Por: Miguel Barquiarena

El astronauta abre la compuerta. Hay un desperfecto al exterior. Regula la temperatura del traje. El cable umbilical que lo une a la estación arrastra fuera a su muñeca inflable. La ve cruzar por el cristal de su casco, como la proyección de un deseo. En un reflejo se lanza al rescate. Ella, con la boca groseramente abierta, asemeja gritar. El cable se desabrocha. La chica de plástico explota en un little bang del que surge un microcosmos. Cierto, gustaba de venirse en ella, pero también hablarle mitigaba su soledad. Ahora es un confeti en expansión. Él aletea inútilmente para retornar al punto de partida. Nada. Se agota. Reflexiona en que no bautizó a su compañera. 

 

Estrella, le parece un apelativo idóneo.

 

Pronto experimentará lo que siente un pollito cuando lo meten a un microondas. Al escasear el oxígeno, la presión lo dormirá mientras estallan sus vasos y se le hincha el cuerpo. Observa al planeta Tierra en un intento de ubicar su casa. Le llega el aroma a chocolate caliente de su madre, algo improbable si se considera la distancia y que está muerta, pero así funciona la mecánica del miedo sideral. A las seis horas asoma una lágrima de sangre. Cree escuchar un zumbido, puede ser el avance de un cometa o que, desde un agujero negro en la galaxia, Dios está sonriendo.