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Visita papal

Lo diré pronto para evitar especulaciones y no alimentar ningún tipo de teoría respecto de las motivaciones de esta columna para pronunciarse cotidianamente en la forma en la cual lo hace: no soy religioso… Pero tampoco soy ateo ni antireligioso.

Me considero laico en el sentido lato del término: no profeso religión alguna, pero creo firmemente en la libertad religiosa y defiendo el derecho de todas las personas a suscribirse a la idea de Dios más cercana a sus convicciones y más conveniente a sus intereses.

La aclaración es importante —me parece— porque aún sin ser religioso no dejo de apreciar el poder de las religiones —en el caso de México, la católica— y la influencia de sus dogmas en la vida de millones de personas.

Tampoco puedo ignorar el enorme carisma de su actual cabeza, el Papa Francisco, hoy de visita en nuestro País, y quien fue objeto de un apoteósico recibimiento por parte de las autoridades y el pueblo de México.

Las reseñas periodísticas de los primeros minutos de la jornada inicial de Francisco en tierras aztecas dibujaron de cuerpo entero la fidelidad religiosa atribuida por Juan Pablo II a nuestra sociedad: miles de personas esperando por horas —resistiendo el frío y el cansancio— con la única esperanza de tener la fugaz visión del “papamovil” un par de segundos.

Ver apenas un instante al líder de su Iglesia. Y quizá en ese instante construir la idea de un cruce de miradas, para vivir el resto de los días atesorando ese momento como adelanto del paraíso prometido por el creador a quienes siguen sus enseñanzas a través de una doctrina particular.

Algo así, imagino, es la fe. Y para millones de individuos, a quienes la injusticia de una sociedad desigual ha condenado a la marginalidad, eso es suficiente… Eso basta.

Se trata, sin duda, de un acto instintivo surgido del más profundo de nuestros instintos: el de supervivencia. Si el día a día no nos ofrece motivos para ver con optimismo el futuro, ni nos hace percibir la cercanía de promisorias expectativas, entonces debemos voltear hacia el único lugar de donde el amor, la bondad y la misericordia manan sin pausa ni restricción.

Está en nuestra naturaleza ser optimistas: carecería de sentido vivir si no tuviéramos, así sea con escasez de convicción, la expectativa de tiempos mejores por venir. 

La esperanza de una realidad distinta —para mejor— constituye la bujía gracias a la cual somos capaces, cada mañana, de abandonar la cama y salir a confrontar la crudeza de nuestra realidad.

Tal es el significado, creo, de la visita papal a México: la oportunidad de saciar, directamente de la fuente, esta sed inmensa de esperanza compartida por tantos.

Y el carácter del Pontífice ayuda. Los muchos gestos realizados por él en los casi dos años de su ministerio, su capacidad para abandonar el protocolo, su naturalidad al abordar el catálogo de temas históricamente “escabrosos” para la Curia Romana…

Francisco se ve como un líder religioso con gran sentido del timing; sensible a la agenda de nuestros días; audaz en la asunción de posiciones sobre temas ubicados en la frontera de lo políticamente correcto.
Pero más allá de las posiciones intelectuales, apunta para convertirse en un individuo enormemente popular entre los individuos de a pie, particularmente en América Latina, con cuyos habitantes tiene una identificación natural al ser un hispano parlante.

Con Francisco —al menos en lo relativo a México—, la Iglesia Católica podría encontrar nuevamente el camino del carisma perdido —por decirlo de alguna forma— durante el paso de Benedicto XVI por el trono de San Pedro.
Eso parece claro —y parecerá claro, asumo— en los próximos días, cuando Francisco recorra los caminos de México para reunirse con indígenas, prisioneros, integrantes del mundo de la cultura, pacientes de hospital, jóvenes, obreros y dirigentes religiosos.

En los trayectos le acompañarán los cientos de miles no agraciados con la posibilidad de asistir a los eventos de la agenda oficial, quienes dormirán junto a las vallas, soportarán el frío, la sed y el hambre para verle pasar, para tener el privilegio del encuentro fugaz y, tras ése mágico par de segundos, dar media vuelta y regresar a su realidad, sí, pero con las alforjas llenas de esperanza.

Para esas decenas de miles —los más en la estadística de los testigos presenciales de la visita papal a México— el “contacto” con la cabeza de su Iglesia se reducirá a eso. Lo portentoso de ello es la posibilidad de que sea suficiente, de que sea bastante.

Admiro a las personas de fe. A quienes son capaces de vencer la racionalidad por medio de la emoción y lo hacen de forma genuina. La mayor parte de esas personas estarán tras las vallas por donde pasará Francisco y eso bastará para inflamar su corazón en medio del océano de desesperanza que nos envuelve.

¡Benditos sean!

Twitter: @sibaja3

Comentarios: carredondo@vanguardia.com.mx