Un domingo en la tarde

Usted está aquí

Un domingo en la tarde

He recordado por estos días a don Cipriano Briones Puebla, llamado “Tata Nicho”. Fue mi jefe de redacción en El Sol del Norte, periódico que el coronel García Valseca puso en Saltillo, y que ya desapareció. Sin conocer a Tata Nicho yo lo conocía ya desde niño, pues mi padre era devoto lector del vespertino regiomontano El Sol, y ahí publicaba él su columna “A través de mi cristal”, un divertido recuento de las pequeñas cosas de la vida.

Don Cipriano era un amable personaje. En su juventud había tenido humos de torero. Fue un excelente aficionado práctico. He aquí una anécdota de su vida. La empresa de los hermanos Rodríguez, que manejaban salas de cine, carpas, teatros y otros espectáculos, organizó una corrida de toros en Monterrey. Sus propios empleados lidiarían a los cornúpetas. Salió un peligroso marrajo que hablaba hasta latín y cuyas astas llegaban al último tendido. El aficionado que debía hacerle faena a aquella bestia se abstuvo prudentemente de enfrentarla. Entonces un muchachillo flaco, un niño casi, saltó al ruedo en calidad de espontáneo. Ante el público, que contenía la respiración, le hizo a aquel toro un faenón y lo mató entre el delirante entusiasmo de la muchedumbre. Aquel torerillo se llamaba Lorenzo Garza. El prudente aficionado que le abrió las puertas de la inmortalidad era Tata Nicho.

A don Cipriano Briones Puebla le gustaban las cosas buenas de la vida. Escribía con atildamiento de académico. Cada noviembre publicaba una revista de calaveras que le dejaba buenos centavitos. Era trabajador, y muy metódico. Su familia estaba en Monterrey -esposa y una hija-, y él vivía aquí en una casa de huéspedes por la calle de Victoria. Nada más iba a ella a dormir, pues todo el tiempo se lo pasaba en el periódico. Era de aquellos jefes de redacción cuyo mundo se reducía a su trabajo.

Tenía el señor Briones un pequeño detalle de coquetería: se pintaba el pelo. Entiendo que su hija tenía un salón de belleza -así se llamaban las salas que ahora son conocidas como “estéticas”-, y ella se encargaba de la semanal operación consistente en teñirle el pelo a su papá. A veces pasaban dos o tres semanas sin que don Cipriano pudiera ir a Monterrey, y entonces se calaba hasta las orejas una boina a fin de que nadie pudiera ver las blancas raíces de su pelo.

Pero esos son detalles que a cualquiera se pueden perdonar. Lo importante es que Tata Nicho era un excelente escritor. Para mí fue un gran maestro. Tenía una frase sapientísima que hasta hoy me sirve de consuelo cuando cometo una burrada periodística, acción que en mi caso es cotidiana. Metía yo una pata descomunal, y me afligía mucho. Entonces Tata Nicho me consolaba en tono paternal:

-No se apure, Armando. Las verdades y las mentiras periodísticas duran 24 horas.

Esa frase deberían apuntarla quienes dan demasiada importancia a las cosas que escriben en los periódicos. O quienes las leen.

Don Cipriano Briones Puebla me escogió como su interlocutor. Y es que compartíamos varias aficiones: la de los toros, desde luego, terreno en el cual él era un sabio y yo un villamelón; el teatro, pues él había sido constante espectador, y vio a las grandes figuras de la escena; la zarzuela, que él conocía como pocos... Todas las tardes, a las 6 en punto, suspendía Tata Nicho su trabajo y me invitaba a suspender el mío. Nos íbamos caminando hasta el inolvidable café Élite de Chuy Martínez, por la calle de Aldama, y ahí tomábamos café y platicábamos largamente. Más bien, él platicaba y yo lo oía. Aquello fue para mí una cotidiana cátedra de vida. Y también de periodismo, que de vez en cuando algo tiene qué ver con la vida.