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Un borrador pandémico
Ha llovido hoy por la tarde. Lluvia de mayo. Pero ni una hora de tupidas saetas de agua han podido llevarse la soledad, la sensación de abandono y vulnerabilidad.
Escucho a innumerables personas lamentarse del “encierro” al que han visto “confinadas” debido a la pandemia, pero no logro entender la razón de las quejas, habiendo tantas cosas qué hacer en la casa y en la vida.
Vivimos doliéndonos de la falta de tiempo, y ahora que muchos lo tenemos, no sabemos qué hacer con esa relativa y –espero que- pasajera libertad. No cabe duda: la naturaleza humana es compleja.
En el caso de este escribiente, el asunto es simple: si la melancolía no lo postra durante horas y horas en el féretro de la cama, muchos pendientes lo asedian: desde poner un poco de orden en sus cosas hasta aprender a manejar plataformas digitales y más.
El orden de las cosas cotidianas es tan misterioso como la condición humana. Los libros, por ejemplo, que parecen reproducirse como conejillos; saltan de un lado a otro y no terminan de hallar el lugar adecuado.
Y sólo menciono una de los muchos asuntos pendientes que es inminente atender, dadas las circunstancias y la vida vivida. Supongo que algunos se quedarán así, suspensos, el día que me vaya de aquí. ¿Alguien se ocupará de ellos? No quiero pensar en eso: siempre me ha resultado odioso el hecho de dar molestias a mis congéneres.
Alguien tendrá que abrir cajas y seleccionar lo que debe echarse a la basura y lo que debe quedarse ¿dónde?, ¿con quién? Los diarios íntimos que han venido redactándose desde hace décadas serán leídos por personas que harán sonrojar a un cadáver.
Hay que darse prisa y establecer prioridades. Las cuestiones administrativas, por así decirlo, deben atenderse lo más pronto posible. Los libros y los documentos… Lo primero que es necesario hacer: destruir esos diarios.
Nadie tiene el derecho de meter sus narices en la vida privada de alguien que ha pasado por el mundo como una sombra, y que, de hecho, es una sombra, como cualquier mortal. “…Sombra de mi bien esquivo…”, escribió Sor Juana, pero ella se refería al amor apasionado.
Esta inesperada (¿inesperada?) tempestad me ha llevado del hundimiento a una actividad casi frenética. Ignoro si algo han tenido que ver los paraísos artificiales… De la lánguida acidia paso –o debo pasar- a la motricidad y a la alerta perceptiva e intelectual: no puedo darme el lujo de la indolencia.
Eso sí: para ello es indispensable atravesar un mar de “memes” en la pantalla del teléfono celular. Graciosos unos, alarmantes otros: todos me mantienen en contacto con “el exterior”, aunque muchos de ellos parecen más bien obstáculos que me impiden llegar a donde quiero.
Pero, después de las tareas domésticas y profesionales, ¿dónde está ese lugar al que deseo llegar? ¿Y pensándolo bien, se trata de un lugar o de un “estado”?
No, no es “un lugar”. No ocupa un lugar en el espacio. No es un ente “extenso”, como diría un filósofo medieval, o renacentista incluso, siguiendo el pensamiento de algún griego. Hablaría, más bien, de “un estado del alma”, con todo lo discutible que sea esta frase.
Como todo el mundo, me he visto jalado de los pelos intempestivamente. O, en otras palabras, he sido parado en seco sin previo aviso. ¿A dónde iba antes de que esta catástrofe cayera sobre nosotros? ¿A mi retiro del mundanal ruido? ¿A la preparación de un libro de poemas -uno independiente, por supuesto?
La actividad profesional –ahora virtual- se ha duplicado. A esto hay que añadir la zozobra que esta escalofriante pandemia ha provocado en México y en todo el globo. Diríase que la vida nos ha puesto contra la espada y la pared. ¿Cuáles son las prioridades?
La búsqueda de “un estado del alma” para la elaboración de ciertos artefactos en circunstancias como las actuales parece o una frivolidad o un acto suicida: no soy Wilde y mucho menos San Antonio.
No voy a echarme en las hambrientas fauces de una sociedad hipócrita hasta la ignominia; no voy a soportar las deliciosas tentaciones que el Mal ofrece a mis sentidos. El célebre aforismo de Oscar: “Si quieres vencer una tentación, abandónate a ella”… Y éste, que en otras palabras también acuñó Nietzsche: “Soy un griego nacido a destiempo”.
Éste –el de la pandemia- es además un asunto de ética. Las epidemias que antes asolaron a la humanidad fueron “naturales”; ésta no. A estas alturas todos sabemos que lo que ahora padecemos, aunque parezca una novela o una película de ciencia ficción y horror, es una realidad fabricada.
¿Podemos hablar, debemos hablar de una ética de la ciencia? ¿Quiénes disertarían en un Congreso Internacional sobre el tema? ¿Los innombrables que inventaron esto? Veamos…