Confesiones de un enfermero del Hospital Psiquiátrico de Saltillo
Por: Jesús Peña
Fotos: Luis castrejón
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Marco Vinicio Ramírez
Quién sabe de dónde agarraría ese delirio, porque su expediente, rescatado del archivo del Centro Estatal de Salud Mental (Cesame), no habla de eso.
Lo que sí dice es que en 1980 ingresó al antiguo Hospital Psiquiátrico de las calles de Madero y Murguía, en el centro, diciendo que era Kalimán, que era millonario y tenía superpoderes conferidos por los dioses.
Contaba con 13 años cuando su madre y sus hermanas lo trajeron a internar por primera vez a este nosocomio, en los tiempos en que en Saltillo no existía una cultura de la salud mental y los pacientes, catalogados como “loquitos”, eran encerrados en cuartos aparte o amarrados con cadenas a la cama o al árbol del patio trasero de la casa.
Él era apenas el expediente número 35, de los 20 mil 324 que hoy reposan en el archivo del Cesame.
Lo trajeron –según se lee en su historia clínica– porque empezó a no querer dormir en las noches, lo que en la jerga de los psicólogos es algo así como “que se volteó el ciclo del sueño”.
Lo trajeron también porque empezó a no querer bañarse, a vagar sin rumbo por las calles de la ciudad y a ponerse agresivo con sus familiares y vecinos.
“(…) conducta agresiva contra familiares y vecinos, deambulando sin rumbo determinado, con errores de juicio y de conducta, como intentar detener el tráfico de vehículos, lo anterior con deterioro verbal (…)”, consigna el documento.
Cuando eso se le volvió rutina y la familia se desgastó, se hartó de sus disparates, lo llevaron a internar.
Fue diagnosticado por los médicos con esquizofrenia paranoide, una alteración que tiene que ver con el contenido del pensamiento, con ideas delirantes o fuera de la realidad.
“Por ejemplo ideas de persecución, de que alguien los vigila, que alguien les quiere hacer daño, de que los medios electrónicos, la televisión o el radio, hablan directamente hacia ellos. Se llama inserción de pensamiento, que algo mete una idea en su cabeza. Y todo esto es una alteración en el contacto con la realidad. También pueden llegar a tener alucinaciones, las más comunes son las visuales y auditivas. Voces que les hablan, que les dicen qué hacer o que les ordenen una serie de cosas y esto influye en el comportamiento de una persona con esquizofrenia, que puede llegar a ser errático o muy extraño para la gente…”, dice la psiquiatra Mariana Ibarra González, subdirectora médica del hospital.
Eso era más o menos lo que tenía el Kalimán, a la postre técnico en máquinas y herramientas, egresado del Tec Saltillo.
Su primera crisis, dijo su madre a los psicólogos, se presentó inexplicablemente cuando él tenía 13 años, después de haber sido un niño estudioso y tranquilo.
“(…) se aisló, ahogó a un perro y estuvo agresivo, dejando de alimentarse y con problemas de insomnio y desaliño”, se lee en su historia clínica.
El Kalimán había pasado a formar parte de ese uno por ciento de los humanos en el mundo que padece esquizofrenia, unos 70 millones de personas, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Sumergido en su delirio, el adolescente se presentó a sí mismo, desde el primer día, con un adjetivo extraordinario que impresionó a todo el personal del psiquiátrico: era el Kalimán, pero no cualquiera, sino el de Lujo.
Así se describía el Kalimán, según obra en su expediente:
“Yo no estoy loco, vendo globos, soy policía, maté al diablo, tengo poderes, leo la mente, me saqué la lotería, mato fantasmas, (…) soy el Kalimán de Lujo”.
En ese tiempo, principio de los ochenta, estaba de moda en la ciudad la radionovela y la historieta de Kalimán, “el hombre increíble”, que se peleaba con los malos y ganaba siempre.
A más de uno en el psiquiátrico le causó hilaridad el mote y la personalidad de aquel extrovertido puberto, pero el enfermero Gerardo de Jesús Ramos Solís, y el resto de sus compañeros, prefirieron llamarlo por su nombre para evitar engordar más sus delirios de grandeza.
