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Un ateneísta

Con esas palabras rituales -”-Me llamo Alfonso Alveláis Carballeda...”- empezaba siempre su curso el profesor. Era bajito; de rostro moreno; ojos entrecerrados, orientales, y cabellos lacios que peinaba hacia un lado. Vestía traje siempre y siempre llevaba consigo un portafolios que parecía consubstancial a su persona.

El profesor Alveláis nos enseñaba Biología. Su tono era menor. Quiero decir que no era maestro que brillara por su elocuencia. Alveláis enseñaba quietamente, con voz que apenas se le oía a veces. Pero en su trabajo había método, disciplina y constancia. 

Se sujetaba a un orden que no tenían otros profesores. Era el único -o uno entre muy pocos- que nos ponía exámenes impresos en mimeógrafo, pruebas en las cuales se contenían todas las técnicas de eso que creo se llama “docimología”, es decir, formas de hacer la evaluación: el falso o verdadero, el canevá, la opción múltiple y todos los demás sistemas que se aprendían en la Normal Superior y que los otros maestros -abogados, médicos, ingenieros- no conocían ni por los forros. Ni falta que les hacía, pienso.

Con el profesor Alveláis aprendimos terminologías utilísimas. Así por ejemplo nos enteramos de que el huevo de los animales y las plantas se llama “cigoto”. Gracias a ese fundamental conocimiento podíamos sus alumnos amenazarnos mutuamente con darnos una patada en los cigotos, conminación que no se oía tan mal como cuando se dice en términos del vulgo, pero que sonaba más contundente y peligrosa.

El profesor Alveláis recurría a las más modernas técnicas de la enseñanza-aprendizaje. Casi todos nuestros maestros, al fin herederos de la educación liberal recibida en la Universidad Nacional, usaban el método de exposición: cada una de sus clases era una conferencia, y nosotros tomábamos apuntes que estudiábamos luego para efectos de examen. No así don Alfonso Alveláis Carballeda. Recurría él a novedosísimas invenciones que para nosotros tenía calidad de extraterrestres: filminas, diapositivas, proyecciones de cuerpos opacos, grabaciones sonoras… Por tal causa el profesor Alveláis, aparte de llevar su portafolio, andaba siempre cargado con aparatos portátiles. Debo hacer la pertinente aclaración de que una grabadora “portátil” pesaba en aquel tiempo 15 kilos.

En la clase del profesor Alveláis reinaba el orden que priva en la Naturaleza. Una vez, sin embargo, nos desmandamos. Crecían atrás del Ateneo unos arbustos que daban unas bolillas espinosas. Alguien llevó buena copia de ellas a la clase, las repartió entre sus amigos y con ellas empezaron a disparar fuego graneado sobre todos. Los que se vieron atacados así respondieron usando los mismos proyectiles, y aquello se volvió un campo de Agramante. El profesor Alveláis, imperturbable, se retiró del salón llevando consigo armas y bagajes. Quiero decir que se llevó su portafolio y el aparato que iba a usar -eso era el bagaje-, y además se llevó algunas de las bolillas espinosas -eran las armas-, como corpus delicti y prueba de lo acontecido.

No pasaron ni diez minutos cuando nos buscó don Roberto García, el querido prefecto del Ateneo. Le llamábamos cariñosamente “El Canario”, pues era chaparrito y tenía una nariz pequeña y curva que le daba, en efecto, aspecto de bondadoso pajarillo. Don Roberto, culto y morigerado en el hablar, era no obstante autor de una frase que tenía en reserva para cuando las cosas se salían de cauce. Entonces exclamaba con efusiva grandilocuencia sonorosa:

-¡Este es un desmadre perfectamente  bien organizado!

Llegó a buscarnos don Roberto, digo, y nos anunció consternado que el director nos esperaba en su oficina. La consternación obedecía a que don Roberto se angustiaba cuando algún muchacho se metía en problemas. Allá vamos todos, culpables e inocentes, si es que alguno de estos últimos había.

El director nos reprendió. Nos hizo ver la inconveniencia de aquella mala acción y nos exhortó a no  repetirla jamás. Todos en nuestro interior suspiramos con alivio: el severo castigo que esperábamos se había reducido a un “no lo vuelvan a hacer”. Ya salíamos de la dirección, procurando asumir actitud contrita y pesarosa, cuando el director nos detuvo para hacernos una última pregunta:

-Bueno, muchachos -quiso saber-. ¿Y por qué hicieron esto?

Un compañero abrió la boca. Nunca jamás lo hubiera hecho.

-Mire usted, director -manifestó a título de justificación-. La vocación del estudiante es el relajo.

-¿Ah, sí? -dijo el director-. Pues vayan a ejercitar su vocación afuera.

Y nos expulsó tres días.