Trump, ese pobre

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Trump, ese pobre

Polibio (200-118 a.C.) inventó un término que no tuvo celebridad posterior —según ha escrito Norberto Bobbio— y que se conoce como oclocracia: esta palabra quiere significar: la tiranía de la chusma, de la plebe, caterva, o como se le denomina en la actualidad a los bárbaros: masa; una entidad sin atributos que desprecia las leyes y pasa por encima de ellas ya que carece de una total conciencia del pasado. Es evidente que Polibio no se refería a la democracia, ya que en esta forma de gobierno las mayorías no necesariamente forman parte de la población bárbara y gandaya que se manifiesta en la fuerza bruta, el desorden y el temperamento enloquecido. En 1980, y aludiendo al gobierno de USA, Alain Finkielkraut escribió que las diferencias entre demócratas y republicanos ya no significaban nada porque las personas se movilizaban por problemas específicos y sectoriales y ya no a causa de los partidos políticos. Además nos decía algo que ahora sabemos con claridad: “un líder es aquel que sigue a las masas”.

Lo que a este líder le interesa es el rating, la fuerza de la ola humana, la masa harta y supuestamente cansada de los gobiernos anteriores. Fieles a su desgracia, los más desprotegidos, ignorantes, miserables, eligen a un salvador que les resuelva problemas inmediatos, no eligen un programa ético o civil para nuevos acuerdos, o una ideología de entre todas aquellas que guardamos en el aparador de la historia: eligen el gran cambio simbólico —al salvador, al gran líder— o apuestan por quien se ofrece a reparar algunos problemas caseros. En ocasiones ambas propuestas se entrelazan.

Se recuerda, yo con placer, cómo durante la convención demócrata de 1968, en Chicago, los yippies (Partido Internacional de la Juventud, o hippies más organizados, etc...) propusieron a un puerco —”Pigasus”— para la presidencia de la república. Fue un gesto lúdico, pero también desesperado y nihilista. “Pigasus”, podría haber ocupado la nominación presidencial y no habría habido cambios importantes, puesto que los presidentes, para entonces, representaban ya y descaradamente el papel marcado por las corporaciones, los poderes militares y la masa que, en vez de entregarse a la oclocracia, tendía a buscar al héroe carismático, a la croqueta idealista, a la mascota para juguetear durante otros cuatro u ocho años. Actualmente la democracia podría concebirse como el estado en el que los votantes seguirán jodidos, pero estarán contentos de haber, según ellos, tenido la posibilidad de elegir.

Con Donald Trump, los yippies han cumplido su sueño y su protesta ha tenido realidad: fueron visionarios y coherentes: un “Pigasus” llegó a la presidencia, un representante de la oclocracia —esa masa sin atributos, ahistórica, analfabeta, educada en el consumo dirigido y fuera de toda crítica prudente o intelectual—. El resultado ha sido el esperado: no hay cambios sustanciales en la estructura económica del poderoso país y a este lo continúa gobernando la clase económica más imponente, las oligarquías, las familias políticas y su aberrante mecánica electoral. Sin embargo, ha habido una variante, y en ella algunos de mis amigos encuentran un rasgo de honestidad y de cariz estético: Trump es el verdadero representante de la masa, de la tontería ciudadana y del extremismo analfabeta de los votantes. Su racismo explícito; su amor por el castigo irreflexivo —recordemos que él deseaba hace varias décadas disminuir la edad para la pena de muerte a menores—; su incapacidad de comprender a un mundo global fuera de los negocios y el capitalismo depredador; su intolerancia y, sobre todo, la utilización de su aura de hombre exitoso, millonario, habitante de la prensa rosa y del dislate tuitero, lo hacen, desde mi punto de vista un personaje repugnante e insultante para la prudencia y la tolerancia política (la tolerancia a la que aludieron Las Casas, Locke, Voltaire, etc...). Creo que la figura presidencial tendría que desaparecer con el fin de disminuir la figura del político estrella —quien no hace más que cautivar a la masa para tiranizarse mutuamente—. Su existencia me parece superflua, su cargo inútil pues no tiene nada que ver con los valores construidos desde la reflexión humanista que, desde hace casi tres milenios atrás, intenta dar a los ciudadanos mejores oportunidades de progreso y una vida digna.

Yo no le daría la mano a ese hombre (Trump); jamás; el protocolo diplomático no basta para soportar su decadente existencia y el hecho de que en él se aniden la mayoría de fobias que merece el político publicitario, ruin y arrogante. Desde hace un año hice, desde mi humilde posición en el mundo, un llamado para construir una continua y persistente campaña para que ese hombre se marche de la política y deje de humillar al país que durante su fundación —planteada por Roger Williams y su comunidad en Rhode Island— fuera el horizonte de la utopía social, la tolerancia y el buen liberalismo.

Saben que no guardo simpatía alguna por Thomas Carlyle (1795-1881) y su reverencia hacia los héroes (a quienes él cree necesarios para el bien de la humanidad), pero me inclino por la filosofía de J.G. Herder (1744-1803) en cuanto esta abomina de los grandes conquistadores, emperadores, militares (desde Julio César hasta Napoleón, etc...) que haciendo uso de la fuerza doblegan siempre a los más débiles (comunidades, individuos, familias, etc...).

Si viviera en esta época, Herder se sorprendería ante la figura esperpéntica de Trump, ¿Cómo es posible que ese bulto intransigente haya sido, vía la democracia, presidente de uno de los mayores imperios en la historia de la humanidad? La respuesta es amplísima, pero una acción se antoja sencilla: quienes buscan una sociedad más justa o equitativa deben ayudar a su caída, a su expulsión del futuro, en vez de darle la mano.