Usted está aquí
Virginia y el arte de ensayar la vida
Para Virginia Woolf no hay límites en la escritura. Abro una novela suya y ahí está: inteligente, con una claridad sobrenatural, de voz íntima y cercana, como alguien querido que te cuenta algo muy suyo. Lo mismo puedo decir de sus relatos, de los ensayos, de las notas. Aunque su palabra evoluciona y crece, encontró su estilo pronto. “Todo es ritmo”, revela, “una ola que se crea en la cabeza” mucho antes de tomar forma en el lenguaje. Ella pensaba que para escribir era necesario comprender eso. Las olas, así se llama una de sus obras más célebres, esa marea terrible y asombrosa que sucede en los adentros, donde no hay tiempo, donde la memoria se funde con el deseo y el desconcierto espiritual que todos cargamos.
No sabría decir si Virginia es siempre novelista o siempre poeta. Sus ensayos son narrativos y su prosa lírica. Es difícil distinguir dónde termina el relato y comienza la disertación o el poema. Ejemplo: Tengo en mis manos un libro de ensayos literarios. Me encantan estos ejemplares porque voy de un autor a otro y a la vez entro en la biblioteca personal del escritor. Me emociono al encontrar un artículo sobre Emerson, a quien también admiro. Virginia escribe:
Poco tienen en común los Diarios de Emerson con cualquier otro diario. Podrían haberse escrito a la luz de las estrellas, en una cueva, siempre y cuando las paredes de roca viva estuvieran forradas de libros.
En tres líneas nos da una lección: la escritura es luminosa, no tiene fronteras ni cuadraturas. Qué diferencia con lo que ahora entendemos por ensayo: una prosaica cascada de citas bajo el orden riguroso, complicado y horrendo del manual de normas en turno. ¿En qué momento pusimos semejante camisa de fuerza a un género tan bello y versátil? Convertimos al ensayo en el terror de los estudiantes: redactar, obligados, un texto de algún tema que no nos importe, en un tiempo récord, para un lector-maestro que pondrá un número sobre el papel. Ojalá nos dijeran que este género sirve, si entramos en el ejercicio de pensar, para contar la vida. Al menos eso he aprendido de Virginia Woolf.
Un cuarto propio es el ensayo más famoso de la novelista. Publicado hace ya casi un siglo, en él expone la tradición de escritoras inglesas y aborda la desigualdad en la que crecen las mujeres: ¿Cómo escribir sin educación, cultura, independencia económica, libertad? La obra se convirtió en un ícono de la literatura feminista. También es un trabajo maestro sobre cómo tejer las ideas en un discurso novelado y poético, sin caer en lo caricaturesco o “poetoso” (dícese de aquello que pretende ser lírico, pero que sólo tiene la fachada). Con estos elementos, la experiencia de lectura es otra.
Continúo con los ensayos: Virginia escribe acerca de una joven recostada bajo un manzano (que en realidad es un cuento breve; ¿qué hace aquí?, pienso). Virginia defiende (de nuevo) a Jane Austen. Virginia y dos o tres artículos de Dostoievski. Virginia hablando del pasado y de hoy. Crítica literaria, ágil cuentista, lectora desenfadada, ensayista feroz. En sus diarios vemos otro rostro: escritora insegura, intelectual excéntrica, mujer en la lucha contra la enfermedad. Pero siempre mujer sensible, pensante, cristalina. Tomo nota, sigo sus pasos en la búsqueda de un camino hacia la claridad, mientras escribo.