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ESMIRNA BARRERA

Ver el cielo estrellado siempre fue mi sueño más grande. Constantemente decía que cuando pudiera presenciarlo, sería el inicio de mi existencia. Quizá nunca viviré de verdad. ¿O prefería alimentar esa mole artificial de circuitos y fierros? Si ni yo había empezado a vivir, ¿qué me da el derecho de dotar de existencia a otro ser para compartir mi realidad con la suya?

Hace tres años fue la última vez que vi a mi madre: una mujer enferma y agotada de respirar el aire falso, así le llamaba ella. Una mujer que en sus años de niñez conoció lo que pocos conocen: la última generación natural. Una mujer que fue obligada a tener descendencia como yo para sobrevivir.

Mi madre había nacido en el 2011, mientras todavía existían bosques, mares y plantas. Cuando yo era niña, ella me contaba cómo era su vida antes del planeta contaminado. Decía que solía pasear por sitios llamados parques, que visitaba el mar sintiendo la arena bajo sus pies y que había un montón de lugares a campo abierto donde se hacía conexión con la naturaleza. Ahí se vivía sin un caparazón de cristal y un tanque de oxígeno en la espalda; se tocaban las plantas que salían del suelo sin temor a intoxicarse. Me hubiera gustado nacer en su época. Ella murió a los 97, pero en sus últimos nueve, ella estaba conectada a una máquina que le proporcionaba oxígeno como el nuestro, procesado y con combinaciones raras de químicos. Ella lo odiaba y prefería la muerte. Sin embargo, como la población iba a menos, ellos no le dejarían morir aunque fuera infértil. Debía haber más humanos para la fabricación de robots y para estar a su servicio. El mundo, como lo conocí, es diferente al de mi mamá.

Los deshechos que los humanos habíamos producido, llenaron los océanos. Para el 2082 ya no había bosques ni selvas y, antes de tal desastre, los animales también habían desaparecido. Científicos mitad hombres, mitad ciborg daban mensajes a quien deseara oír sobre el cuidado que se le debía dar a la Tierra; aceptaban que era impresionante el hecho de que la humanidad aún estuviera de pie por la cantidad de elementos ajenos en su sangre que la evolución no pudo proporcionar. No obstante, las inteligencias artificiales habían sobrepasado a lo natural. Efectivamente, éramos una nueva generación de máquinas con aire falso y uniformes especiales para que no entrara nada a nuestros trajes, ya que hasta el último átomo estaba contaminado sobre la superficie.

Yo fui hija única. A mi padre no lo conocí porque no fui engendrada por vía natural. Vengo de una probeta. Quizá suena horrible, pero la realidad es que mi existencia fue sólo un capricho del gobierno para poblar el mundo que la tecnología había deformado y esterilizado. Necesitaban habitantes para trabajar y mi madre, por ser mujer, debía tener al menos tres hijos; pero nada ocurrió de esa forma porque cuando nací su vida estuvo en riesgo por el embarazo, así que decidieron dejarla infecunda. O, para ser acorde a sus términos, improductiva. Desde entonces, mi reloj biológico fue vigilado hasta alcanzar mi mayoría de edad; mi fertilidad, en pago de su desperfecto. Y me quedaba poca infancia. Por eso todas las noches mamá relataba historias de su niñez para darme más momentos: cómo jugaba en el mar y las mascotas que tenía. Desde mi rincón en esa bodega-dormitorio, entre tuberías y humedad, me enamoré de la naturaleza y ansiaba conocerla. Aunque sabía que nunca podría experimentarlo en carne propia, mi sueño estaba bien definido: ver un cielo estrellado. Las fotografías que poseía no se apreciaban con claridad; pero cuando mamá hablaba de él, imaginaba aquél grandioso espectáculo encima de un horizonte más bello que la nube de gas frente a mí.

En los próximos años, la gente comenzó a morir de epidemias, falta de oxígeno y, en muchos casos, suicidio. Poco a poco, las personas se dieron cuenta que lo que ellos llamaban vivir, era solo el recuerdo de la última generación; sin embargo, el planeta ya no podía otorgar más de lo que había dado. La población humana ahora solo se concentraba en Asia, Europa y África.

Desde 2108, las máquinas imitaban a las personas, incluso había más población suya que de humanos. Mi esperanza de ser otra cosa había muerto tiempo atrás y seguía en la fábrica de ojos de androides, trabajando junto a ellos. Una tarde, mientras estaba en la fila de ensamblado, un ciborg llegó a mí con una entrega. Era una carta de mi madre y un mensaje del sitio donde se asistía a cambio de una parte de mi paga. Ella había muerto.

Al leer la carta me di cuenta que mi mamá no la había escrito. No era su letra porque le era difícil moverse. Pero la leí con calma. Me confesaba que quería morir, que al saber que yo era adulta no tenía otro motivo para resistir su enfermedad, y en el interior había otros papeles. El sobre contenía un pliego con coordenadas y rutas para llegar a otro país. No sé cómo pudo conservarlo tanto tiempo. Era extraño ver un mapa real. Tal vez pasó sus últimas noches investigando el firmamento.

Me escapé del trabajo y busqué el país que venía en la hoja cartográfica. Por las formas, supuse que era Sudán, pero estaba en América. Ahí no había vigilancia. Con mis ahorros de inmediato emprendí el viaje. Mi cuerpo se sentía ansioso y libre.

Tomé un montón de transportes para llegar. Sin embargo, luego de visitar ciudades no muy diferentes a la mía, bajaron mis ánimos de exploradora. La última ciudad a la que fui era Curitiba, según el mapa de mi madre. Caminé por mucho tiempo y ya no era optimista; entre más andaba, más construcciones veía. La naturaleza en verdad se había marchado mientras la tierra gris seguía devorando asfalto y construcciones. Luego de varios días por carretera, me recosté a la orilla, cerré los ojos y al despertar era de noche. Seguía molida por el viaje y lo único que quería era dormir más; pero algo brillante hizo que volviera a abrir los ojos; era algo que flotaba en el cielo, un pequeño lunar que sobresalía en el fondo oscuro. Pestañeé un par de veces y supe que no estaba equivocada. Aquel punto brillante y diminuto era una estrella, mi fantasía hecha realidad.

Me puse de pie sin perderla de vista y hallé más. Sentí que iba a estallar de alegría. Me sentí viva. Nunca había contemplado algo tan majestuoso. Esa imagen debía ser observada sin filtros ni interrupciones. Por esta razón arriesgué mi vida y, pensando en que no volvería a ver algo similar, me quité el caparazón de vidrio que cubría mi cabeza.

 

Aranxa Nallensy Rodríguez Medina. ESTUDIANTE

(Cuatro Ciénegas, Coahuila, 2003). Estudia el quinto semestre del CBTa No. 22, la carrera de técnico en Servicios de hospedaje, y lleva en el taller literario del plantel desde secundaria. Fue finalista con este relato en el área narrativa del concurso nacional de Creación literaria Poemas y cuentos: Expresarte 2020. Ha publicado también en la revista escolar La Tamalera, como “Mujer especial” y “Por amor al arte”.