“Andaba alucinado el cuete. De repente sacaba sus palabrillas ‘quien domina la mente, lo domina todo’”, dice Gerardo.
Y pinta al Kalimán como un hombre moreno, alto, delgado pero muy correoso, de cejas y bigote poblados.
A base de antipsicóticos y de terapia psicológica aplicados durante más de 30 años, lograron que el Kalimán dejara su mundo de fantasías y retornara a la realidad.
“El paciente seguido caía en el hospital –cuenta en el enfermero–. Una vez hablamos con los hermanos y les dijimos que no lo descuidaran y ahorita tiene como unos cuatro años que no cae internado. Viene a consulta bien bañado, bien arreglado, perfumadillo y toda la onda, y dice ‘me estoy tomando el medicamento’”.
Ahora Kalimán se dedica a vender globos en la Alameda y la plaza, el oficio que heredó de su padre. También vende cobertores, vajillas y vaporeras en abonos, casa por casa.
“Hace como unos ocho o nueve años estábamos mis chavillos y yo en la Alameda cenando hotdogs con tocinito y pasó el Kalimán; le piché un hotdog, una coca y él le regaló un globo a cada uno de mis hijos. Le decía yo que no, y decía: ‘es que tú ya me pichaste los hotdogs’. Fueron como tres veces las que lo vimos”, dice Gerardo, rememorando uno de los encuentros.
Por las manazas de este enfermero de 55 años, 1.90 metros de altura y 110 kilos de peso, han pasado miles de pacientes. El 3 de mayo cumplió 29 años de laborar en el Cesame, suficientes para que su cabeza lampiña y lustrosa contenga uno de los registros más tangibles sobre las afecciones mentales de la región.
No sólo se sabe de memoria la biografía clínica del Kalimán de Lujo y la de los 41 pacientes (24 hombres, 12 mujeres y 5 niños) que hasta hace unos días ocupaban los pabellones del psiquiátrico, sino los de quienes lo habitaron temporalmente desde la década de los ochenta, cuando la ciudad no pasaba de ser un rancho grande a los ojos de los forasteros, y distaba de la modernidad de hoy.
El Cesame de Saltillo es uno de tres hospitales psiquiátricos que operan en Coahuila. Hay otro en Torreón y uno más en Parras de la Fuente. Una infraestructura insuficiente para atender a unos 20 mil individuos en la zona que, como el Kalimán de Lujo, padecen de esquizofrenia paranoide, de acuerdo con datos de la OMS. Y la de otros tantos de quienes no hay registro, que existen sin diagnóstico preciso.
HISTORIAS DE SALVAJISMO
En los registros del Centro Estatal de Salud Mental (Cesame), actualizados hasta junio, las 10 patologías más comunes que muestra la condición del nuevo abanico de enfermedades mentales, no sólo en Coahuila sino en el mundo, son:
El episodio depresivo, trastorno de ansiedad, esquizofrenia, trastornos hiperquinéticos (hiperactividad, déficit de atención e impulsividad), trastorno mental por lesión o disfunción cerebral, trastorno bipolar, trastorno mental por consumo de psicotrópicos, trastorno depresivo recurrente, retraso mental o discapacidad intelectual y trastorno de personalidad.
Es posible que más de uno de dichos padecimientos suene familiar. Pero esta identificación sucede desde hace muy poco.
En otros tiempos las personas que padecían un mal de la mente eran torturadas o de plano llevadas a la hoguera.
La doctora Mariana Ibarra, subdirectora del Cesame, echa luz sobre este asunto y explica que hay momentos históricos bastante turbios en los que se da cuenta de la salud mental.
Por ejemplo en la Edad Media –a diferencia de la Grecia antigua en donde a los pacientes se les trataba con dignidad, tocándoles música, bañándolos como en un spa– se les consideraba como poseídos por el demonio.
