Una bella oración

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Una bella oración

Hallé en un antiguo libro una hermosa plegaria. Oraciones de inefable belleza tiene el catolicismo. El Padre Nuestro, desde luego. Común a todos los cristianos, es la oración que Jesús nos enseñó. Pero además hay oraciones propias de la religión católica: el Ave María; la

Salve; aquel rezo mariano de los primeros tiempos de la Iglesia: “Bajo tu amparo nos acogemos, oh, Santa Madre de Dios...” y otras que no son parte del canon, pero que tienen también hondura, como la que se atribuye a San Francisco de Asís, y que tantas cosas dice en su simplicidad: “Señor: hazme instrumento de tu paz...”.

Esta oración que hallé es un himno. En la Liturgia de las Horas se canta en la hora prima, es decir, a las 2 de la mañana. El ritual prescribe la forma en que debe cantarse: “Los adoradores, forman dos coros. El primero corresponde al lado del Evangelio; el segundo al lado de la Epístola...”.

He aquí los dos textos, latino y castellano, de este himno. Aunque las palabras en latín no se acentúan gráficamente, pongo el acento escrito para indicar la forma de su pronunciación.

Iam lucis orto sídere,  / Deum precémur súplices / ut in diurnis áctibus / nos servet a nocéntibus.
Linguam refraenans témperet, / ne litis horror ínsonet: / visum fovendo cóntegat, / ne vanitates hauriat.
Sint pura cordis íntima, / absistat et vecordia: / carnis terat supérbiam / potus cibique párcitas.
Ut, cum dies abscéserit, / noctemque sors redúxerit, / mundi per abstinéntiam / ipse canamus gloriam. Ámen.

        
La traducción castellana que en ese libro viene es un poema:
 
Ya el astro rey se eleva, / adoremos a Dios de rodillas / y supliquémosle que en los actos del día / nos guarde del pecado.
Que ponga saludable freno a nuestro lengua / para que no prorrumpa en palabras de discordia, / y velo a nuestros ojos / para preservarlos de la vana curiosidad.
Que sean puros los afectos del corazón / y aleje de nosotros la malicia, / y que la templanza en la comida y la bebida / reprima el orgullo de la carne.
Para que al atardecer del día / y volver de la noche, / purificados por habernos abstenido de las cosas mundanales, / cantemos de nuevo un himno a Su gloria. Amén.

 
Imagino un coro de monjes enclaustrados que cantan este himno en la penumbra de una capilla iluminada sólo por el tembloroso resplandor de una candela, y cada palabra de la oración adquiere más belleza y mayor profundidad. Cosas son estas de los hombres que nos acercan a Dios.Armando Fuentes Aguirre