Un abrigo en el fango
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Un abrigo en el fango
En una época de dominación ideológica es difícil orientarse en la objetividad. El discurso del siglo XXI es similar al de la teología medieval, donde no importaba cuantos giros retóricos aplicar ni cuantas paradojas invocar con tal de justificar a Dios, y donde se practicaban indecibles piruetas lógicas que partían de una idea para desembocar en otra idea. La verificación de la conclusión en la realidad no hacía falta. Asimismo, se planteaba la existencia de múltiples verdades: las Escrituras encierran enigmas que cada quien —o un experto— descifrará de varias maneras, y cada una será verdad. A final de cuentas, todo esto actúa bajo el escudo de la indemostrabilidad.
Hace unos días leí “Elogio de la literatura”. Un texto en el que Zygmunt Bauman y Riccado Mazzeo dialogan amena y hábilmente sobre la relación entre la literatura y la sociología, a las cuales señalan cómo disciplinas complementarias, cómplices y hermanas.
A través de este diálogo conocí una anécdota de Sigmund Freud, la cual tuvo ecos vergonzantes en su vida: alguien arrojó al fango el abrigo de su padre y éste no procuró deshacer la afrenta. Mazzeo nos dice: “El padre del psicoanálisis entendió y perdonó a su padre sólo cuando hubo leído la Eneida...”
Eneas sobrevivió a la destrucción de Troya por una estrategia a menudo efectiva: huir. De esta manera salvó a su familia y garantizó su descendencia, sin embargo, lo más importante para el mito es que cumplió con el designio de los dioses.
Me pregunto qué grado de cicatrización tuvo la Eneida en la herida de Freud. Sospecho que —si la curación fue genuina— Freud estaba buscando con fruición un asidero interpretativo en el cual atar positivamente la inacción de su padre, y qué mejor que un asidero fuerte y “autorizado” como la poesía de Virgilio. Encontró lo que quiso encontrar: un abrigo en el fango como metáfora de la aniquilación de una ciudad entera. Colocó a su padre donde podía colocarlo: la armadura de Aquiles no se le habría ajustado.
Virgilio eterniza a Eneas en la figura de Roma, más específicamente en la figura de Augusto, porque la Eneida —fuera de su valor literario— es la gran propaganda para el emperador. ¿El Freud de la anécdota puso en la balanza esta circunstancias? ¿Puso en la balanza el hecho de que Eneas —el Eneas del mito— no existió más allá de la ficción, y que Virgilio era un hombre como lo son todos los artífices literarios? Freud —el Freud de la anécdota— encontró lo que quiso encontrar, y Mazzeo y Bauman encuentran lo que quieren encontrar en anécdotas como la de Freud. Bajo este análisis, la literatura no es la salvadora sino el interés interpretativo, como quien pide una señal del más allá y la encuentra en el primer fenómeno casual.
La salvación por la literatura, la salvación por el arte en general es una hipótesis que se ha planteado a lo largo de la historia y que hoy se ve especialmente reforzada. El fenómeno artístico es poderoso, sí, pero ¿cuáles son los límites reales de sus facultades? ¿Hasta dónde las píldoras literarias constituyen un placebo etiquetado por el laboratorio de la propaganda?
Si el pensamiento científico y sus herramientas actuales nos permiten levantar el tapete ideológico y barrer el polvo, ¿por qué no cuestionar los fundamentos de la propaganda de la lectura como fórmula sanadora, recurso infalible para ser buenas personas o vehículo de la felicidad?
Siguiendo la anécdota freudiana, propongo una metáfora para el joven siglo XXI: el abrigo es la objetividad arrojada al fango por la ideología. ¿Vamos a ser Eneas o Aquiles?