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Tres horas jugando a la matatena
Recuerdo el Viernes Santo en casa cuando era niña. Entre 12 y 3pm, señaladas como las horas en que, según las enseñanzas de la iglesia católica, Cristo estuvo colgado en una cruz, no se permitía ni televisión ni radio. Pasaba el tiempo jugando a la matatena en el piso de la cocina.
Creo que cada año, a lo largo del año, por períodos de mucho más que tres horas, nos inmolamos nosotros mismos y nos colgamos de las ramas de nuestro sufrimiento, martirizándonos en un espectáculo privado, o a veces no tan privado, de dolor. El dolor es real. En estos tiempos están particularmente presentes la ansiedad, la angustia, y las pérdidas.
Dicen por allí, los que saben y gustan de contar, que el sufrimiento es el resultado de la evasión del dolor, y que, si yo aceptara el dolor, sintiéndolo como es, con todo lo que eso implica, no formaría el hábito de sufrir. Lo imagino, en muy pequeña escala, como tener que arrancarme un curita que ya esta pegada a la herida. Puedo contemplarlo por días y sufrir cada vez que pienso en el dolor que me causará quitármelo. Puedo irlo retirando de poquito a poquito, sintiendo el dolor por pedacitos. O puedo arrancarlo, enfrentando el dolor y tal vez hasta gritando, primero de dolor y luego de alivio.
Tres horas jugando a la matatena, horas de silencio, es un buen ejercicio para contemplar como me coloco frente al dolor que es inherente a la vida. Y para buscar un medio de expresión de ese dolor, acompañándome en una parte fluida de mi proceso personal de crecimiento.