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Un cuento de ayer

Vivía en el campo, a orilla del camino, un hombre avaro casado con una mujer tan mezquina o más que él. Piedras de machucar muertos eran los dos. Como se dice de aquellos que no dan ni los buenos días siquiera.

Una vez un joven caminante que sabía la fama de los viejos, pasó por el lugar. Se acercó a conveniente distancia de la choza de los miserables, y sin decir palabra juntó un poco de leña, encendió una pequeña hoguera, y luego con mucha cortesía llamó a la puerta de los agarrados, que lo habían estado viendo desde la ventana.

-Si buscas que te demos de comer, no hay- le dijeron casi a una misma, áspera voz antes de que él dijera una palabra-. 

-Yo traigo mi comida- contestó el joven asombrando a los dos vejetes que lo veían muy vacío de manos-. Les pido sólo un jarro para cocinarla.

Se lo prestaron, gustosos de no tener que darle nada. Y desde la ventana lo siguieron viendo. Lo vieron escoger unas piedras, lavarlas luego cuidadosamente en el arroyuelo que por ahí corría, meterlas en el jarro con agua y poner luego el jarro sobre el fuego.

Se miraron los dos sin entender, y se llegaron al muchacho con gran curiosidad.

-¿Qué haces? -le preguntaron-

-Ya lo ven ustedes -respondió aquél- Cocino estas piedras para mi comida.

-¿Pero es que las piedras se comen? -le preguntaron entre asombrados y burlones

-No todas, pero algunas sí. Y son muy sabrosas.

Así les dijo el joven, meneando con una vara su extraño cocimiento. Suspensos quedaron los avaros, y muy interesados. Si aprendían a cocinar y comer piedras ¿cuánto no podrían ahorrarse? De sus cavilaciones los sacó el muchacho:

-Naturalmente, saben mejor si se les pone un poco de sal.

Se la trajeron, ¿Qué era un poco de sal? Y si se añaden hierbas de olor, añadió el joven, mejoran más aún. Las hierbas le trajeron que al fin no valen nada, o poco: yerbabuena y cilantro. Continuaba el hervor, y continuaba el muchacho meneando su olla singular. Avidamente seguían los viejillos los preparativos, para aprender el guiso y poder así vivir en adelante nomás de comer piedras.

-Para que sean como manjar de príncipes -les dijo el joven-, nada mejor que echarles algunos trozos de carne, longaniza, tocino. Y si se les pone garbanzo y arroz, todavía mejor.

Ansiosos por aprender a guisar piedras los avaros le dieron todo al joven. Terminó él de cocinar, pidió una cuchara, y muy a su placer se puso a comer la carne, la longaniza y el tocino, los garbanzos y el arroz.

-¿Y las piedras? -preguntan los vejetes-

-Esas se tiran -les contestó el muchacho-, Y diciendo y haciendo las tiró.

-Entonces ¿de qué sirven? -volvieron a preguntar los dos viejillos-.

-De mucho, -les explicó el muchacho- Sin ellas ¿habría podido comer yo?.

Entendieron la burla los avaros y quedaron muy corridos. Y colorín colorado, como dicen. El cuento lo escuché yo de mi padre. No sé si sea universal o si es joya de nuestro folklore. Es sabroso de cualquier modo. Y para disfrutarlo no hay que ponerle piedras.