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Un duelo con máquinas de escribir: el nuevo espectáculo literario
“Escribir a máquina es como montar en bicicleta”, dice Pablo Martín Sánchez, autor de El anarquista que se llamaba como yo (Acantilado, 2012), la biografía de un hombre que además de compartir su nombre, trabaja en una imprenta de París, mientras teclea en una Triumph Contessa de color naranja. A su lado, Jordi Puntí hace lo propio en una Olivetti azulada. Es el autor de “Canòdrom”, un relato que evoca una Barcelona que ya no existe.
La que sí existe es esta: bilingüe (como mínimo) y con librerías cada vez más inquietas. Anna Maria Iglesia y Álvaro Colomer, con disfraz para la ocasión de agitadores culturales, han organizado cuatro duelos de parejas de escritores en las librerías Nollegiu y Malpaso. Duelos a máquina. Este es el primero. Se trata de dejar entre paréntesis las computadoras cotidianas y recuperar -porque todos los invitados son cuarentones- la mecanografía con que se iniciaron en la creación literaria.
“He comprobado en vivo que los escritores, estando incluso en una librería donde la gente entra y sale y donde los clientes también les interrumpían con sus preguntas, son capaces de abstraerse y meterse completamente en su creación”, dice Colomer. Lo más interesante es que todo queda como un rastro en el papel, comenta Iglesias y añade: “Al utilizar una máquina de escribir, cualquier error o modificación queda registrado y visible en un documento que es único y tangible”.
En nuestra época de lenguaje código y de cookies, esta extravagante invitación, al tiempo que hace pública, teatral, una performance por lo general íntima, secreta, recupera una tecnología que hemos aparcado de nuestras vidas. No es la primera vez que un escritor escribe en público. Durante las últimas décadas, en claves distintas, esa aparición (“The Writer is Present”) se ha ido repitiendo sobre todo en galerías y museos de arte contemporáneo.
Este año se cumplen diez, de hecho, desde que naciera en Buenos Aires el jam de escritura, una iniciativa de Adrián Haidukowski que consiste en poner en escena a escritores con ordenadores portátiles, que crean en directo acompañados por un DJ mientras se proyecta en una pantalla lo que va brotando de sus dedos. “El jam logró ser una marca registrada, recuperó espacio público, llegó a universidades, a ferias internacionales, a México y España, tuvo impacto social”, me cuenta. “El público sigue saliendo de cada presentación, entusiasmado, flasheado por lo que acaba de ver, de leer, sale con ganas de ponerse a escribir”.
Pero el gesto cobra ahora otro acento con la máquina de escribir y el contexto de la librería. El escritor gallego Suso de Toro, curador del proyecto de la Numax de Santiago de Compostela en que se han inspirado los duelos de Barcelona, lo dijo claramente: se trata de “volver a hacer una cosa”. Un objeto. Tratar de volver a capturar el aura que se nos escapa constantemente con los e-mails, las fotografías digitales, los filtros de Instagram. El aura que, cincuenta años después de la muerte de Walter Benjamin —en los años 80 y 90— todavía podíamos tocar en las hojas que salían del carrete, en las copias que hacíamos con papel de calcar.
Al día siguiente paso por Nollegiu y Xavier Vidal, el librero, me regala ambos relatos focotopiados. Para mi sorpresa, tanto en el texto de García como en el de Puntí tienen importancia los recuerdos personales, los títulos de canciones, las casualidades y la cerveza. Pese a Periscope y Facebook, seguimos presentando los libros de papel en lugares donde nos damos dos besos o un apretón de manos y donde nos sirven una copa de vino o una caña.
Librerías llenas de cosas. Espacios de reconexión donde tantas horas de tecleo pixelado finalmente cobran sentido.