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Una vida. Una muerte.

Extraño hombre era en verdad aquel. Tendero, su tienda era una de aquellas antiguas tiendas saltilleras, de la esquina.

A pesar de los Oxxos y del super todavía quedan muchas. Cada barrio tiene la suya; rara es la calle donde una no se encuentra. Ahí se consiguen las cosas de todos los días: la Coca; el aceite; la cebolla, el tomate y el arroz. Aquel hombre vendía lo de entonces: manteca, pan de azúcar, cafiaspirinas. Otras cosas vendía más secretas: los cazadores —entonces había más que ahora— iban a comprarle las balas para sus rifles .22, qué el vendía en forma clandestina, pues tal comercio estaba regulado y nada más los armeros con permiso, como don Pedro G. González, en la calle de Hidalgo, o don Edmundo Dávila, de “El Caballito”, por la vieja calle de Carranza, podían vender armas y parque.

Aquel hombre vivía en la trastienda, un cuarto oscuro y sin ventilación. Era soltero. Tenía una hermana que lo ayudaba en las faenas de la tienda. Esa hermana vivía también en el cuartucho. Las vecinas se hacían lenguas de tan extraña situación, y murmuraban cosas que ponían escándalo en las más pacatas.

Tenía amigos el tendero. Todos eran más jóvenes que él, muchachos que andaban por los 20 años, mientras él era ya un cuarentón. Aquellos muchachos no tenían dinero; pero él sí. Los invitaba entonces a ir, por su cuenta, a la zona de tolerancia, que estaba entonces en las calles de Terán, en pleno centro de la ciudad, a dos o tres cuadras de la Catedral. Los invitaba, les pagaba la bebida, y les daba dinero para que bailaran con las muchachas. Él no bebía ni bailaba. Toda la noche se la pasaba con una cerveza; miraba bailar a sus amigos con las daifas, y una extraña sonrisa aparecía en sus labios. También, a veces, les pagaba una mujer. Lo único que demandaba a cambio es que los muchachos le contaran lo que habían hecho con la daifa: la manera de actuar de la pupila; aquellas caricias especiales... Eso lo satisfacía enormemente; en eso se gastaba su dinero. Jamás se supo que él mismo tuviera trato con las prostitutas; tampoco procuró cercanía que pudiera dar lugar a maledicencias con alguno de los muchachos a los que convocaba. 

Nunca se dijo de él que fuera homosexual; sólo que era raro. A nadie se le ocurrió tampoco calificarlo de degenerado: la gente se manejaba entonces con muy poquito Freud, y eso hacía que las cosas fueran menos complicadas. Ahora ya ni siquiera un puro es simplemente un puro.

Iba envejeciendo aquel hombre. Se casaban sus amigos, y él se buscaba otros para invitarlos a Terán y gozarse en el relato de sus amores de prostíbulo.

¿Qué fue de ese hombre? No lo sé. Un día que vine de vacaciones a Saltillo su tienda ya no estaba. 

Pregunté y nadie me supo dar razón de a dónde se había ido con su hermana. Me acuerdo de él como de una extraña sombra que ni siquiera dejó sombra. Quienes lo conocieron y lean esto lo recordarán, y sabrán de quién he hablado aquí.