Un Arte sin Edad
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Un Arte sin Edad
Alicia creía que un libro sin ilustraciones no valía la pena. Me refiero a la protagonista de las obras de Lewis Carroll (1832-1898), y a Alice Liddel, la original, la niña en la que se inspiró el lógico matemático y diácono inglés Charles Dodgson para escribir “Alicia en el País de las Maravillas” y “A través del Espejo”.
Cuando después de haber contado oralmente estas historias a las hermanitas Liddel, durante algunos paseos en barca, las chicas pidieron al señor Dodgson que las escribiera, él no sólo las redactó, ampliándolas, sino que también las ilustró con dibujos propios intercalados en aquellas narraciones desafiantes de toda lógica.
Cuando luego fueron publicadas, el editor asignó la tarea de ilustración al dibujante profesional John Tenniel. Fue éste quien haría de sus dibujos para “Alicia…” un trabajo canónico. De línea precisa y segura, todas las imágenes que Tenniel elaboró para las novelas de Carroll se convirtieron en referencia obligada. El mismo Tim Burton recurrió a ellas, y a sus propios bocetos, para la invención de una nueva y muy libre versión cinematográfica de “Alice”.
Pero Tenniel no sería el primer “ilustrador” de cuentos para niños, y por supuesto, tampoco el último. Dejemos aparte el tema de “cuentos para niños”, pues muchos de ellos ni son exclusivamente para niños ni podrían serlo. Pensemos, por ejemplo, en los relatos de los hermanos Grimm, quienes recorrieron Alemania recopilando las leyendas populares que los aldeanos les contaban. Es bien sabido que cuando esos cuentos fueron publicados, los lectores pusieron el grito en lo más alto de las montañas germanas, así de crueles y sanguinarios eran. Los Grimm se vieron obligados a matizar tanta atávica perversidad y ofrecer al público versiones un tanto edulcoradas con el propósito de no trastornar a las buenas conciencias.
La “ilustración”, por otra parte, no es un arte nuevo. Se practica desde hace milenios: la pintura rupestre, los relieves sumerios, algunas columnas romanas conmemorativas, nuestros códices prehispánicos, los libros miniados medievales, entre otras expresiones, son ejemplos extraordinarios. De algún modo, constituyen los ancestros del cómic, el animé, la novela gráfica y la animación digital. Y claro, de la ilustración de libros -infantiles o no.
Recuerdo haber leído los cuentos del danés Hans Christian Andersen en grandes pero delgados volúmenes impresos en España. Las “ilustraciones” eran del catalán Emilio Freixas, cuyo estilo era de un preciosismo pasmoso. Aún están grabadas en mi memoria los espléndidos dibujos que acompañaban la narración de “La Sirenita”, “La Reina de las Nieves” y “Los chanclos de la fortuna”. Todo un mundo de imágenes emergía de aquellas páginas sólo en virtud de la línea, de una línea pura y fantástica, en ambos sentidos. La tempestad que azota al barco del príncipe del que queda prendada la Sirenita agita las olas del mar con tal furia que casi se puede ver aquella nave saltar, peligrosamente, de una cresta a otra como una cáscara de nuez.
Años más tarde advertí la gran influencia que ejercieron –y siguen ejerciendo- el pintor y grabador japonés Katsushika Hokusai y el arte oriental en general en estos artistas de los siglo XIX, XX y lo corre del XXI. Recuérdense, entre muchos, a Aubrey Beardsley, el ilustrador británico de la tragedia “Salomé”, de Oscar Wilde; a Moreau, Manet, Van Gogh, Klimt, Fortuny y muchos más. Oriente siempre ha estado ahí como un espejo que nos devuelve nuestra extrañeza.
Leer Las Mil y Una Noches en una edición ilustrada es todo un acontecimiento para la mirada y la imaginación. Leer a Verne en las ediciones Hetzel, enriquecidas con los grabados del francés Henri Meyer resulta una experiencia estética tan insustituible como la que nos deparan la “Divina Comedia”, “El Quijote” o “El Paraíso Perdido”, acompañados de Gustave Doré, Sandro Botticelli o Salvador Dalí.
