Usted está aquí
Trump y el juego de espías de Putin: la batalla secreta
La historia jamás se había parado en Doral. La pequeña ciudad del condado de Miami-Dade (Florida) no tiene mucho que ofrecer. Un campo de golf de 90 hoyos, proximidad con el aeropuerto y buen clima. Nada destacable hasta que la mañana del 27 de julio de 2016, Donald Trump decidió lanzar ahí unas palabras que desde entonces no han dejado de perseguirle. En su afán por asestar una puñalada a su rival Hillary Clinton, acorralada por el caso de sus correos privados, el candidato republicano proclamó: “Rusia, si estás oyendo, espero que seas capaz de encontrar los 30.000 mails que faltan. Serás recompensado por nuestra prensa”. Aunque en la superficie no fuese más que otro golpe bajo del irreprimible Trump, en el mundo paralelo de los servicios secretos se dispararon las alarmas. En la olvidable Doral, para muchos, se había consumado una traición.
La opinión pública aún no conocía con detalle la batalla que se libraba fuera de los focos. Pero en las agencias de inteligencia era un clamor. Estados Unidos estaba siendo atacada como nunca antes por orden de Vladímir Putin. El Kremlin había desplegado un inmenso operativo destinado a hundir a Clinton. Y el candidato republicano, en la recta final de las elecciones, acababa de alentar públicamente las hostilidades. La puerta de la sospecha se había abierto.
Desde entonces, la fractura entre Trump y la comunidad de inteligencia no ha dejado de crecer. Los escándalos de los meses siguientes, las mentiras de sus colaboradores, los nexos nunca explicados con el Kremlin han agigantado un incendio que ahora mismo se ha vuelto la mayor amenaza para el presidente. Dos comités parlamentarios indagan el alcance de la conexión rusa. Y el FBI tiene abierta una investigación para determinar si el equipo de campaña de Trump se coordinó con los rusos para derrotar a Clinton. Aunque nada hay probado hasta la fecha, si se confirmase el posible vínculo entre el republicano y Putin la vía a un proceso penal quedaría expedita. “Si algo acaba con Trump, no será la reforma sanitaria o el muro con México, será la conexión rusa”, dice un miembro de la Casa Blanca en la anterior presidencia.
El informe ICA 2017-01D de la Dirección de Inteligencia Nacional es la base del caso. El expediente, elaborado por la CIA, el FBI y la NSA, disecciona toda la información disponible hasta el 29 de diciembre pasado. Sus conclusiones son aterradoras: “Vladímir Putin ordenó una campaña en 2016 contra las elecciones presidenciales de Estados Unidos. El objetivo de Rusia era socavar la fe pública en el proceso democrático, denigrar a la secretaria Clinton y dañar su elegibilidad y potencial presidencia. Putin y el Gobierno ruso desarrollaron una clara preferencia por Trump. sostiene el documento.
Para llevar adelante esta estrategia, el Kremlin orquestó “una operación encubierta con apoyo de agencias gubernamentales rusas, medios públicos, intermediarios de terceros partidos y hasta trolls digitales”. La “maquinaria de propaganda” la dirigió el servicio secreto, el GRU, e incluyó la infiltración desde julio de 2015 hasta junio de 2016 en los ordenadores del Comité Demócrata Nacional, así como el saqueo de las cuentas de altos cargos próximos a Clinton, entre ellos su jefe de campaña, John Podesta. Para difundir la información se empleó a un oscuro hacker rumano conocido como Guccifer 2.0, la web DCLeaks y la organización Wikileaks. Se trató, según el informe de inteligencia, de la “mayor operación conocida hasta la fecha para interferir” en la vida política de Estados Unidos .
Para cuando la ofensiva rusa fue detectada, ya era muy tarde. El Kremlin había penetrado incluso en los ordenadores del sistema electoral y las filtraciones eran constantes. En este torbellino, los agentes descubrieron una variable aún más inquietante.
Alrededor de Trump se agitaba un enjambre de asesores sospechosamente conectados con Rusia. Ahí estaba el jefe de campaña del multimillonario, Paul Manafort, quien ocultaba que en sus tiempos de lobista había trabajado para favorecer los intereses del Gobierno ruso. También figuraba el consejero de política exterior Carter Page, cuyas visitas a Moscú aún permanecen inexplicadas. Y Roger Stone, asesor y amigo de Trump, quien no sólo estuvo en contacto con Guccifer 2.0 sino que anunció en Twitter las filtraciones de Wikileaks antes de que ocurriesen.
En este entramado brilló con luz propia el antiguo teniente general Michael Flynn, uno de los íntimos de Trump. Tras dirigir la Agencia de Inteligencia de la Defensa, Flynn había entrado en tratos con Rusia. Como consultor, cobró de compañías vinculadas dicho país y en su deslizamiento incluso cenó y se fotografió con Putin.
El Kremlin estaba presente en el universo Trump. No se trataba sólo de las alabanzas que le dirigía el multimillonario al presidente ruso, ni siquiera su conminación a que saquease los 30.000 mails de Clinton. Era que sus más allegados orbitaban en torno mayor escándalo de espionaje del siglo en EEUU. El enemigo jugaba en casa. “Hace tiempo que Putin abandonó la noción de que las relaciones con Occidente debían ser armoniosas. Somos antagonistas”, alerta el excoronel y profesor de la Universidad de Boston, Andrew Bacevich.
La llegada el poder de Trump no apagó el fuego. Al contrario. El general Flynn, nombrado consejero de Seguridad Nacional, tuvo que dimitir al descubrirse que había ocultado el contenido de sus reuniones con el embajador ruso en Washington, Sergei Kislyak. Poco después le llegó el turno al fiscal general, Jeff Sessions. En su caso había silenciado ante el Senado sus citas con el legado diplomático. Esta mentira le obligó a autorecusarse en todas las investigaciones abiertas por el escándalo.
El cese de Flynn, la inhabilitación parcial de Sessions, las sospechas generalizadas de que algo turbio se movió en campaña han abierto la mayor crisis de su corto mandato. El presidente, fiel a su máxima de golpear antes que preguntar, se han embarcado en un furibundo ataque a todos los que considera traidores. Ha acusado a Obama de espiarle, ha llamado “enemigos del pueblo” a los medios, ha ordenado una operación de limpieza de los servicios de inteligencia y ha tachado al FBI de incompetente.
Trump se defiende y no son pocos los que aún le creen. Incluso personalidades como Michael Morell, antiguo director suplente de la CIA en la era Obama, consideran “que hay mucho humo pero no fuego” . Otros lo ven distinto.
“¿Es posible que todos estos acontecimientos e informes no tengan relación y no sean más que una infeliz coincidencia? Sí, es posible. Pero también es posible, y puede que más que posible, que no sean coincidencia ni estén desconectados. Y si esto es cierto, estaríamos entonces ante una de las mayores traiciones a la democracia en la historia de EEUU”, ha dicho el congresista Adam Schiff, el demócrata de mayor rango en el comité de inteligencia que investiga la trama rusa.
De momento, la duda ha ganado la partida. El Kremlin, con habilidad soviética, ha sembrado la discordia en campo enemigo. El propio presidente está bajo sospecha. Enfrentado a sus servicios de inteligencia, investigado por la prensa y acorralada por el escándalo. No es poco. Quizá no haga falta más para que Putin sonría.