Turguénev o Del arte
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Turguénev o Del arte
Estas manos sacaron del estante de una biblioteca universitaria un libro sobre el autor ruso Iván Turguénev (1818-1883), escrito por el francés André Maurois (1885-1967). El volumen -de pastas duras, lomo rojo y firmado por el señor González en 1931- reúne cuatro conferencias que Maurois dictó sobre el escritor ruso en 1930.
Ante la tentación de un ejemplar como éste, me senté frente a una de las pequeñas mesas de la biblioteca y me puse a leer la prosa limpia y culta del francés, seductora incluso a través de la traducción.
Unos cuantos minutos bastaron para decidirme a pedir prestado el libro en la recepción, junto con otros. ¿Quién podría resistirse a una entrada en materia como ésta?:
“A un francés de 1930 le es difícil imaginar lo que era un señor ruso en 1820. En Rusia siguió el desarrollo de la sociedad una marcha exactamente contraria a la de la Europa occidental…”.
Maurois se refiere al “sistema de servidumbre en Rusia”, implantado en el siglo 17 por el zar Nicolás I. Entre otros motivos, dicho sistema habría de llevar, con el paso del tiempo y de la acumulación del dolor, a la Revolución de 1917 y sus precuelas; también a sus consecuencias.
Turguénev no es un autor de dimensiones gigantescas como Dostoyevski o Tolstoi, pero nadie podría negar su destacado lugar en la literatura del mundo. Muchos le reclamaron frecuentemente que fuese un hombre “demasiado occidentalizado”, pues vivió largos años en París.
Sin embargo, el escritor ruso escribió siempre cuentos, novelas y dramas en los que Rusia, sus siervos, sus “mujiks” –sus campesinos- y otras clases sociales son sus protagonistas, especialmente los de “baja condición”, “los de abajo”, como diríamos en México.
Por eso, y por el estilo, los primeros relatos que Turguénev publicó en Francia fueron recibidos con atención. Tales cuentos irían conformando lo que después el autor llamó "Memorias de un Cazador”.
“Con un arte muy diestro y muy oculto –escribe Maurois-, Turguénev supo mezclar la indiferente belleza de la naturaleza a la difícil existencia de los hombres y crear alrededor de su obra como una inmensa zona de silencio en la que los detalles más nimios resonaban con extraña agudeza…”.
El escritor ruso llevaba consigo a una patria gobernada por zares a dondequiera que fuese. Aunque todo un “señor”, hijo de una madre autoritaria y bastante acaudalada, Turguénev comprendía –acaso contradictoriamente- a los siervos y a los “mujiks” y escribía sobre su vida ofendida con un conocimiento de primera mano.
Sabía que para ellos, para sus mujeres, para sus hijos no existía ninguna “declaración de derechos humanos” ni cosa parecida: podían ser humillados, azotados, deportados a Siberia por quítame allá estas pajas; sus amos eran dueños absolutos de su vida, por absurdo y extraño que ahora nos parezca. (¿Hoy es diametralmente distinto?).
“Pero lo que sobre todo encantaba a los lectores rusos –continúa Maurois en su primera conferencia- era la sátira indirecta del servilismo, sugerida más bien que indicada, aguda y recia. Turguénev era un artista demasiado grande para exponer una tesis; además, si lo hubiera hecho, la censura hubiese impedido la publicación de sus cuentos…”.
Hasta aquí pareciera que el escritor ruso mantenía una ideología libertaria y justiciera. Sin embargo, Maurois habla acerca de la indiferencia de Turguénev ante la revolución de 1848. “¿Quién ha dicho que el hombre está destinado a ser libre? La historia prueba lo contrario…”, escribe el autor de “Memorias de un Cazador”. Y el francés suscribe: “Artista, novelista, [Turguénev] sólo podía ser observador.”
Aquí me detengo, pues nos encontramos de sopetón ante el nudo gordiano del arte, es decir, ante un debate largo y espeso y en el que tienen que ver las ideologías, las teorías de “lo social”, de la cultura y del arte mismo; las hipótesis, también, sobre la función que suponemos debe desempeñar el arte en una sociedad y mucho, pero mucho más.
¿Puede un artista ser sólo un “observador” de la vida? ¿Maurois hace esta afirmación de manera tangencial, o sea, dice estas palabras como si el propio Turguénev las hubiese pronunciado o “pensado”? ¿O es Maurois otro simpatizante de la idea de que un artista “sólo puede ser un observador” de la vida?
No es necesario ser marxista ni mucho menos para adoptar una actitud ante este largamente controvertido asunto. Como un auto de fe, confieso aquí mi postura: el arte no está obligado a respaldar ninguna ideología, sea ésta de izquierda, de derecha, del norte o del sur. La única “obligación” del arte se sustenta en él mismo y en su ideal de liberad y de justicia, por muy cursi o peregrino que esto pueda parecer.
No necesito ser un “materialista dialéctico” ni un “socialista” recalcitrante para sostener una actitud como ésta frente al arte. Y tampoco un fascista. La pintura de Rivera vale más por sus incalculables atributos estéticos que por su circunstancial carácter ideológico. La poesía de Mayakovski y de Mandelshtam, la música de Shostakóvich, la pintura de Klee y Munch –artistas “degenerados”, según el régimen nazi- flamean más acá del ambiente revolucionario y/o dictatorial de su época.
Ésa es la razón principal por la que el arte es considerado un peligro lo mismo por los sistemas “socialistas” que por los “capitalistas”. Un artista no sólo es un “observador de la vida”; tampoco un simple “imitador” aristotélico de la realidad o la naturaleza. Un artista de verdad sacude la cuadrícula normativa de la sociedad y el arte mismo cuando éste se apoltrona en la inmovilidad del adocenamiento. Ya hablaremos del mercado del arte: ese Mr. Hyde.
Al escribir lo que observaba, Turguénev ejercía una forma de la crítica, inherente a toda manifestación artística posterior al arte prehistórico, cuyas funciones eran de otra naturaleza.