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Una fiesta muy costosa

Los juegos olímpicos son solo el reflejo del status quo, del orden mundial vigente, de la distribución geográfica de la riqueza

Imagínese lo que es no tener dinero (bueno, aunque eso no constituya ningún reto para la imaginación).

Pero además de estar, como se dice vulgarmente, en la vil chilla, resulta que está usted obstinado (emperrado, dijo aquel) en ofrecer una opulenta fiesta para un montón de gorrones que ni siquiera son su amigos.

Ya cambia la cosa, porque no es vergüenza ser pobre, pero pobre y dispendioso, es señal axiomática de mentecatez.

Así que, como buen padre de quinceañera empeña hasta el apellido con tal de apantallar como anfitrión. Hermosea la casa, amarra al perro y disimula todas las carencias; arregla los desperfectos que puede y los que no, nomás los esconde, como quien coloca un cuadro para tapar una horrible grieta en la pared.

Pasa que ni siquiera el respeto que buscaba ganarse como organizador de la fiesta le llega jamás y es que durante los días previos al pachangón se convierte en la comidilla de todos los invitados quienes divertidos cruzaban apuestas sobre si podría usted con el paquete o acabaría por reconocer su estrechez aventando la toalla.

         Y así pasaba las de Caín mientras sus vecinos lo agarraban de su botana, no obstante recibieron su invitación con una sonrisita sardónica y confirmaron su puntual asistencia, al menos la mayoría, porque hubo otros que avisaron a la mera hora, justo cuando pensó que ya había completado de platillos.

         Tras una serie de privaciones y penurias impuestas a su familia, se llega el día. Todos bañados y estrenando, listos para recibir a la palomilla.

         La recepción se mantiene a flote con bastante decoro, aunque usted no está seguro si va a completar de sillas si quiera. Pero todos amables, todos sonrientes, mas no podría decir con certeza si están contentos de verdad, si están siendo amables o son gestos hipócritas, pero usted hace mucho que anda en piloto automático.

La concurrencia que se ha dignado a honrarle con su presencia es variada y pintoresca: Hay invitados de rancio abolengo y otros que nomás lo presumen; los popof y los de rompe y rasga; hay gente encantadora y los auténticos mala copa; hay quienes van honestamente buscando pasar un buen rato y otros que nomás van por el qué dirán. Los más modestos están encantados y fascinados de hecho con la casa, no obstante es de interés social y nomás tiene un baño, mientras que los más pudientes llevaron en secreto su propia cena, no vaya a ser que se enfermen.

         La fiesta (digo, por si no se ha percatado) se llama Juegos Olímpicos y el atribulado anfitrión es el país sede, Brasil.

          Los Juegos Olímpicos, es cierto,  no están exentos de escándalos, politiquerías e incluso tragedias, aún así prevalecen como la mejor excusa para una convivencia civilizada, o algo parecido, entre el grupo más heterogéneo y representativo de humanos que se pueda reunir.
Empero, en un mundo en el que la mayoría de los países no ha sabido responder a las necesidades básicas de sus habitantes, no deja de ser cuestionable el imponerse cargas tan pesadas como la organización de unos Juegos o una Copa del Mundo.

Para colmo, es la celebración de las justas más injustas imaginables. Sí, quizás en 30 o 50 años estaremos aún comentando que vimos correr a Usain Bolt, o que atestiguamos cómo el tritón de agua clorada, Michael Phelps, se alzó con más medallas de oro de las que han conseguido la mayoría de los países (incluyendo a México) en toda la historia de los juegos modernos. 

Y por supuesto, hay casos inspiradores, historias de lucha y esfuerzo que merecerían inscribirse en piedra para ser recordadas y sirvan de ejemplo a través de las eras. Sin embargo, en la mayoría de las competiciones (que no competencias, como bien apuntaba el maestro J. J. Arreola), cuando no se imponen factores étnico-genéticos, lo que termina por triunfar no es precisamente el lema del espíritu olímpico (citius, altius, fortius), sino que se impone la ley del más rico, el mejor comido y el más organizado.

         Los Juegos Olímpicos son sólo reflejo del status quo, del orden mundial vigente, de la distribución geográfica de la riqueza. Es decir: Cuando un puñado de países han fincado su imperio y poderío en el colonialismo, el saqueo y más recientemente en la intervención, la invasión y la ocupación ilegítima, es obvio que van a adjudicarse todo el glorioso oro, la mediocre plata y el vergonzoso bronce (Los Simpsons dixit).

De hecho, cada medalla que no consiguen los miembros de este selecto círculo de países hegemónicos es una dura cachetada a su orgullo, ya que tienen los medios para adjudicárselas absolutamente todas pero, como dijimos, de vez en cuando podemos ver  efectivamente cómo se alza el espíritu humano por encima de cualquier circunstancia política.

Nuestros fracasos aztecas obedecen, sin duda, en gran medida, a la corrupción que hemos aceptado como sistemática, pero para mí no deja ésta de ser, al menos en parte, consecuencia del mismo fenómeno global (quizás, si no estuviésemos histórica y permanentemente desposeídos por un temible masiosare, no nos trataríamos de chingar todo el tiempo unos a otros).

En fin, disfrute lo que queda de esta celebración o póngase a ver Netflix, que tampoco es obligatorio estar escuchando el himno de EU cada 15 minutos como si fuera el nuevo “We Are The Champions”, recordándonos lo injusto, inequitativo y disparejo de este mundo matraca, en el que encima de todo, los pobres tienen que echar la casa por la ventana y organizar la fiesta para que las potencias vengan a humillarlos y a hacer alarde de esa supremacía ganada con sangre.

          Y a propósito de la fiesta, cuando ya estaba ésta muy avanzada, el anfitrión se encontró por allí en un rincón a uno de los invitados, eliminado ya y muy borracho, llorando y balbuceando desconsoladamente.

         Era México. Brasil quiso saber qué le ocurría: “Vamos, no te tomes tan a pecho lo del medallero, que no es para tanto”, trató de consolarlo.

         “Es que yo también tuve la ocurrencia de organizar unos Juegos y un Mundial consecutivos, hace más de 40 años”, contestó sollozando el País de las garnachas. “¡Y todavía no acabo de pagar los pinches Juegos Olímpicos!”.