Triángulo
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Triángulo
Ilustración: Vanguardia/Esmirna Barrera
Fragmento de la novela Lengua de plata, de próxima aparición
Por: ALEJANDRO PÉREZ CERVANTES*
Para Isabel del Bosque
Aunque lo bautizaron con otro nombre, el fotógrafo firmó siempre como S. Peña. Su familia, originaria de Potrero de Ábrego -un pueblo encaramado en la sierra, a muchos kilómetros de Saltillo- había destinado para él la carrera de su padre. Pero Sabás era inquieto y no quería ser abogado.
Muy chico había podido ver dentro de una vidriera sobre la vieja calle de Aldama misteriosos daguerrotipos con rostros que se esfumaban hacia la sombra, figuras impenetrables. Mujeres de mirada lánguida y hombres de grandes patillas, rostros que el fino pincel de la luz volvía acuosos.
El niño se prendó de esas miradas, de ese grano y de esa sombra. Esas imágenes lo hacían soñar, paisajes lejanos coloreados a mano con tonos malvas, ríos oscuros y extraños atravesados por puentes de ciudades lejanas, torres, relojes, niñas de curiosos vestidos, animales imposibles en jaulas de parques remotos, trenes surgiendo de túneles sobre montañas, escalinatas que se perdían entre nieblas desconocidas, o la vieja tarjeta que en la luna del ropero guardaba su abuela: tropas del invasor americano –borrosas sombras sobre la calle de Hidalgo– se afantasmaban en una perspectiva de bruma verde y granosa. Un fotógrafo anónimo había salvado para el futuro las enigmáticas escenas de una guerra de hacía apenas 50 años.
Nació en 1894. Su familia era propietaria de tierras y casas en el centro de Saltillo –años atrás había arrendado una sobre la calle de Allende, hasta la muerte del padre, a la familia Acuña Narro. Como casi todos los niños de su tiempo, cursó los estudios primarios en el Liceo Saltillo y el Bachillerato en el Ateneo, que aún se encontraba frente a la Iglesia de San Francisco.
Con la incipiente adolescencia, en la víspera de su aniversario número 15, su tía le hizo traer desde Texas un curioso veliz conteniendo todo lo necesario para la práctica de la fotografía. Una voluminosa cámara de fuelle con lentes dobles. Un tripié con patas de fina madera pulimentada, un juego de placas preparadas ex profeso, botellas color sepia que contenían los químicos de revelado, luces y cables, pantallas, un pequeño parasol y aparte, un mediano ciclorama recreando un bucólico paisaje con un camino entre la fronda y una columna cubierta de hiedra.
Por la Calle de Castelar, donde su familia residía, su tía contrató en el Parián a un fotógrafo ambulante para que le mostrara al joven los rudimentos de la fotografía.
Aprendió rápido. Montó su estudio sobre la misma acera, en un callejón que hacía cuchilla con Terán, muy cerca de la prisión y del Barrio de Tolerancia. Como muchísimos fotógrafos saltillenses, antes y después de él, refinó su oficio y su mirada en la cárcel. Le pagaban 20 centavos por preso.
Y ahí aprendió a ver. La luz lateral de una mínima ventana y una pequeña cartulina clara con la que la rebotaba en el costado de sombra, lo ayudaron a concebirla como un cincel. Algo inmaterial que sin embargo bien puesta era capaz de revelar texturas, volúmenes: caracteres.
Las profundas arrugas de un viejo, el caído párpado de un alcohólico, los dientes rotos y la mirada torva de un ladrón… pero lo que más le gustaba retratar a Sabás eran las prostitutas. Su aire carnavalesco y lánguido. Sus polvos exagerados y sus rizos. Esa forma de belleza mercenaria, frágil y lastimada.
Así empezó a retratar en secreto desnudos para sí mismo.
Cerraba su estudio y conseguía aquí y allá la escandalosa parafernalia.
Collares con perlas de plástico, túnicas faraónicas traídas de contrabando desde Laredo. Vaporosas gasas y pesadas imitaciones de armiño.
Sombras opacas y sombreros de hilo y redes de lentejuela.
Para el fotógrafo no era tanto el valor final de la placa, si no su proceso: la maravilla de ver en el espejo pulido de su cajón mágico, vuelta al revés el dibujo de esas líneas. Trazos firmes que desde la espalda baja anunciaban el portento musculoso de unas nalgas, macizas como una casa. O la suave caligrafía en el ligero dibujo de una pantorrilla. La oquedad misteriosa y azul de una axila, su casi perfume afrutado, su límite que se desdibujaba en el grave peso de un seno, potente o breve, pero siempre contundente. El ojo doble y ciego de pezones que lo hipnotizaban. Puntiagudos y desafiantes o anchos y solares. Como botones de rosa o como enormes monedas de cobre. Pero nada extasiaba tanto al fotógrafo como las miradas.
Porque aquellas mujeres anónimas en su desnudez se sabían acechadas y deseadas: soñadas.
Y algo se transformaba en su rostro. Una luz y un rubor. Un fulgor acuoso y travieso que hacía al fotógrafo olvidar la tirantez de las medias oscuras en los muslos renacentistas, la fronda salvaje y oscura que del ombligo al vientre prometía un abismo.
Recostadas casi siempre, de perfil hacia la luz, o con su mirada baja hacia fuera de la foto, algunas se erguían de pie. Con su brazo sobre el respaldo de una silla se mostraban completas, su piel entre telas incombinables, cruce de estilo y épocas, en una recreación de una historiografía inexacta y absurda: vírgenes romanas con sandalias indígenas.
Damas empelucadas a lo Luis XV con rebozos mexicanos. Pitonisas con sarape. Soldaderas con gasas.
De toda aquella serie de tarjetas secretas sólo una imagen sobrevive hasta nuestros días. Está fechada en 1919.
Es una mujer de perfil egipcio y brazos largos y delicados como cañas. La potencia de la luz sobre sus ojos los vuelve casi transparentes. Sobre su antebrazo una pulsera de alambre claro dibuja un aire de pitonisa. Sus ojos están definidos por una línea gruesa y negra. Sus labios son breves. Sobre su pecho desnudo hay collares y plumas, abalorios.
Su cabello es negro y corto, como el ala de un cuervo. La mujer estira un brazo en el aire, como inquiriendo a un interlocutor invisible. Su expresión no es de ruego, si no de pelea: grave y firme. En su tobillo desnudo hay una delicada pulsera, como una cadena. Las uñas de su pies están pintadas, los pequeños dedos levemente fruncidos. Esos Bcombinados, resultan más obscenos que toda su desnudez completa.
Lo extraño de la foto: más que vulgar es etérea.B
Pero el centro y potencia de la foto no es ése. Ni la mujer ni su desnudez. Ni su descaro o su disfraz. Ni sus aires de transgresión o la comba del vientre echado hacia delante.
No.
Entre los muslos de la mujer, en su juntura y debajo del pubis, hay un espacio. Un mínimo triángulo de aire y luz (fulgor de la tarde que se filtra detrás de ella por la ventana).
De ese triángulo surge un resplandor que lo devora todo.