para calcular en forma preventiva su idoneidad.
Por ejemplo: si la evidencia disponible demuestra que en ciertos lugares cerrados es razonable limitar su aforo. Las personas, por el contrario, no podemos exigir que en esos lugares podamos asistir en forma masiva por más que nos sentamos libres de estar circulando en esos espacios.
El problema es que a nadie le gustan las restricciones. A muchos les molesta. Vivir encerrado es arbitrario. Muchos no quieren ponerse la mascarilla en un restaurante, porque dicen que es absurdo. Cuando comes, no lo haces con tapabocas. Luego, muchos dicen, es irrazonable que nos exijan taparnos la boca cuando entramos y no cuando comamos.
Sin embargo, nuestra racionalidad que al final implica el ejercicio de nuestra plena libertad no puede ser caprichosa o arbitraria. La salud pública exige ciertos protocolos en beneficio de los demás. Si no estamos dispuestos a cumplirlos, la autoridad debe imponer las restricciones para prevenir mayores daños a nuestra comunidad.
Es tiempo, por tanto, de vivir con las reglas de la precaución. Es complicado. Nuestra vida social en gran medida lo rechaza. Pero también nuestros hábitos personales suelen ser hasta contraintuitivos: por más que nos lavemos las manos, siempre estamos tocando las superficies y nos llegamos a tocar la cara. Por más que usemos el tapabocas, se nos olvida cambiarlo en forma periódica. En fin, por más que prevengamos los riesgos, las personas se contagian.
Entonces: si es irremediable el contagio aún con precauciones porque seguimos manteniendo las restricciones. En diferentes partes del mundo, el encierro comienza a generar protestas sociales. Las personas quieren salir, pero cuando tienen que ir a trabajar comienzan a construir una serie de pretextos para no regresar a la anterior normalidad.
La pandemia, en efecto, nos ha ayudado a explorar diferentes alternativas para evitar las reuniones o presencias innecesarias. Pero la actividad no se puede parar. Para una institución pública, por ejemplo, ciertas actividades a distancia siguen siendo muy útiles: nos ahorra tiempo, dinero, nos puede hacer más productivos, útiles y eficaces. Pero también, para algunos casos, puede acentuar la improductividad.
Todavía seguimos pues en alerta de salud. Nos falta tiempo para superar este problema global que ha afectado nuestra convivencia social. Gobernar no es fácil, menos en estos momentos de crisis. La ciudadanía, por ende, debe entender una nueva cultura social: la de prevenir, más que lamentar.
Creo que debemos seguir manteniendo las recomendaciones. En cada comunidad se ha enfrentado la pandemia con la restricción social. Eso ha sido la medicina principal. El costo de nuestra libertad. El privilegio de la fraternidad a los demás. No podemos combatir este virus con el solo hecho de ser libres. Debemos ser solidarios, principalmente.
LA VIDA PREVENTIVA
No es fácil. Las personas difícilmente calculamos todos los riesgos que asumimos por ejercer nuestra libertad. Es más: lo ordinario es correr los riesgos. No podemos paralizar nuestra vida social por el miedo al contagio.
Pero creo que, si esta pandemia nos ayuda a inculcar en la sociedad una cultura de prevención que sea razonable, sin arbitrariedades, podemos llegar a tener una nueva ventaja: ahorrarnos los costos de nuestras imprudencias.