Tumbas y panteones

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Tumbas y panteones

Se acerca la fecha dedicada a los difuntos. Días de peregrinaje a los cementerios, de acicalar las tumbas, de visitar a los muertos…
El aforismo “Desde el principio de su existencia el hombre carga con su muerte” se queda corto. Cuando el hombre pierde la existencia, la cadena agrega un eslabón: sus restos mortales quedan al cuidado de los que le siguen en las líneas del tiempo y de la familia. Basándose en ese aforismo, el imaginero popular ha representado el triunfo de la muerte en la imagen de una carreta tirada por un hombre y llevando como pasajero a la misma muerte, personificada en la figura de un esqueleto con una corona como símbolo de su victoria. Cada hombre lleva su propia muerte y, casi siempre, las secuelas derivadas del fallecimiento de los que le precedieron.

 En Saltillo, como en todo México, la muerte es objeto de veneración, miedo, culto, sátira, burla, risa, y los muertos son objeto de recordación, ejemplo, amor, rezos y sufragios, respeto y miedo. Los ritos fúnebres, los conjuros del muerto, los lamentos rituales por el difunto, las plegarias, los altares, las ofrendas forman parte del arcaico culto a los muertos, del que la tumba ha sido, hasta hace poco, su consagración definitiva.

Lo anterior puede confirmarse en los más viejos panteones de Saltillo. El de San Esteban, con su antecedente junto al convento franciscano en el centro de la ciudad, pero que para 1880 ya tenía muchos años de servicio en su ubicación actual, y el de Santiago, cuyo antecedente se ubicó entre las calles Abasolo, Matamoros, Juárez y Ateneo, clausurado por falta de cupo a fines del siglo XIX y reubicado a un costado del de San Esteban hace mucho más de un siglo. Ahí pueden verse toda clase de tumbas: sencillas fosas cubiertas con lápidas de piedra o cementos con la inscripción del o los difuntos que resguardan; varias fosas agrupadas en un solo sepulcro, con grandes cabeceras en piedra tipo pedestal, rematadas en cruces o esculturas y delimitadas con rica herrería; sepulcros con capillas miniatura, en estilo neogótico, neoclásico, románico, art noveau, art deco o indefinido, algunas decoradas con vitrales emplomados, pilastras o columnas en cantería y mármol, cúpulas y esculturas o bajo relieves y sólida herrería, con espacio interior y al frente criptas subterráneas; solitarias fosas individuales, con bellas y simbólicas esculturas, alguna cubierta con manto del mismo material, como recordando el anonimato de quienes ahí descansan. Lo anterior deja claro que siendo el cementerio un lugar de recogimiento, en él se perciben claramente las distintas clases sociales. Los materiales y el tamaño de las tumbas enseñan la prosapia de las familias.

Es evidente que la actual concepción de los ritos funerarios ha desplazado la antigua técnica de la inhumación para dar lugar a la cremación y la modificación de los espacios de los muertos, resueltos en pequeñas criptas para cenizas, levantadas en espacios aéreos generalmente en las iglesias. Esto ha contribuido al abandono de los antiguos cementerios. Es triste advertir los signos del cambio en esas construcciones llenas de tradición y códigos dictados por viejas costumbres. Es una pena recorrer los pasillos de los viejos panteones y mirar el abandono de soberbios monumentos mortuorios y de sencillas o humildes tumbas. Si la muerte no atiende clases sociales, el abandono de las tumbas no mide linajes, arrasa por igual las de ricas y conocidas estirpes saltillenses de otros tiempos, quizás extinguidas o minadas por la emigración, como las de familias de posición económica mediana o muy humilde, quizás ya sin descendencia en la ciudad.

La mirada diferente del descanso de los restos se vuelve un serio problema para los gobiernos, quienes debieran implementar algún programa para conservar los monumentos que aún existen, de tal modo que los deudos pagaran con confianza un mantenimiento permanente de sus tumbas. Los panteones de Santiago y San Esteban forman parte de la historia de Saltillo.