Tricentenario
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Seguramente sobre una carreta la imagen religiosa de la que haré comentarios transitó por el camino real desde el centro de la Nueva España hacia la parte del este septentrional.
Tal vez pasó por San Esteban de la Nueva Tlaxcala, pueblo gemelar de Santiago del Saltillo, hoy Saltillo, y fue admirado por los tlaxcaltecas de esa localidad. Sus propietarios de entonces, Bernabé García, de oficio minero, y su mujer Ana María lo llevaron al recién establecido Real de Santiago de las Sabinas donde murió el hombre dejando la preciada figura religiosa de dos varas de longitud (un metro con 68 centímetros) como heredad para su viuda probablemente entre 1693 y 1699.
En 1700, Ana María logró que el Obispo de la Diócesis de la Nueva Galicia, Fray Felipe Galindo, le extendiera un Auto de Protección para que nadie le quitara la posesión del Santo Cristo que con esfuerzos restauraron en 1688 cuando lo recibieron maltrecho, ya añoso, de manos de Nicolás de Saldívar, bachiller y cura Beneficiado del Real de Ramos de las Salinas.
Como garante para sobrevivir en los últimos años de su ancianidad, Ana María formalizó la donación de su amada imagen a los habitantes del Pueblo de Indios de San Miguel de Aguayo el 19 de diciembre de 1715. El Santo Cristo fue recibido con la advocación de El Señor de Tlaxcala, nombre que se vincula directamente al sentido de pertenencia de los neotlaxcaltecas que al llegar a los lugares que iban fundando bautizaban con el nombre de Tlaxcala a ríos, cerros y montañas para recordar sus orígenes.
Pasaron tres siglos exactos y con la misma esencia de cohesión social, con el mismo sentido de religiosidad y pertenencia los pobladores de Bustamante, Nuevo León, vistieron de gala su pueblo, -donde la magia sí existe-, para recibir a importantes autoridades religiosas.
Ni más ni menos acudió el Nuncio Apostólico Christophe Pierre, recién llegado de Italia cuyo castellano con acento francés fue construyendo una prédica que rememoró la historia del Cristo, lo acompañaba Rogelio Cabrera, arzobispo de la Arquidiócesis de Monterrey; Juan Pedro Juárez, obispo de Tula, Hidalgo; Francisco Moreno, obispo de Tlaxcala; y el administrador de la Diócesis de Nuevo Laredo, obispo Jorge Cavazos. Acudieron sacerdotes, monjas y feligreses de Tlaxco, Tlaxcala (incluyendo a su alcalde Jorge Rivera), de Villa de Ramos, San Luis Potosí y de los municipios vecinos.
Una noche antes el Obispo de Tlaxcala se había sorprendido de las manifestaciones de la cultura popular bustamantense pues fue invitado a observar el desfile de carros alegóricos tradicionales desde la explanada del Museo de la Memoria Viva, carros construidos por la sociedad civil.
Cada carro representó imágenes bíblicas con la presencia de niños, jóvenes y adultos. Los asistentes disfrutaron mucho al ver a sus vecinos o parientes ataviados de pastores, ángeles, o Reyes Magos. Caminando entre los carros alegóricos iban haciendo algarabía y mitote piñatas y estrellas humanas. ¡Evento inolvidable!
Un poco antes del desfile, monseñor Francisco Moreno recorrió el Museo de la Memoria Viva de Bustamante y recomendó al párroco local Juan Sánchez Hernández invitar al Nuncio Apostólico a recorrerlo cuando llegara al pueblo, porque le importaba que le quedara claro el papel trascendente en la propagación del catolicismo de los tlaxcaltecas, así que fui su guía y fui explicándole con orgullo al Obispo Pierre los detalles de la jornada tlaxcalteca de 1591 en la que 400 familias migraron de los señoríos de Tlaxcallan para irse en calidad de indios madrineros a tierras de Aridoamérica.
También, tal como ocurrió en el caso de la transportación del Santo Cristo del que en esta columna les comparto información histórica, los migrantes de esa diáspora se trasladaron sobre carretas en las que llevaron a sus lugares de destino semillas, plantas y utensilios para la vida y la muerte.
Esos viajes en carreta quedaron en la historia pero fueron un desafío extraordinario para los de a pie que tuvieron que atravesar el Gran Tunal y la aridez de valles cepillados por aguas de hace millones de años para llegar a fecundar en tierras casi yermas su cultura autóctona ya enriquecida con la nueva información del Viejo Mundo.
El Señor de Tlaxcala llegó en una carreta empujada por caballos o bueyes al pintoresco San Miguel de Aguayo en el que apenas se trazaba una red de acequias que siguen siendo como las venas de agua rodada de un territorio que fue indómito y que ahora es un vergel en el que moran espíritus de hombres y mujeres de barro cósmico.