Usted está aquí

Un fantasma

Un adverso destino persiguió a don Manuel de Mier y Terán toda su vida, hasta que él mismo se procuró la muerte. Quebranto tras quebranto, un infortunio después de otro, fueron doblegando la recia voluntad de aquel hombre que pareció haber nacido tan sólo para el sufrimiento.

Vio la primera luz en la ciudad de México, en 1789, y ya de niño sintió vocación por la vida militar. Muy joven participó en la guerra de Independencia. En ella llegó a alcanzar el grado de coronel. Luego, triunfante el movimiento, fue Ministro de la Guerra al lado de don Guadalupe Victoria, primer Presidente de México. Se encumbró de tal modo que algunos llegaron a considerar que sería alguna vez, él también, Presidente de la Nación.

Apariencia, todo era apariencia. Los visibles buenos éxitos de don Manuel brillaban sólo para los demás. En él pesaban más los dolores de sus fracasos militares: su salida de Silacayoapan, en Oaxaca, al ser sitiado por los realistas; su rendimiento en Tehuacán. Y pesaban también sus derrotas políticas: su pobre actuación al poner trabas al Congreso que declaró la Independencia, el rechazo de los caudillos de la guerra cuando quiso proclamarse capitán principal de la insurgencia.

Todo eso agrió su carácter y lo hizo proclive a bruscos arrebatos de cólera, y luego a profundos estados de abatimiento y depresión. Por dificultades personales con Victoria hubo de renunciar a su título de Ministro. Ocupó luego cargos de poca importancia, al menos si se les compara con los otros que ya había tenido. Hizo una nueva, efímera incursión en los quehaceres de la guerra, y en uno de tantos enfrentamientos que siguieron a la consumación de la Independencia realizó una campaña en Tamaulipas, donde otra vez fracasó al intentar la toma de Tampico. Se retiró a Padilla, donde ocho años antes había sido fusilado Agustín de Iturbide. Ahí se alojó en la hermosa Casa de Gobierno, de majestuosa estructura y belleza singular. En sus habitaciones se encerraba don Manuel, dolido y contristado. Se le oía andar pausadamente de uno a otro lado de su alcoba; lo miraban luego andar solo por los extensos corredores, salir al huerto vecino y detenerse a contemplar el cielo. Un día se alejó don Manuel por el camino y se internó en un ameno bosquecillo en las afueras de la población. Cuando las horas pasaron sin que regresara, sus ayudantes lo fueron a buscar. 

Hallaron su cadáver al pie de un frondoso árbol. Don Manuel se había suicidado. Tomó su espada, y haciendo un esfuerzo sobrehumano se la clavó en el pecho. Cuscó con la punta el corazón y se lo traspasó en medio de dolores crudelísimos. Con esos dolores acabó su vida de dolor.

Hace algún tiempo fui a Padilla -a lo que fue Padilla- en excursión de pesca. Ahí está la Presa “Vicente Guerrero”. Cuando ese embalse fue construido y sus aguas subieron, la antigua y prestigiosa ciudad quedó cubierta. Pasé en la lancha, en muda soledad, por sobre sus restos. A la caída del sol se veía nada más, sobresaliendo de la superficie, aquella Casa de Gobierno que albergó el sufrimiento de aquel hombre atormentado por sí mismo. Todo ha pasado. 

Todo quedó bajo las aguas del olvido. Terso el lago como un espejo silencioso, bruñido por la naciente luna que salía, de pronto un pez de plata rompió las aguas y cayó luego formando círculos concéntricos que fueron a morir en el costado de mi pequeña embarcación.