Una mirada con kohl en el Sahara marroquí
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Una mirada con kohl en el Sahara marroquí
A Hassan
Los pasos le llevaron a preguntar más allá de la elevada duna roja. En compañía llegaron sus pies a la mina donde un hombre joven y otro maduro, empolvados, tomaban un descanso. El más joven volvería a entrar, ayudado por una soga, a los hoyos en la tierra. Hoyos profundos y en picada a donde iría de nuevo a extraer galena, ese mineral con el que se hace el kohl en algunas partes de Oriente, Asia, África para evitar el brillo de los rayos del sol sobre los ojos.
Dos vasos de cristal, opacos, pequeños, para el té, lucían acomodados en el suelo de arena y tierra gris. A un lado el botellón plástico envuelto por una tela sucia, dejaba ver que allí había habido agua.
Miraba los ojos del joven; por ser mujer y extranjera en compañía de otro hombre, evitaba mi mirada. Él también traía kohl en su mirada, pues también se usa en cierta medida para eliminar dolencias oculares hace más de 3 mil 500 años. Lo más difundido es que se utiliza para embellecer la mirada de mujeres y hombres. Lo cierto es que tiene propiedades bactericidas. Belleza y protección.
Es un trabajo inseguro, de horas, pagado por costales extraídos. Desde ese territorio marroquí sale a España o a Egipto entre otros sitios. Es distinto ver esos diminutos frascos de vidrio llenos de galena molida con un palillo para aplicarlo debajo de los ojos a ver el mineral entero brillante, con sus dosis de plata, cobre o antimonio. Y más, bajo un cielo mudo que ve cómo los hombres cavan en el vientre de la tierra.
Ahora, de vez en vez, cuando uso kohl debajo de los ojos, recuerdo como una flecha en tiempo presente, la única mirada que el hombre joven me concedió a través de la cámara fotográfica: una mirada clara, de curiosidad. Una mirada con docilidad, de un hombre que se sabe obediente a su trabajo y apaga cualquier charla con el recuerdo de extraer lo necesario para su paga. Ahora tendrá 18 o 19 años.
Puedo imaginar distintos escenarios para el joven, pero esos no le competen ni a su juventud, ni a su verdad, ni a su lugar allá en Merzouga.
Escribir es la ficción más mentirosa en su avance honesto. Desde las grafías que planto en la hoja electrónica, puedo decir, sin afectar su vida que avanza como un sol naciente, que escucho los dírhams sonando abundantes en sus bolsillos y algunos rollos en papel.
Como en ese sitio no se necesita mucho para ser feliz -eso me dijo Hassan-, lo veo entrar en un riad y conversar con otro hombre, tomar un té al filo de la noche. Los escucho armar algún negocio que le permite ir a los campamentos nocturnos donde se intercambian mercancías y se compran víveres.
Allí, donde es el único momento en el que hombres y mujeres conviven en forma más libre, sin tanta supervisión materna, veo que ha encontrado a una mujer. Que cierto es que vivir en con uno mismo en soledad es natural, pero lo es más, compartir esa soledad frente al cielo mudo y al abismo de la mina, con la mirada de una mujer esperando.