Contra lo que pudiera pensarse, la “ilustración” de libros, especialmente la de libros para niños y adolescentes, ha crecido muchísimo en las últimas décadas. Artistas de todo el mundo derraman sus capacidades plásticas en textos propios o ajenos. No creo que en este momento alguien considere “la ilustración” como algo marginal o deleznable. Al contrario: como el cómic, el animé, el juego electrónico, la animación tradicional o la digital, la “ilustración” es considerada como una forma del arte, y una nada fácil de llevar a cabo, por cierto.
Hay artistas de la ilustración que dejan helado a cualquier lector –niño o adulto-, así de alta es su calidad estética. No dudo en afirmar que muchos de esos trabajos hacen polvo la obra de tantos artistas plásticos que en la actualidad se creen “la vanguardia” del arte y que, en realidad, no son sino petulantes mercaderes que ofrecen trajes invisibles a algún emperador taimado.
En México y en el mundo entero, innumerables artistas de libros para niños sorprenden a padres, hijos y solterones solitarios. Encontramos en aquéllos las técnicas más disímbolas, e incluso, la utilización de programas computacionales que, cuando son aprovechados con creatividad, diversifican y enriquecen su trabajo. De todo hay en este gran mundo de los libros “infantiles”: desde los sencillos grafitos y lápices de color hasta el óleo, la acuarela, las técnicas mixtas, el grabado, el gouache, el acrílico o el collage digital hecho a partir de diseños originales.
Y según la edad de los pequeños a quienes estos libros estén destinados, veremos múltiples maneras de ilustrar una historia, que a veces puede contarse sin palabras, esto es, sola y puramente con imágenes. Veremos en muchos de estos ilustradores la influencia de algunas corrientes o particulares expresiones artísticas, como el surrealismo, el pop art, el expresionismo, el impresionismo, la caricatura, el manga, el graffiti…
Entre los mexicanos, puedo citar a Gabriel Pacheco, un artista de técnica e imaginación espléndidas cuyas ilustraciones son impecables y de una característica y brumosa melancolía. El francés Benjamin Lacombe ha realizado hermosos libros que “ilustran” no sólo cuentos para niños, sino también óperas y biografías, como la de Frida Kahlo; Lacombe se ha convertido en un artista de culto entre los coleccionistas de libros para niños, a pesar o gracias a su exquisita cursilería. Hay que ver las intrincadas arquitecturas geométricas y los entes mecánicos del australiano Shaun Tan, que rememoran el orbe onírico de Max Ernst, y las insuperables composiciones del ruso Gennady Spirin, muchas de cuyas tumultuosas acuarelas recuerdan las escenas nevadas de Brueghuel el Viejo.
¿Y cómo dejar de citar “Donde viven los monstruos”, del estadounidense Maurice Sendak, quien fracturó en 1963, año de la publicación de su cuento, los estándares de moralidad que entonces imperaban en los EUA? La historia y sus ilustraciones, ambas obra de Sendak, resultan hoy entrañables para muchísimos lectores que amamos los libros “infantiles”.
Pero también se cuenta con excelentes ilustradoras. He aquí algunos nombres: Teresa Martínez, Cecilia Rébora, Lady Orlando, Nicoletta Ceccoli, Angela Barrett, Ana María Muñoz Reyes y muchas más.
La ilustración de libros para niños y adolescentes de ningún modo sustituye la historia que se narra, pero nutre y a veces ensancha nuestra comprensión de su lectura, y aún más, suele bordar, de manera subterránea y en cierto sentido, una historia paralela a la que se cuenta. Por eso, casi ningún ilustrador es “inocente”: por más fantástico que el cuento sea, un artista sabe encontrar la forma de ubicarnos en un contexto determinado, por anacrónico que parezca. Sabe también que, más tarde o más temprano, los niños comprenderán por qué un cartel nazi amenaza desde la pared texturada de un caserón gótico o la razón por la cual “un monstruo” puede ser la representación de nuestros temores germinales.