Si al Kalimán de Lujo le hubiera tocado vivir en aquellas épocas, hubiera estado condenado al encierro perpetuo o, lo que es peor, a morir achicharrado.
“En el Renacimiento se hizo un cambio más humanista, los pacientes fueron tratados con menos agresividad, pero se les relegó”, prosigue la doctora Mariana.
Durante los siglos 17 y 18 se dio el surgimiento de los hospitales psiquiátricos, que no eran otra cosa –expone la doctora Ibarra– que algo así como centros de reclusión en los que los pacientes jamás veían la luz del día, estaban aislados e incomunicados sin posibilidad de salir, no recibían tratamiento alguno y eran sometidos a baños fríos y otros métodos que hoy se catalogarían como tortura.
El cambio de paradigma, dice Ibarra, empieza más o menos en el siglo 19 con el desarrollo de estudios más exactos sobre la salud mental.
Sigmund Freud (1856-1939) y sus sucesores comenzaron a buscar la manera de tratar la mente, más allá de sólo confinar a los pacientes para observarlos.
La evolución en el pronóstico de la salud mental, sin embargo, se remonta a 1950 con la llegada de los medicamentos, sobre todo los antipsicóticos, esos que han permitido que el Kalimán de Lujo haya sanado.
“Antes si tenías un trastorno psicótico, no había nada que te pudieran dar para que se te quitara”, dice Ibarra.
Pero los más grandes avances ocurrieron en los noventa y principios del siglo, con la creación de nuevos medicamentos y mejores pronósticos de la salud mental, como por ejemplo, para enfermedades típicamente crónicas como trastorno bipolar y esquizofrenia.
“El deterioro ya no es tan rápido ni tan agresivo como en otros años”, explica la subdirectora del Cesame. “Ahorita se le toma mucho más en serio, a diferencia de siglos anteriores o años anteriores, en que la gente era considerada como ciudadano de segunda y sujetos a numerosas violaciones de sus derechos humanos y de la dignidad básica”.
A la mayoría de las persona esta explicación médica podría no interesarles, pero a Gerardo de Jesús Ramos Solís, el enfermero en jefe con más años de experiencia del Centro Estatal de Salud Mental, le cambió por completo su ejercicio profesional.
VIAJE A OTROS MUNDOS
Sería imposible recodar, dice, todas las historias que ha conocido en casi 30 años ininterrumpidos de trabajo, más de la mitad de su vida.
Pero hay una que invariablemente platica cuando alguien le pide abrir el diario escrito en las páginas de su memoria.
Es la de un paciente que llegó de Castaños, Coahuila, y que aseguraba ser, nada más y nada menos, que el hijo de Pedro Infante.
El enfermero lo describe como un joven de unos 25 o 26 años, “de esos pelaos rancheros, fuertes. Te aseguraba y te decía que él era el hijo de Pedro Infante y si lo contradecías, ¡no pa qué quieres!, se enojaba, se encabronaba, empezaba de que: ‘yo soy el hijo de Pedro Infante y todos me la pelan aquí’. Se ponía al brinco y empezaba a tirar golpes”.
Fue uno de los primeros pacientes que ocuparon un pabellón en el viejo hospital psiquiátrico, fundado en 1972 justo en la esquina de las céntricas calles de Madero y Murguía.
Su expediente está perdido junto con otros miles en el archivo muerto de la institución. Gerardo sólo alcanzó a rescatar de algún empolvado casillero de su cerebro lo que contaban los familiares de este personaje.
“Decían que desde que estaba en secundaria se la vivía viendo películas y oyendo música de Pedro Infante hasta las 4:00 o 5:00 de la mañana. Por eso se le fue quedando ese delirio. Hay pacientes que se obsesionan tanto… Se sabía todas las canciones de Pedro Infante: ‘Amorcito Corazón’…
Tenía identificadas todas las películas, la de ‘Pepe el Toro…’, se las sabía de cabo a rabo”, dice Gerardo.
