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Un dilema moral
La semana pasada, durante una conferencia de prensa matutina, una reportera pidió al Presidente su reacción a la investigación del equipo de periodistas que encabeza Carlos Loret sobre la asignación de contratos millonarios a empresas vinculadas con una prima hermana de López Obrador. Como otros reportajes de otros periodistas durante este gobierno y los anteriores, el trabajo de Loret parte de información recabada mediante solicitudes de transparencia. Nada tiene que ver la opinión ni la personalidad ni la trayectoria del periodista: son hechos, y nada más. A los hechos revelados por Loret y sus compañeros, el Presidente respondió con burlas y descalificación. “¿En dónde salió esta información?”, preguntó López Obrador, con ese histrionismo socarrón que ha adoptado. Cuando la reportera le informó que se trataba de una investigación de Loret, el presidente continuó con su performance. “¡Ah, no!” dijo, y empezó a aplaudir. “Muy objetivo. Muy profesional”.
Varios de los periodistas presentes rieron de buena gana. Se equivocan. El momento revela una dinámica que de simpática no tiene nada. Al burlarse de la investigación del equipo de Loret e intentar alejar el debate de las revelaciones periodísticas para llevarlo al descrédito del periodista, López Obrador incurre en un atentado evidente contra la libertad de prensa. Gracias al Presidente de México, el periodista que lo investiga se convierte en adversario, sospechoso de operar con intenciones aviesas.
Esta dinámica es tan contagiosa y tóxica que incluso encontró eco en la surrealista aclaración de Pemex, en donde la empresa reconoció que la investigación era fidedigna y al mismo tiempo atribuyó motivos siniestros al trabajo del equipo de Loret. “Algunas notas periodísticas que dan cuenta de estos contratos responden a una clara intención de dañar la reputación del gobierno. Desdeñan avances significativos y magnifican escándalos”, dice Pemex. Esto no es verdad. A menos de que se demuestre lo contrario con evidencias, no con descalificaciones desde el poder, ningún periodista revela abusos para dañar al gobierno en turno. Lo hace porque es su deber, gobierne quien gobierne. Es culpa del gobierno, no del periodista, si el descubrimiento resulta en un daño a la reputación de quien ha incurrido en esos abusos.
Cuando otros reporteros revelaron escándalos, abusos o conflictos de interés de gobiernos anteriores, los periodistas encontraron en López Obrador a su más afanoso promotor. López Obrador celebró –con toda razón– el histórico trabajo del equipo de Carmen Aristegui sobre la Casa Blanca. Lo hizo también con el periodismo crítico del New York Times frente al propio Peña Nieto, además de reconocer el trabajo de Reforma en su investigación sobre la propiedad de Luis Videgaray en Malinalco. No sólo eso. López Obrador fustigó públicamente a los medios que, a su juicio, no cubrieron apropiadamente las revelaciones de Aristegui. Es decir: cuando el trabajo de periodistas críticos servía para revelar los abusos de gobiernos previos, López Obrador no solamente reconocía su importancia, sino que exigía su amplia difusión. Ahora, que el periodismo se ha concentrado en revelar los abusos de su propio gobierno, el Presidente ha súbitamente extraviado su predilección por el periodismo crítico para reemplazarlo con el acoso sistemático a cualquiera que se atreva a investigarlo o cuestionarlo. Como ocurre con la democracia –que sólo le ha parecido legítima cuando el ganador ha sido él– el periodismo sólo le parece válido, legítimo y digno de reconocimiento cuando le sirve a él. Cuando no, sólo merece sorna y agresión.
Es una contradicción moral, una más en una lista larga.