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Virus, microbios e historia
En pleno siglo 16 los italianos habían desarrollado una eficaz estrategia para combatir las epidemias, en especial la conducta de la gente frente a tales fenómenos que se presentaban de tiempo en tiempo. Parecía que todo estaba previsto: una población equis donde que iniciara un brote sería de inmediato aislada, se racionaría la comida y el agua, se recogerían las armas para evitar abusos de la autoridad o de la delincuencia y se protegería al desvalido.
La realidad echó abajo previsiones y reglamento. Un pueblecito cercano a Florencia, de nombre Monte Lupo, se vio envuelto en una epidemia de peste. Se le decretó cuarentena: nadie debería salir de ahí para no contagiar a terceros; si alguien lo hacía sería muerto. Apareció el desorden. A los cadáveres se les desnudaba para robar sus ropas, se invadían casas, se mataba moribundos… Cito una increíble frase que coincide con lo que estamos viviendo: “Al desconocer el agente patógeno y los mecanismos de transmisión de la enfermedad, la obra preventiva era un juego a ciegas. Se daban golpes en el vacío, como actualmente se dan cuando se intenta contener la preocupante difusión de las neoplasias. Y cuando se dan golpes en el vacío a ciegas se cometen errores, se malgastan recursos, se acusa a inocentes” (Carlo María Cipolla. “¿Quién Rompió las Rejas de Monte Lupo?”, edición de 1977, p. 30.)
Para lo que nos toca a los saltillenses invoco la tesis que presentó Gilberto Sánchez Luna (médico e historiador) sobre la epidemia de cólera de 1833, en la que murieron tantas personas que ni los sepultureros ni los médicos ni los sacerdotes se daban el tiempo para atender enfermos o enterrar cadáveres. Se tuvo que llegar a abrir grandes hoyos en donde se depositaban los muertos sin cruz, sin santos óleos. El párroco de San Esteban, que continuó atendiendo enfermos, murió también. Magnífica tesis que espero vea la luz.
Esa misma epidemia se registró, a su vez, en Monclova. Un día el párroco Miguel Sánchez Navarro enterró a una adolescente de 15 años. Días después murieron otras personas. Cada día fueron más, de tal manera que podríamos hacer una curva de mortalidad. Luego siguió el descenso de entierros. También pegó en San Buenaventura, Cuatro Ciénegas, Candela y otros poblados y rancherías del centro de aquél Coahuila.
Para comprender el fenómeno, un científico argentino, Mario Lozano, publicó “Ahí Viene la Plaga. Virus Emergentes, Epidemias y Pandemias”. Es un libro muy informativo en un lenguaje comprensible para no especialistas. Extraigo un ejemplo: ni Hernán Cortés ni Francisco Pizarro conquistaron por las armas a Tenochtitlán y Cuzco; su gran ejército fueron otros indios amigos y la viruela. No hay otra explicación. Dice también Lozano que la principal epidemia, a través de la historia humana, es la gripe.
En cada pandemia (la peste negra que asoló Europa u otras) siempre hubo dos tipos de personas: las oportunistas y las generosas. Entre las primeras se puede situar a los prestamistas, los comerciantes, los gobernantes y demás. En la segunda siempre hubo personas de una entrega fuera de límites, como por ejemplo San Francisco de Asís, Santa Rosa de Viterbo y no pocos laicos. Así como en Monte Lupo tuvo lugar lo peor del ser humano, en Cuzco y México se registran personas que pensaron en los demás.
Ayer la tesorera del Patronato de amigos de la cultura en Saltillo, la señora Rosario Domínguez, me regaló dos botellitas de antivirus (para manos y para objetos) que ella misma preparó. Me dijo que hizo más de 100 para obsequiar y seguiría produciéndolas: ya tenía todos los ingredientes.
El negocio de la medicina, los laboratorios, los hospitales y las farmacias debieran tener una especie de moral adicional que dejara atrás sus afanes de ganancias. En la semana chocaron dos autobuses de Ramos. Hubo 40 heridos. Algunos llegaron a un Hospital particular de Saltillo que se negó a curarlos si antes no pagaban. ¿Habrán oído hablar de algo que se nombra ética?
Se me quedaron en la computadora los casos de viruela en el Coahuila colonial y las reacciones de los miserables indios que no podían asimilar ver morir a sus niños y los lloraban a gritos dos días con sus noches.