Lo mismo que el Kalimán de Lujo, el muchacho aquel padecía esquizofrenia paranoide, trastorno que dentro de la consulta de psiquiatría en adultos del Cesame representa el 12.9 por ciento, respecto de las otras afecciones.
Desde que el tipo arrancherado y fortachón ingresó al área de internamiento, los filmes y canciones del ídolo de Guamúchil fueron vetados por los médicos del hospital, a fin de evitar acentuarle su arraigado delirio.
Los reingresos de este paciente al nosocomio se tornaron cada vez más frecuentes, tanto que no sería una exageración decir que ya formaba parte del inventario.
Cuando conseguían calmarlo a base de antipsicóticos y terapias psicológicas, salía de su mundo y regresaba a la realidad con su nombre y personalidad auténticos.
“Ya cuando se iba de aquí le preguntabas, ¿cómo te llamas? Y contestaba: ‘fulano de tal’. Ya lo de Pedro Infante se le iba”.
Cierto día Gerardo volvió a experimentar esa angustia que sentía cada vez que un paciente nuevo, desconocido, caía al psiquiátrico.
“Los que no conoces te dan miedo porque no sabes cómo van a reaccionar. Inclusive con 29 años de experiencia a mí me da miedo manejar a ese tipo de pacientes porque son impredecibles”, confiesa.
Habían trasladado del penal de Torreón a un señor acusado de asesinar con unas tijeras a su abuelita, después a un primo y luego a una vecina. Todo porque una máquina que, según él tenía metida en su cabeza, se lo había ordenado.
“¡Mátalo, mátalo!, porque si no lo matas te va a matar él a ti”, dice que le decía.
“Oyen la voz como tal, así como me oyes que te estoy hablando, ellos la oyen”, dice Gerardo.
Eso sucedió en un año impreciso para el enfermero, en 1992 o 1993.
El homicida, que era vigilado las 24 horas por un celador, padecía también esquizofrenia paranoide.
Era un obrero alcohólico de unos 50 o 52 años, más bien chaparro, fornido, atezado, bigotón. Nunca sonreía y tenía la mirada fría, de esas miradas que intimidan a cualquiera y hacen bajar la vista, según el enfermero.
“Me daba miedo por lo que decía el cuate. Cuando platicaba con él, le hacía yo la broma de: ‘Oye, no vaya a decir la maquinita que golpeé al enfermero’. Y él decía: ‘No, no, no usted no se apure’. Después agarré la onda y dije: ‘No, me va pegar, ya no le digo nada porque no se vaya a enojar y le diga la máquina que me mate; mata al enfermero’. Yo le decía en broma a ver si se reía. Pero no: el cuate seco, seco, seco”.
Gerardo se impresionó la vez que vio los brazos del hombre con más de 50 cicatrices hechas a punta de navaja. La máquina le ordenaba seguido que se autoflagelara.
“Andaba todo tasajeado, porque la máquina le decía que se hiciera daño”, relata Gerardo aún con resabios de asombro.
Al cabo de cuatro años de internamiento, el chavo de la máquina, como le llamaba en secreto el personal de enfermería, fue dado de alta y devuelto a la prisión de Torreón.
Gerardo jamás volvió a saber de él, pero lo recuerda como uno de los casos que más le impactaron en casi tres décadas de servicio.
Mariana Ibarra, la subdirectora médico del Cesame, aclara, sin embargo, que es un mito que los pacientes con esquizofrenia sean proclives a la violencia, o potenciales asesinos.
“No es más prominente en la población con esquizofrenia que en la sin ella”, afirma.
LA AMENAZA DE LOS TIEMPOS
A mediodía en la Alameda se observan grupos de estudiantes con uniforme de secundaria, que pasean entre los jardines después de haber terminado el ciclo escolar.
Parecen muchachos despreocupados y felices. Pero quizá alguno de ellos vive en su infierno.
Ibarra dice que los trastornos depresivos y de ansiedad están asociados a estresores de la vida diaria, como la sobrecarga de trabajo, los problemas familiares, personales, sentimentales. Dichos factores provocan que los síntomas de los males psiquiátricos se presenten o se agraven. Y un entorno de pobreza y de violencia origina problemas de conducta en los niños y adolescentes que viven allí.
“Ellos aprenden, en este ambiente violento, que la forma de conducirse es la violencia, que la forma de sobrevivir es agrediendo a otros y eso también les crea mucha angustia en algunos casos”.
EL ALIENISTA
La imagen más nítida que guarda Gerardo de su infancia es la de él y sus tres hermanos llenando baños de 40 y 50 kilos con las uvas que les regalaban los choferes de los torton Dina, de la empresa Pedro Domecq, que llegaban de Parras y aparcaban con las tolvas rebosantes en la gasolinera de la colonia Panteones, su barrio.
“Eran góndolas grandísimas de pura uva y venían hasta arriba, bien bonitas las uvas, una uva grandota, morada. Decían los choferes: ‘quítenle toda la uva de arriba porque le voy a poner una lona al camión, voy hasta México y prefiero que se la queden ustedes a que se tire en la carretera’”, recuerda Gerardo con la emoción de quien revive su historia.
Entonces él y sus hermanos empacaban las uvas en bolsas y luego iban a venderlas por las calles a cinco pesos el kilo, y la gente les compraba.
Las vacaciones de verano de Gerardo y tres sus hermanos no eran en alguna playa del caribe, sino en la casa familiar, comiendo uvas hasta saciarse.
Desde la infancia, Gerardo manifestaba su gran espíritu inquieto.
Trabajaba cuidando coches, vendiendo cañas de azúcar, cargando baldes con agua y repintando las inscripciones de las tumbas en el viejo panteón que estaba cerca de su casa, cuando los deudos acudían a honrar a sus muertos.
Una especie de milusos en miniatura, versión saltillense.
Pero el hecho que sin duda significó un parteaguas en la vida de Gerardo fue el descubrimiento de que a él no le asustaba la sangre.
“Que se caía un compañerito y se lastimaba, muchos: ¡ay que la sangre! Yo no”.
En ese tiempo el chaval rondaba los 6 o 7 años. Después, a los 15, era alumno regular de la Escuela de Estudios Técnicos de Enfermería, una de las instituciones con más tradición en la localidad. Desde entonces había alcanzado los 1.90 metros, pesaba unos 88 kilos y tenía los brazos moldeados por el gimnasio de la vida.
A menudo Gerardo se soñaba enfundado en una inmaculada bata de médico, corriendo de aquí para allá por el área de urgencias o de cuidados intensivos de algún hospital, como quien de niño sueña con ser bombero, policía o astronauta.
El padre era el típico obrero saltillense que había entregado los mejores años de su vida a la International Harvester y luego a la General Motors, cuando aquella cerró sus puertas.
La madre fue una secretaria que después de casarse y de que nacieran Gerardo y sus hermanos, renunció a su empleo en un negocio de camiones y maquinaria.
Era la época en la que las mujeres casadas no trabajaban. Se quedaban al cuidado de la casa, los hijos, el marido, el perro.
El dinero escaseaba, así es que Gerardo tuvo que conformarse, por consejo de su padre, con estudiar para enfermero técnico, algo más o menos parecido a la medicina, pero más barato.
Gerardo se había habituado a asistir por las noches a la escuela de enfermería y por el día a laborar en una agencia automotriz, donde ayudaba a bajar los carros de las madrinas y a tenerlos listos para cuando se vendieran.
Mientras los chicos de su edad –tenía entonces 22 años– se iban de rumba los fines de semana, el aprendiz de enfermero la pasaba encerrado en los hospitales, primero en el 2 del Seguro Social y más tarde en el Universitario, acumulado horas de práctica.
Hasta que un día la jefa de enfermeras del entonces Centro Médico Psiquiátrico de Saltillo, que a la sazón dependía del DIF, le ofreció trabajar ahí, por su estatura, dice Gerardo.
Al principio a Gerardo no le gustó la idea. Lo que a él le fascinaba era ver llegar las ambulancias con heridos, bajarlos, atenderlos y estar al pendiente de ellos.
“Me fascina el área de urgencias, de terapia intensiva de los hospitales. Me fascinan los accidentes, no que sucedan, sino ver gente llegar al hospital, me gustaba ver sangre…”.
Nadie lo creería si viera las fotos del álbum familiar donde aparece Gerardo de bebé recostado en la cama, cargado en los brazos de su abuela y jugando en la bañera con su patito de hule.
“Me rentaba para niño Dios”, bromea.
Al fin, y sin pensársela demasiado, el enfermero aceptó el empleo.
Era 1988, y lo que Gerardo vivió en aquel sanatorio nada tiene que ver con el estereotipo del hospital psiquiátrico y sus habitantes impuesto por las películas y novelas gringas de suspenso.
A Gerardo le tocó vivir una realidad que pocos conocen, en una época en la que las personas que sufrían algún tipo de trastorno mental eran casi invisibles para la sociedad y el sistema sanitario mismo.
Aquel era el clásico nosocomio deprimente, montado en un vetusto edificio del centro que antaño había funcionado como oficinas de Gobierno.
Sus salas eran algo así como bodegas sin aire acondicionado ni camas hospitalarias.
“No podías poner un ventilador, no era factible porque al rato te iban a agarrar los pacientes y te lo iban a aventar en la cabeza. La mayoría de las camas eran como de albergue: chicas, cuadraditas, no tenían tambor, sino bases madera”, recuerda.
Las duchas no tenían agua caliente y todas las noches, al comenzar su turno, Gerardo y sus compañeros de guardia tenían que llenar de agua dos cubetas de 20 litros y calentarlas a fuego lento en una estufa.
A la mañana siguiente las vaciaban en dos toneles de 200 litros con agua fría y repartían de a cubeta por paciente para que se bañaran.
A falta de medicamentos antipsicóticos suficientes para calmar a los enfermos que llegaban agresivos, se usaban grilletes, sin que nadie se escandalizara por eso.
“Llegaban pacientes muy violentos, tirando golpes, se te ponían enfrente y ‘a ver, cuántos son, quién es el bueno, quién le va a entrar primero’. Y batallábamos bastante para someterlos.
Duraban hasta 24 o 48 horas bien sicóticos, gritaban, te la rayaban.
El paciente psiquiátrico a veces te confunde con un diablo, entonces se asusta, te tira golpes y te tira golpes a darte bien. Te puede llegar a matar si te dejas o si no te lo quitan, porque es mucha la fuerza que trae”, dice Gerardo.
El enfermero ganaba entonces 150 pesos por quincena. No sabe bien a cuánto equivaldría, si lo pusiera en moneda actual, pero no era mucho, dice, tomando en cuenta el estrés, el desgaste mental y físico que implica trabajar en un hospital como ese.
“Mucho desertaban, decían ‘¿pa qué? Me andan rompiendo la cara, la cabeza, un brazo, por lo que me pagan, pos… no, no’. Se necesita tener mucha vocación”.
No era raro que al sanatorio llegaran pacientes karatecas, policías, boxeadores. Entonces Gerardo pensaba: ¿cómo iba a hacer para someter a un federal de caminos agresivo que había ingresado por adicción a las drogas y estaba preparado en el uso de armas y defensa personal, si él era sólo un enfermero?
Desde de sus primeros días en el psiquiátrico, Gerardo palpó el abandono en que las familias, y acaso el aparato de salud, tenían sumidos a los enfermos mentales.
Continuamente, la indiferencia social se presentaba a las puertas del sanatorio vestida de harapos, con el cabello largo y con rastas; la barba crecida y las uñas largas y sucias, oliendo a excremento y orines añejos.
“Pacientes que tenían hasta 40 días, un mes sin bañarse, que venían bien descontrolados, bien sucios, con el excremento pegado en sus pompas, mal”.
Conforme pasaba el tiempo, Gerardo caía en la cuenta de que aquello que le habían enseñado en sus clases de psiquiatría, cuando estudiaba para enfermero técnico, distaba mucho de lo que vivía en el hospital.
En ninguno de los libros de texto que se había zampado decía qué hacer en caso de que en el nosocomio no hubiera guates ni jabón para asear a los pacientes, mucho menos le habían dado un instructivo de cómo bañar a un psicótico.
La escuela de la vida le había dictado que debía tener a la mano una reserva de bolsas de soriana, o de cualquier otra tienda, un paquete de detergente en polvo y unas vendas para sujetar las manos del paciente y así evitar golpes.
“Me enredaba las bolsas en las manos, me arremangaba mi pantalón para arriba y órale, a bañarse y bien bañados con jabón y si no había jabón, con fab, el del polvo. Los tallabas muy bien con esponja desde arriba hasta abajo, sus pompas, sus partes nobles y todo.
Quedaban al puro centavo”, recuerda.
Como en aquel hospital tampoco había enfermeros suficientes, en ocasiones a Gerardo le tocaba quedarse de noche solo, al cuidado de más de 30 pacientes con distintos padecimientos mentales. Una diferencia notable con lo que vive en el Cesame, donde hay entre 10 y 12 enfermeros en el turno de noche.
“En ese hospital estaba yo solo, pero gracias a Dios no sé si era el trato que les daba, la paciencia, la tolerancia que tenía con ellos, que a veces llegaba y me decían: ‘ah, ¿vas a estar de guardia Gerardo?’. Y yo les decía: ‘sí, lo que se les ofrezca’. Respondían: ‘ah, vamos a dormir tranquilos’. Nunca tuve, que digas, noches horribles”.
Aquel hombre que había soñado desde chico con trabajar en las emergencias y las terapias intensivas de los hospitales, de pronto empezó a tomarle sabor a su profesión de enfermero de psiquiátrico.
“En esto de la enfermería y de la medicina tienes que tener muy buen estómago, porque el bañar a un paciente en esas condiciones, el ver una herida en estado de putrefacción, la piel ya gangrenada… Ha habido compañeros que se andan desmayando o vomitando”.
La prueba de fuego vino un día en que por tratar de someter a un paciente agresivo –un trailero de su tamaño que había llegado de Reynosa– Gerardo cayó con él al suelo y se lastimó la cintura de por vida. Aun así no abandonó el hospital.
“Sí, me gusta bastante a pesar del riesgo que hay”, dice.
El Cesame está lleno de historias de enfermeros y médicos que han perdido una o varias piezas dentales, que viven con un hombro dislocado, que tienen cicatrices por mordeduras u otras lesiones permanentes en el cuerpo.
Eso se llama accidentes de trabajo en un hospital psiquiátrico.
Y aquí fue donde Gerardo conoció al Kalimán de Lujo, un hombre que, en parte, sanó gracias a sus cuidados.
En 1999 el antiguo hospital psiquiátrico, que dependió del DIF hasta 1990 y pasó a manos de la Secretaría de Salud, se mudó a un moderno edificio de las calles Martín Enríquez y Juan de O’Donojú, en el sector Virreyes Colonial, bajo el nombre de Centro Estatal de Salud Mental (Cesame).
Aquí ya había salas con clima y camas de hospital, duchas con agua caliente, guantes, jabón, medicamentos antipsicóticos, más enfermeros y se habían sustituido los grilletes por sujetadores especiales.
“Está bonito el hospital comparado con aquel”, dice Gerardo.
Lo único que no cambió fue esa fascinación que siente cada vez que cruza la entada del psiquiátrico, su escuela de vida.
“A mí me sigue fascinando. Todas las mañanas me levanto con la idea de venir a trabajar con ganas”, dice. Y cualquiera que lo escuche, le cree.
10 patologías más comunes:
Episodio depresivo, trastorno de ansiedad, esquizofrenia, trastornos hiperquinéticos, trastorno mental por lesión o disfunción cerebral, trastorno bipolar, trastorno mental por consumo de psicotrópicos, trastorno depresivo recurrente, retraso mental o discapacidad intelectual y trastorno de personalidad.